Me tendí en la cama y dejé mis pensamientos vagar… estar en Barcelona, después de tanto tiempo… qué sentimiento tan extraño…
Fue entonces cuando sonó el teléfono.
– ¡Cristina!
– Hola, Luis.
– Sabía que no podrías vivir sin mí…
Estuve a punto de cambiar de idea y colgar. Ese tío me acosaba. Riendo, sí, pero era un acoso.
– Te invito a almorzar mañana -le dije ignorando su sandez.
– No. Te invito a cenar yo a ti.
– ¡Ah! No -repuse tajante-. Lo siento. Yo no ceno a solas con ningún hombre que no sea mi prometido. Ni siquiera por trabajo, es una cuestión de principios -y añadí enfática-: Sólo con mi prometido.
Oí un ruido curioso que hacía con la boca, algo así como ¡Nuch!… ¡Nuch!… ¡Nuch!… Sonaba como una negación jocosa.
– Bien. Tú ganas -dijo al fin-. ¿Qué he de prometer?
Me tapé la boca para no reírme. Lo cierto es que a veces Luis tiene gracia.
– El almuerzo o nada -dije enérgica.
– Tengo junta de accionistas de una de mis empresas precisamente mañana al mediodía.
– Bueno, mala suerte -dije en tono resignado-. Pues ya nos veremos en la lectura del testamento. Gracias por llamarme.
Era un farol. No creía su historia y confiaba en que cedería. Si no, mi curiosidad, esas preguntas por responder, me obligarían a aceptar la cena.
– Te invito a cenar -repitió pesado.
– ¡Que no! -le grité al teléfono.
Hubo un silencio al otro lado de la línea.
– Vale, tú ganas -dijo al final-. Al cuerno con los accionistas. La compañía está en quiebra y les enviaré un telegrama diciéndoles que me he fugado con el dinero a Brasil. Te recojo en el hotel a las dos.
– ¿Tan tarde?
– Esto es España, ¿recuerdas, marimandona?