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CINCUENTA Y TRES

Salimos de la iglesia para poder hablar con comodidad y andando por la calle Santa Anna camino de las Ramblas, Oriol me iba contando:

– Suponiendo que el personaje de Arnau tuviera realmente que ver con el anillo y las pinturas tal como mi padre cuenta en su relato, que aceptamos que está basado en la tradición oral, y teniendo en cuenta que la parte del pórtico y los oratorios se construyeron alrededor del 1300, él debió de ver la iglesia de Santa Anna tal como se refleja en las tablas. Los templarios no fueron perseguidos hasta el año 1307, y según los legajos Arnau d'Estopinyá vivió al menos hasta el año 1328, un año después del fallecimiento de Jaime II.

– Todo encaja -dije convencida-. Alguien de la época que conociera la iglesia podría identificarla en las pinturas.

– La historia quedaría así -continuó él-: Arnau dirigió su galera rumbo norte en lugar de sur. Al contrario que con la orden del Hospital, los templarios siempre mantuvieron buenas relaciones con sus colegas del Santo Sepulcro. Era una orden mucho más pequeña y no daba motivos para rivalidades como con la de los sanjuanistas. Además los sepulturistas no tenían en esa época un brazo militar en Cataluña, eran clérigos comunes. Los frailes Lenda y Saguardia habían ya acordado con el comendador de la orden del Santo Sepulcro en Barcelona la custodia de sus tesoros y Arnau d'Estopinyá desembarcó en una playa cercana a la ciudad, evitando tanto la sede del Temple, situada muy cerca de las atarazanas, y sin duda bajo vigilancia, como el puerto de Can Tunis, ubicado en la costa sur de la montaña de Montjuïc y protegido por un castillo bien guarnecido por las tropas del rey. Dejó que sólo sus galeotes sarracenos vieran a quién entregaba el cargamento y después, en el camino de regreso, les hizo degollar para que no hablaran al llegar a Peñíscola. Tenía buenas razones para temer que los agentes de la Inquisición o del rey interrogaran a su tripulación. Los frailes del Santo Sepulcro, en cambio, estaban libres de toda sospecha y trasladaron el tesoro a su monasterio guardándolo en su iglesia, la que ya entonces se conocía por Santa Anna. El monasterio se hallaba extramuros de Barcelona, por lo que poseía defensas propias, pero precisamente en esa época se estaba construyendo la segunda muralla de la ciudad, que terminaría acogiendo a Santa Anna en su interior. No sé si por entonces el muro protegía ya la encomienda del Santo Sepulcro, pero es seguro que los frailes o tenían puerta propia, ya que su convento terminaría limitando con las defensas de la ciudad, o disfrutaban del privilegio de poder entrar sin someterse a tasas o registros. Eso evitó tener que dar explicaciones.

– O quizá no fuera así -dije.

– Quizá no. Tal vez lo trajeran por vía terrestre desde el castillo de Miravet. Pero el resultado final sería el mismo.

– Bien, de acuerdo. El tesoro templario está en la iglesia de Santa Anna. ¿Y ahora qué hacemos?

Oriol se rascó la cabeza como pensando. Estábamos en plena Rambla de las Flores, y el fulgor, el colorido de aquella tarde de verano y de la pintoresca multitud nos abrigaba. Se detuvo frente a uno de los kioscos y tomando un buqué de florecillas variopintas me lo entregó sazonándolo con un beso en los labios. No por desear el beso intensamente dejó de sorprenderme, tras el desapego que Oriol había exhibido en los últimos días, pero recuperé al instante mis reflejos, echándole los brazos al cuello y uniéndome a él en un besuqueo apasionado.

– Habrá que buscarlo -me dijo una vez nos separamos del abrazo-. ¿No crees? -sonreía y vi la felicidad dentro de sus ojos azules rasgados.

– Habrá -afirmé.

Y cogidos de la mano vagamos Rambla abajo, hablando de esto y de lo otro, riendo por nada, quizá sólo por vivir, por aquel instante de felicidad. ¿Qué importa el tesoro? Me decía. ¿Pero qué tesoro? ¿De qué tesoro hablamos?

Disfrutamos de la tarde, de la ciudad, de la noche; y la madrugada nos encontró sentados, desnudos sobre la cama revuelta de Oriol, con la ventana abierta sobre una Barcelona nocturna, callada, mirando a las tablas que un par de lamparillas iluminaban.

Al cabo de un tiempo de silencio, sin respetar la profunda meditación en la que había caído Oriol, que parecía tratar de sacarles todos sus secretos a los cuadros a base de poder mental, quise resumir mis propias ideas en voz alta:

– Sabemos, pues, que el conjunto pictórico es como un plano de la iglesia -dije-. Ahora habrá que encontrar la ruta en el mapa.

– Sí -concedió pensativo.

– Tendremos que encontrar cualquier cosa infrecuente…

– La disposición del Niño Jesús sentado a la derecha de la Virgen -me cortó-. Ya te dije que no es nada usual. La gran mayoría de las vírgenes góticas de esa época en el reino de Aragón, tanto en pintura como en escultura, sostienen al Niño a la izquierda de su regazo, como para poderle atender con la mano derecha. Pero no en ésta.

– ¡Otra pista!

– Exacto. Además el Niño acostumbra a aparecer en distintas actividades, sosteniendo un libro, jugando con pájaros, ofreciendo una fruta a su madre. La más común es bendiciendo.

– Eso es lo que hace en mi tabla.

– ¡No! ¡Fíjate bien! No bendice. La bendición se da con los dedos índice y medio de la mano derecha levantados. Como en la tabla de la izquierda en la que Jesucristo sale del Santo Sepulcro.

– El Niño sólo eleva el índice.

– Exacto, no bendice, señala.

– Pero ¿a qué? Apunta hacia el cielo y ligeramente a su izquierda, nada en concreto -y añadí pensativa-: debe de representar la promesa del reino de los cielos al creyente…

– ¡Nada de eso! ¡Fíjate! ¡Lo acabo de ver!

Oriol rodó la tabla del Santo Sepulcro sobre unos goznes inexistentes cerrándola como hoja de ventana sobre la tabla principal.

– ¿Dónde está el dedo del Niño ahora?

Miré por el ángulo que formaban ese momento las dos tablas.

– Señala el interior de la tumba, del Santo Sepulcro.

– En el interior de una tumba, en la capilla de la izquierda del altar principal en la iglesia de Santa Anna en Barcelona -recitó Oriol-. ¡La capilla de los sepulturistas, la Dels perdons !

Me quedé pensando. Todo aquello parecía muy rebuscado, pero tenía lógica. Intenté recordar la iglesia.

– ¿Estás seguro de que el tesoro está allí? -pregunté al fin.

Oriol se encogió de hombros.

– Es la única alternativa que nos queda.

– ¿Y cómo lograremos que nos permitan excavar el suelo de la iglesia?

– Hablaré con mi madre -repuso Oriol-. Estoy seguro de que ella será capaz de convencer al párroco para que nos deje explorar esa capilla. Ella y la «cofradía» que preside son los principales benefactores de la iglesia. Y tú cancela definitivamente tu regreso. No me dejarás solo en esto… Recuerda, hicimos juramento de no abandonarnos.

¡Vaya pregunta retórica! ¿Dejarle solo? Incluso si la bendita iglesia estuviera a punto de desplomar sus arcos, vueltas, bóvedas, columnas, ménsulas, dovelas y demás piedras suspendidas en el aire sobre nuestras cabezas, abandonar la aventura era lo último que yo haría en ese momento.

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