– Es un hermoso anillo, señorita -así fue como mi compañero de asiento, de clase preferente, inició la conversación-. Parece muy antiguo.
Yo ya había reparado antes en él; era un tipo atractivo que había superado los treinta y cinco. Sus manos estaban desnudas de joyas, señal de que no estaba comprometido, o que lo quería ocultar, pero su camisa blanca de cuello abierto lucía en los puños unos discretos gemelos de oro y un reloj clásico. Una combinación curiosa de austeridad y lujo.
Yo me percaté de que él aguardaba el momento oportuno para entablar conversación y no se lo quise poner fácil, primero mirando por la ventanilla y luego concentrándome en una revista. Hice mi apuesta a que empezaría a hablar durante la cena y acerté. Decidí terminar de comer con pausa, tragando lo que tenía en la boca antes de responder, seria y en inglés:
– ¿Perdón? -a pesar de haberle entendido perfectamente.
– ¿Habla usted español? -insistió el hombre en castellano.
Tuve que admitir que sí.
– Dije que luce usted dos hermosos anillos -noté que había cambiado ligeramente su frase-. Y que el del rubí parece muy antiguo.
– Muchas gracias. Sí, es antiguo.
– Medieval -afirmó.
– ¿Cómo lo sabe? -de repente mi curiosidad dominó el deseo de exhibir la indiferencia propia de una mujer muy, muy comprometida, tal como mi primer anillo proclamaba.
El hombre mostró una hermosa sonrisa.
– Es mi trabajo, señorita. Soy anticuario y experto en joyería.
– Este anillo me llegó de forma extraña -mis barreras habían caído de repente y me sentía como cuando le cuentas al médico tus intimidades anhelando un diagnóstico benigno-. ¿Así que usted opina que es realmente antiguo?
El hombre buscó en un elegante maletín de cuero que tenía a sus pies y escogió de una cajita una lupa de las que usan los relojeros.
– ¿Me permite? -y tendió su mano. Yo me apresuré a quitarme el anillo para dárselo. Lo miró del derecho y del revés con todo detenimiento, y empezó a murmurar como para sí mismo. Me tenía en vilo. Después puso la piedra al trasluz y luego de observarla, proyectó la cruz roja sobre el mantel.
– ¡Asombroso! -dijo al fin contemplando absorto la imagen-. Es una pieza única.
– ¿Sí?
– Estoy seguro de que esta joya es realmente antigua, le pondría al menos setecientos años. Bien vendida puede valer una fortuna. Si es usted capaz de reconstruir su historia su valor se multiplicará.
– No conozco la historia de este anillo, pero quizá sepa más cuando llegue a Barcelona -recordé la tabla y el aro en la mano de la Virgen, pero una súbita prudencia me hizo callar ese detalle.
– ¿Sabe lo que hace este anillo único?
– ¿Qué? -pregunté sospechando la respuesta.
– La cruz que se proyecta a través del rubí.
– Es un efecto bonito, ¿verdad?
– Es mucho más que eso. Es una cruz patada.
– ¿Qué? -inquirí sorprendida.
– Dije una cruz patada -él sonreía y se me quedó mirando. Era guapo y me di cuenta de que era la segunda o tercera vez que le hacía repetir algo. Debía de empezar a sospechar que yo era dura de oído o tontita.
– Se llama cruz patada -continuó él ante mi silencio sorprendido- a la que tiene la misma forma que la de su anillo. Es la cruz templaria.
– ¡Ah, una cruz templaria! -dije mientras revisaba mis archivos mentales a la búsqueda desesperada de cualquier recuerdo que me diera una pista de qué era eso de «templaria». Estaba segura de haber oído antes esa palabra, de inmediato lo relacioné con mi infancia en Barcelona y con Enric, pero estaba en blanco y me resistía a admitir más ignorancia.
– Como usted recordará, los templarios eran unos monjes guerreros que aparecieron a principios del siglo XII, durante las cruzadas a Tierra Santa, y se extinguieron a comienzos del XIV a causa de una infame conspiración de Estado.
– Sí, algo sé -mi amor propio me hacía disimular y él parecía lo suficientemente caballero para darme la información necesaria fingiendo que yo ya conocía mucho del tema-. Pero no recuerdo demasiado. Cuénteme más sobre los templarios.
– Aparecieron después de que la primera cruzada conquistara con éxito Jerusalén. El rey Balduino les concedió, como sede, parte del antiguo templo de Salomón y es por eso por lo que se les llamó caballeros del Templo, o Temple. Ellos preferían llamarse, al menos al principio, los Pobres Caballeros de Cristo. Su misión era proteger a los peregrinos que visitaban Jerusalén y terminaron siendo una imponente máquina militar, la más rica y disciplinada de su tiempo, sobre la que se sustentaron los reinos cristianos de Oriente frente al avance implacable de sarracenos y turcos. Al principio de su existencia estaban de moda y reyes, nobles y villanos les concedían imponentes donaciones en pro de su excelsa misión y con el fin de comprar el cielo. Ese entusiasmo llegó a tal punto que el rey de Aragón dejó su reino en herencia a los templarios, junto a un par más de órdenes militares: los Caballeros del Santo Sepulcro y los hospitalarios. Y tras arduas negociaciones, el sucesor legítimo del trono consiguió recuperarlo a cambio de grandes concesiones territoriales. Así que esos monjes que habían hecho votos de pobreza, castidad, obediencia y de luchar con las armas hasta la muerte para defender la Tierra Santa se convirtieron en la mayor potencia económica europea de su tiempo, gozando además de un prestigio de honradez que ningún banquero de entonces fue capaz de igualar. Ellos inventaron la letra de cambio, transformándose en una organización financiera que custodiaba incluso tesoros de reyes, concediéndoles préstamos cuando éstos, siempre tendentes a gastar en lujos y guerras más de lo que tenían, lo necesitaban. Todo ese esfuerzo económico se realizaba para sufragar la presencia cristiana en Oriente; construyeron una imponente flota que transportaba caballos, armas, guerreros y dinero a través del Mediterráneo, contrataban miles de turcoromanos , mercenarios musulmanes que luchaban contra sus propios correligionarios, edificaron grandes fortalezas… Eran pobres individualmente, a causa de sus votos, pero riquísimos como organización, y este anillo, a la fuerza, debió pertenecer a un alto jerarca templario, como símbolo de su posición, ya que un simple fraile, ya fuera sargento, capellán o caballero, jamás hubiera lucido una joya.
Y tras proyectar de nuevo la cruz sobre el mantel, lanzó otra mirada fascinada al anillo y me lo devolvió.
– Enhorabuena, señorita, este anillo es único.
Yo me lo puse mientras digería la historia que el hombre me había estado contando.
– Mi nombre es Cristina Wilson -dije sonriéndole mientras le tendía mi mano.
– Artur Boix -repuso estrechándola-. Encantado de conocerte -su piel tenía un contacto cálido y agradable-. ¿Dijiste que ibas a Barcelona?
– Sí.
– Allí es donde vivo. ¿Qué te lleva a mi ciudad?
Y le expliqué la historia de esa inesperada herencia.
– ¡Qué misterio! -comentó al final de mi relato-. Pero si ese anillo es un anticipo de lo que esa herencia guarda, creo que puedo serte de gran utilidad -y me dio una tarjeta-. Mis socios y yo tenemos negocios tanto en Estados Unidos como en Europa. No sólo tratamos con antigüedades y joyería sino que se nos considera principalmente como marchantes en arte antiguo. Y aquí hay una gran diferencia. Una joya puede ser tasada de tres formas: la primera por el valor de sus componentes, tales como oro y piedras preciosas, otra por el trabajo que contiene y su calidad artística y la tercera como pieza histórica. Pasar de un nivel de valoración al siguiente puede representar multiplicar el precio por diez. En otras palabras, por una alhaja que en España normalmente sólo podrías vender por uno, yo soy capaz de obtener en Estados Unidos un valor de cien. No dudes en llamarme, será un placer ayudarte. No importa si no deseas vender las joyas, yo las puedo autentificar y valorar -bajó la voz y su mirada se hizo más intensa-. Pero si quieres sacar del país alguna obra de arte catalogada o que precise autorización y deseas ahorrarte los trámites, yo puedo garantizarte su entrega en Nueva York -me sorprendí al enterarme de que existía la posibilidad de que se me impidiera viajar de vuelta con la herencia que Enric me había dejado en su testamento. La verdad es que no se me había ocurrido que el legado pudiera consistir en obras de arte y ahora me daba cuenta de que era lo más probable. Hasta el momento sólo había pensado en la parte aventurera de la historia, pero Artur Boix me estaba haciendo ver que quizá hubiera bastante dinero en juego.
– En todo caso, para cualquier cosa que precises, aunque sólo sea una consulta o incluso para contarme cómo te va, llámame.
Al oír que ampliaba su ofrecimiento lo miré con más cuidado. Demasiado amable. ¿No había visto mi anillo de prometida? El hombre sonreía y era atractivo. Bien pensado, nunca está de más tener un amigo en un lugar donde no sabes qué te puedes encontrar. Bueno, y si es guapo, elegante y agradable, mejor.
– Gracias -repuse devolviéndole la sonrisa-. Lo tendré presente. Pero cuéntame qué ocurrió al fin con los templarios. Dijiste que desaparecieron a causa de una conspiración infame. Y que eran muy ricos, ¿verdad?
– Sí -repuso Boix-. Y ése fue el origen de su desgracia.
Yo guardé silencio a la espera de que reanudara su relato.
– En el año 1291, el sultán de Egipto tomó los últimos reductos cristianos en Tierra Santa. En esa ofensiva murieron muchos templarios, entre ellos su máxima autoridad, el Maestre General, pero lo peor para los Pobres Caballeros de Cristo fue abandonar el frente, la primera línea de lucha contra los musulmanes. De alguna forma, al caer San Juan de Arce, también llamado de Acre, su razón de ser desapareció. Sólo en los reinos ibéricos, donde el combate contra los moros continuaba, eran necesarios. Y aun así su presencia ya no era primordial, como lo fue doscientos años antes, cuando los territorios cristianos estaban en peligro permanente. En el siglo Aragón, Castilla y Portugal eran poderosas monarquías que tenían la iniciativa en su guerra contra los árabes, haciendo frecuentes incursiones en el norte de África, mientras que en la Península ya sólo quedaba el reino musulmán nazarí de Granada, y tan debilitado que tenía que pagar tributo a los cristianos.
»El sueño del Temple era regresar a Tierra Santa, pero el espíritu de las cruzadas había muerto y los reyes cristianos no estaban por la labor. Así que Felipe IV de Francia, llamado el Hermoso, siempre falto de dinero, tras apresar, torturar y desplumar, primero a los comerciantes lombardos y después a los judíos de su reino, puso sus ojos en los Pobres Caballeros de Cristo, que por entonces eran riquísimos.