La ciudad había cambiado en muchos aspectos, pero aquella casa estaba tal como yo la recordaba. Sólo que todo había encogido algo desde aquellos tiempos lejanos. La última vez que estuve allí, en nuestra despedida de Barcelona, debía ser yo más corta de talla y mi crecimiento me hacía ver, ahora, todas las dimensiones reducidas en relación con mis recuerdos. Esos que conservaban el alegre campanilleo del tranvía azul, el único que aún funcionaba en la ciudad, y que traqueteaba frente a la casa de Alicia, subiendo y bajando la cuesta. Era de los modelos más antiguos que circularon y transportaba a los visitantes desde los Ferrocarriles Catalanes al funicular que los dejaba en la cima, junto al templo del Sagrado Corazón y el parque de atracciones del Tibidabo. La avenida, el tranvía, el funicular, el antiguo parque, siempre antiguo a pesar de las renovaciones, con sus maravillosos autómatas decimonónicos aún funcionando, su avión falso, el laberinto y el castillo de la bruja; todo tenía para mí, cuando niña, y mantiene todavía hoy, una magia especial.
– Tu hotel no es único en cuanto a panorámica sobre Barcelona -dijo Alicia después de mostrarme la parte de la gran escalinata central, dependencias de cocina, y el salón que daba al cuidado jardín, lugar de memorables aventuras infantiles-. Ven.
Y subimos directamente a la tercera planta, donde ella tenía su gabinete privado. No había estado nunca en aquella habitación y desde allí se contemplaba la urbe en panorámica opuesta. Al fondo estaba el mar, azul intenso, iluminado por el sol que llegaba desde nuestra espalda, y la montaña de Montjuïc con su castillo. Y allí, en el centro, se extendía la ciudad, cubriéndose poco a poco de sombras vespertinas.
– Así que fuiste tú la heredera del anillo de Enric -dijo Alicia de pronto. Quizá fuera que el tono de su voz había cambiado, o fue la expresión de su cara de gata o tal vez habló con intención especial. El caso es que me sobresalté.
En su gabinete del último piso, Alicia hizo servir la cena. El cielo aún mostraba, en unas nubecillas rosa que flotaban sobre el mar, los reflejos de un sol ya oculto, mientras que abajo dominaba el crepúsculo, y las luces la ciudad se iban encendiendo a nuestros pies. Había tenido tiempo de supervisar que mis pertenencias, llegadas con asombrosa velocidad, estuvieran dispuestas a mi gusto en mi habitación y de recorrer aquel querido jardín.
Pero para mi desilusión, él no apareció.
La única referencia que Alicia hizo de su hijo fue al señalar «ésta es la habitación de Oriol», estaba al lado de la mía, pero no me la mostró, como si él la tuviera cerrada con llave. Yo contuve mis preguntas pero, en el fondo, esperaba encontrármelo en las escaleras o en un recodo del jardín. Pensé que no debía de estar en la casa.
Hablamos de mis padres, de lo distinto de la vida en Nueva York y de pronto se fijó en mi mano.
– ¿Es eso un anillo de prometida?
– Sí.
– Tiene que ser un gran muchacho -dijo sonriendo.
– Sí, sí lo es. Trabaja en bolsa.
– Esa gente de Wall Street está acostumbrada a quedarse con lo mejor -había un brillo pícaro en sus ojos azules.
Yo sonreí sin responder y fue cuando ella, de pronto, soltó eso de:
– Así que fuiste tú la heredera del anillo de Enric -y yo esperé a recuperarme de mi sobresalto antes de responder:
– Me llegó por sorpresa en mi último cumpleaños, unos meses antes de recibir la carta del notario citándome para mañana.
– Tu padrino te quería mucho -dijo lentamente. Su mirada se tornó triste, como si sintiera celos-. Te adoraba -enfatizó.
– Siempre fue muy cariñoso conmigo -repuse-. Era como si fuera mi tío.
– Y también quiso mucho a tu madre. Mucho.
No supe qué contestarle a eso. No me gustaba que metiera a mi madre en la conversación. ¿Pretendía insinuar algo?
– Debía de haberlo supuesto -continuó. Hablaba como pensando, como rumiando una ofensa antigua-. El anillo. No fue para mí. Ni lo guardó para su hijo. Te lo hizo enviar a ti como regalo de cumpleaños…
Esa mujer me estaba haciendo sentir culpable por lucir el aro del rubí, era incómodo y me hubiera gustado encontrarme en mi hotel. Sola. O incluso cenando con Luis. Ahora echaba en falta a aquel pesado divertido. Pero como si Alicia leyera mi pensamiento, su ancha cara felina se iluminó con una sonrisa cordial.
– Pero ¡me alegra tanto que lo tengas tú!, cariño -pasó la mano por un espacio de la mesa libre de vajilla y acarició la mía-. ¿Me lo dejas ver?
Yo me saqué el anillo y se lo tendí. Ella lo tomó en sus manos, con respeto, y lo miró a trasluz.
– Es bello -dijo-. Es una obra maestra de la orfebrería de su tiempo, del siglo XIII. ¡Fíjate! -se levantó para apagar la luz eléctrica y acercando el anillo a la llama de una de las velas de la mesa la proyectó sobre el mantel. Allí estaba la cruz roja, difuminada por la distancia, palpitando conforme al movimiento de la llama. Inquietante, misteriosa-. ¿No es fabuloso?
– Sí lo es -repuse-. Es increíble la forma en que fueron capaces de engarzar el rubí, con su base labrada de marfil, en el anillo de oro.
– ¿Marfil? ¿Qué marfil?
– Pues… el del anillo, la base que sujeta la piedra y permite ver la cruz roja gracias a los bordes blancos. De marfil… Alicia soltó una risita.
– No es marfil, cariño.
– ¿Qué es?
– Es hueso.
– ¿Hueso?
– Sí. Hueso humano.
– ¿Qué?
Volvió a reír.
– No te asustes. La pieza blanca tallada en la base del anillo es parte de un hueso humano.
Miré la sortija con aprensión. No me hacía ninguna gracia llevar en mi dedo un trozo de cadáver. Pensé que quizá esa mujer me estuviera tomando el pelo, riéndose de una crédula turista americana contándole historias viejas de fantasmas.
– Es una reliquia -añadió-. ¿Has oído hablar de reliquias?
– Bueno, algo he oído, pero yo nunca…
– Hoy en día han perdido popularidad. Pero fueron de una importancia capital en la Edad Media y prácticamente hasta hace pocos años. Son restos mortales de santos. Antes se montaban incluso en espadas y se construían fabulosas piezas de orfebrería para mejor guardar esos santos despojos. Aún hoy se veneran reliquias en muchas iglesias. No sabemos a qué santo pertenecía la reliquia del anillo. Quizá fuera de un héroe templario que murió mártir defendiendo la fe.
– ¿Templario?
– ¿Tampoco has oído hablar de los templarios? -Alicia abrió sus ojos como asombrada. En ellos se reflejaba la luz de las velas de la mesa y le daba un aspecto misterioso, de hechicera.
– Bueno yo… algo he oído -pensé que con ella no podría hacerme la lista como con Luis y que sería mejor escuchar lo que iba a decir.
– Pues eran unos frailes que aparte de los votos de obediencia, castidad y pobreza, hacían el de defender la fe cristiana por la fuerza de las armas. Se agrupaban en órdenes y cada orden tenía varias jerarquías y un jefe supremo: el Gran Maestre. Aparte de los del Temple, estaban las órdenes del Hospital, del Santo Sepulcro, los Teutones, y luego, al extinguirse los templarios, surgieron multitud. No te voy a contar más porque presiento que te vas a convertir en pocos días en una experta sobre ellos. Éste es uno de los símbolos templarios -y proyectó de nuevo la cruz sobre el mantel-. Se dice que tu anillo perteneció al Gran Maestre. Poseerlo representa una gran responsabilidad, cariño.
– ¿Por qué?
– Porque hay que ser digna de él. Da una gran autoridad moral, y tú eres la primera propietaria femenina en la historia.
Me quedé mirándola sin saber qué responder; aquella sortija me llevaba de sorpresa en sorpresa. Alicia me cogió la mano y la acarició. Noté una extraña mezcla de atracción-repulsión y cómo se me erizaba el vello; alarmada me dije que aquella mujer era maestra en seducciones. Después, con ternura, lentamente, colocó el anillo en mi dedo. Volvió a acariciar mi mano mientras decía con su voz profunda:
– Si es tuyo debe de ser porque lo mereces -hizo una pausa-. No sabes cuánto te envidio, cariño.
Aquella noche me costó dormir. Era una bonita habitación con amplio ventanal sobre la ciudad y decorada con hermosos muebles de época. A pesar de disfrutar de la conversación de mi anfitriona, quise terminar pronto la velada y al llegar a mi cámara cerré con pestillo. Agradecí que lo hubiera. ¡Qué extraña mujer esa Alicia! Estaba inquieta. ¿Dónde estaría Oriol? Miraba mi anillo con aprensión. ¡Vaya historia la de la reliquia! No me hacía gracia alguna. La piedra brillaba mortecina a la luz de la lámpara, como si durmiera. ¿Qué me depararía el día siguiente? Le vería a él. En el notario. ¿Y esa herencia? ¿Una última broma de Enric? Me puse mi pijama, pero estaba demasiado inquieta para acostarme. Apagué las luces y abrí la ventana. Una brisa fresca, aunque agradable, me dio la bienvenida. La noche. Otra vez la noche y la ciudad. La veía de lejos y oía el rumor de un automóvil desde el cercano paseo y el chirrido de algún vehículo a demasiada velocidad, allí abajo, entre las calles. Luego, silencio.