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– ¡Molestia es que te quedes aquí! -dijo rotunda-. Casi ofensa. Está decidido, nos vamos a mi casa y mañana te acompaño, junto a Oriol, a la lectura del testamento.

– Pero… -no me escuchó y se fue hacia la conserjería, donde empezó a impartir instrucciones. Fui a detenerla, aunque presentía que era inútil. En realidad yo quería ir. Observé cómo actuaba. Esa mujer tenía una autoridad asombrosa. Hablaba casi como en un susurro y los demás se inclinaban para escucharla mejor. Dejó su tarjeta de crédito en el mostrador y dijo que nos podíamos ir.

– No se te ocurra pagar mi cuenta.

– Ya está hecho -dijo ella.

– Me niego.

– Llegas tarde. El director del hotel es amigo mío y no aceptarán tu dinero. A mi ahijada la invito yo.

A pesar de estas palabras, advertí, enérgica, al empleado del mostrador que yo era quien pagaba, pero él repuso que la señora pidió la cuenta antes de que yo bajara de mi habitación, se había hecho cargo de todo, y que era imposible anular la transacción.

– Tengo que recoger mis cosas -le dije al fin. Me sentía molesta con ella, no tanto porque abonara mis gastos, sino por el dominio que parecía ejercer a su alrededor, incluyéndome a mí.

– No te preocupes por eso, cariño -repuso con un gesto de «no importa»-. La camarera y mi doncella, que ya está en camino, se hacen cargo de tu equipaje. En un ratito lo tendrás todo bien dispuesto en tu habitación de mi casa -y cogiéndome del brazo con el suyo me condujo hacia la salida.

– Te dejas la tarjeta.

– También la recoge mi doncella.

– No habrás firmado la cuenta en blanco. ¿Verdad?

Alicia soltó una carcajada.

– ¿Y qué importa eso? -inquirió alegre-. Éste es un hotel americano. Y los americanos sois todos honrados, ¿no es cierto? -había un tonillo burlón en su voz aterciopelada.

«Si yo te contara», pensé.

– ¡Qué bonitas piernas tienes, cariño! -el coche de Alicia se detuvo en uno de los semáforos de las Ramblas, la inesperada aparición de la mujer en el hotel no me dio la oportunidad de cambiarme de ropa sentada en ese asiento bajo, la minifalda, que había usado con el comisario, subía hasta más arriba de la mitad de los muslos. Ella acarició mi rodilla y yo me puse alerta. Por un momento me arrepentí de haber aceptado su hospitalidad.

– Gracias -repuse cautelosa.

– He dado instrucciones al hotel para que tomen nota de tus llamadas tal como si tú continuaras siendo su huésped -sonreía-. Así no tienen por qué enterarse en América de que te has venido conmigo.

«Sabe que no le cae bien a mi madre», me dije.

Cruzamos la ciudad por el eje vertical que va desde el puerto viejo a la sierra de Collserola. Ramblas, paseo de Gracia, Mayor de Gracia para llegar a la avenida del Tibidabo, donde Alicia conservaba el caserón modernista de los Bonaplata con vista privilegiada sobre la urbe. Por el camino la mujer relataba anécdotas de la ciudad, y en el paseo de Gracia me fue señalando dónde vivían aún amigos comunes de nuestras familias, contándome cotilleos rápidos y sabrosos sobre algunos de ellos. Usaba el mismo tono cómplice con el que una amiga le cuenta secretitos a otra; Alicia me hacía sentir una extraña camaradería.

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