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TREINTA Y UNO

Después de esa angustiosa experiencia esperaba comprensión por parte de Oriol. Creía en su sensibilidad y en su conocimiento de lo que ese extraño anillo podía hacer con la gente; no presagiaba que fuera precisamente él el protagonista de mi siguiente sobresalto.

Nos demoramos en las atarazanas el tiempo necesario para contarle lo ocurrido, y cuando Oriol se aseguró de que me encontraba más o menos en condiciones, quizá con la intención de animarme, me dijo que me quería mostrar un lugar muy especial. Cruzamos una avenida y después de entrar en una zona de casas muy viejas, doblamos un par de esquinas y me metió en un barucho diminuto. Ciertamente era especial; de sus paredes cochambrosas colgaban anaqueles llenos de botellas cubiertas de mugre de decenios y unas pinturas deprimentes, con tanta porquería, que apenas dejaban ver mujeres fumando mirándote con cara de asco infinito. Los recortes de periódicos enmarcados confirmaban que aquél era un sitio singular. Sonaba música francesa que parecía salir de una radio vieja, de esas de madera barnizada, de las de antes de los transistores.

– A este bar le llaman Pastis -me informó una vez hubo pedido esa bebida que es como un anisete al que le añaden agua y que a mí no me gustó.

Supongo que Oriol pretendía subirme los ánimos con ese brebaje, pero me dije que no íbamos por buen camino. Sólo de pensar en la impresión sufrida en las atarazanas se me ponía la carne de gallina y, sin poder evitarlo, mi mirada se iba al anillo de la sangrienta piedra macho, buscando quizá en sus transparencias el fantasma del viejo templario que parecía habitarlo.

– Amo la leyenda de este lugar -añadió Oriol distrayéndome de mis tétricas conjeturas. Recorría con la vista el tugurio y sus ojos miraban con el mismo aire nostálgico que en el museo, antes rememorando grandes batallas de navíos de leño y héroes ahogados en el Mediterráneo, ahora anunciándome un relato, a la vista del local, a la fuerza viejo. Así era Oriol, le gustaba vivir en el pasado. ¿Reviviría también las olas, la tormenta y el beso?

– Lo fundó en el año 47 Quimet, un bohemio, pintor aficionado, al regreso de París, adonde había emigrado desde África como pied noir a finales de la Segunda Guerra Mundial. Allí anduvo a la búsqueda del éxito como antes lo hicieron Picasso y Juan Gris. Entonces París era aún la capital del arte y Nueva York sólo aspiraba a ello. Con él se fue Carme, una vigorosa alicantina, dicen que prima suya, que gastaba buen porte y mejor genio. Ella lo amaba con pasión y estaba convencida del talento artístico de su chico. Carme trabajaba, en bares, limpiando, hacía cualquier cosa con tal de sacar el dinero para que ambos pudieran vivir. Pero los cuadros de náusea existencialista que Quimet pintaba no vendían. ¿Quién iba a colgar en su sala de estar imágenes tan deprimentes y de pobre arte?

Sorbí aquel líquido blancuzco que Oriol había pedido sin darme opción a otra cosa y miré los lienzos cubiertos de hollín de tabaco. Mujeres de mirada vacía frente a vasos igualmente vacíos, hombres fumando. Figuras femeninas en la calle, seguramente prostitutas a la espera. No se me escapaba que la zona a la que Oriol me había llevado pertenecía al antiguo barrio chino, baluarte del puterío barato de la ciudad. Afirmé con la cabeza. Desde luego yo no expondría en mis paredes algo semejante.

– Seguramente Quimet aspiraba a ser un Toulouse-Lautrec en clave existencialista de los años cincuenta en Barcelona y pasaba a la tela las imágenes que le rodeaban -continuó Oriol-. Firmaba como Pastis. Era el tiempo en que la cultura francesa era admirada y la anglosajona ignorada. Los burgueses enviaban a sus hijos al Liceo Francés.

«Como mamá y Enric», pensé.

– Lo cierto es que Quimet reunió un grupo de amigos y asiduos en un círculo seudoartístico marginal para oír cantar a Edith Piaf, Montand, Greco y Jacques Brel, bebiendo pastis , mientras discutían sobre las últimas tendencias en la capital del mundo -Oriol sorbió de su vaso, miró a su alrededor antes de clavar su mirada en la mía y confiarme-: Mi padre frecuentaba este bar.

Le mantuve la mirada, ¿tenía Oriol los ojos húmedos? La pequeñez del local me dio excusa para acercarme un poquito más a ese chico tímido e introvertido que había evolucionado a hombre hermoso pero ambiguo. ¿Le amaba yo aún? ¿Sentiría él algo por mí? ¿Lo había sentido alguna vez?

Estábamos callados mirándonos el uno al otro, con esas baladas antiguas de chansonnier ronroneando palabras de amor en una penumbra, que a mí, a pesar de la media docena de parroquianos que casi llenaban el lugar, se me antojaba íntima.

Y me pareció notar que él se acercaba, que nuestros labios se deseaban, y añoré el sabor de su boca. Me vi reflejada en sus pupilas. Una niña de trece años anhelando su primer beso de amor en una tormenta de septiembre. Una mujer insensata que fantaseaba con reconstruir un romance que la distancia y el tiempo habían arruinado. Algo que pudo ser pero que sólo existió en el mundo paralelo de mis sueños. Y me acerqué unos milímetros más; mi corazón latía alocado.

– Fue él quien me trajo aquí.

– ¿Quién? -pregunté estúpidamente. Era como si despertara de pronto, otra vez sin saber dónde me hallaba, como ocurrió en las atarazanas momentos antes. Sólo que ahora el responsable del encanto no era el anillo, sino él.

– Mi padre, Enric -repuso.

Oriol continuaba allí, muy cerca, pero se había roto el hechizo. ¿Lo hizo adrede? ¿Sintió temor al beso que nos prometíamos con la mirada? ¿No se atrevió? ¿Era homosexual como decían? Repasé con la vista las cuatro estrechas paredes para disimular mi azoramiento.

– Él fue quien me relató la leyenda. Si lees los artículos de periódico que cuelgan de estos muros verás que parecen historias distintas, pero para mí la única, la buena, es la de Enric.

– Cuéntame.

– Quimet era un tipo brillante, con carisma, atraía a la gente y aquí se reunía un grupo fiel de clientes y amigos. Pero nadie habla hoy de su lado oscuro.

– ¿Un lado oscuro?

– Sí. Fuera de pintar, charlar, beber, boxear y fumar no hacía mucho más. Bueno aparte de…

– ¿De qué?

– De darle unas palizas de escándalo a Carme cuando se emborrachaba -y me señaló un marquito tras la barra: -Mira, en esa foto están los dos.

Contemplé horrorizada la foto de un blanco y negro amarillentos desde donde un hombre peinado hacia atrás y una mujer, guapa, de hermosa melena al estilo de los años cincuenta y vistiendo un delantal blanco inmaculado, miraban sonrientes.

– ¿Pero cómo se lo consentía?

– Porque le amaba.

– Eso no es excusa.

– Ella lo mantuvo en París y continuó trabajando para él aquí en Barcelona.

– ¿Por qué aguantaba ella que encima de vaguear el tipo ese la agrediera?

– Porque le amaba.

– Eso no justifica nada…

– Estaba enfermo. Y un mal día Quimet murió, vete a saber si de borrachera, cirrosis o sífilis -me interrumpió-. Y fue entonces cuando este lugar y el amor de Carme se hicieron leyenda.

– ¿Por qué?

– Carme decidió dejar todo tal como estaba en vida de Quimet. Fíjate en las botellas de los anaqueles.

– Están cubiertas de mugre.

– Las paredes no se repintaron, la música siguió siendo la de siempre y cuando a Carme, que despachaba detrás del mostrador y de su blanquísimo delantal almidonado, le pedías cualquier cosa que no fuera un pastis ponía mala cara y murmuraba por lo bajo. Ya al entrar ella te recibía con una sonrisa, mientras fregaba la barra con un trapo, y te proponía: «¿Qué? ¿Un pastiset ?», como si fuera el tributo obligado a la memoria de su santo. A mí, al ser niño, me permitía los refrescos.

»Al principio se echó en falta al pintor e incluso uno de sus amigos, del movimiento de la nova cançó , le dedicó una trova grabada en disco:

»"Quimet del bar Pastis ja no et veurem mai mes…" [1] y continuaba diciendo… "pero hi ha un fet que no es enten: cada vegada hi ve mes gent". [2]

»La leyenda del bar Pastis como monumento del amor de Carme por Quimet había superado al pintor del hígado reventado. Y Carme, que a pesar de lo soportado por su amor era una señora de armas tomar, cuidó siempre de mantener un buen ambiente, echando sin contemplaciones del bar a los indeseables. Cuando, a principios de los ochenta, ella se jubiló, el Pastis conservaba su popularidad y sus continuadores han procurado mantener el espíritu.

Oriol dio un trago a su pastis y otra vez me miró. Una leve sonrisa bailaba en sus labios.

– ¿Serías capaz de amar tanto, Cristina?

Pensé unos momentos antes de afirmar.

– Yo creo en el amor.

– ¿Quieres así a tu novio? ¿Como Carme a Quimet? -me sentí incómoda de que metiera a mi novio en eso. Y respondiéndome a mí misma pensé que siendo honrada la respuesta era no.

– No sé, esto es exagerar -murmuré.

– Yo no conocí a Quimet, pero cuando a Carme le preguntabas por él te decía que era un artista; su mirada iba al pasado, una sonrisa acudía a sus labios y sonaba admiración en sus palabras. ¿Llegarías tú a apreciar tanto a un hombre? ¿Como para sostenerle con tu trabajo, cuidarle en su enfermedad y encima soportar maltratos?

– ¡No! -me escandalicé.

Oriol sonrió. Se le veía satisfecho.

– ¿Ves? -dijo con aire triunfal-. Hay formas distintas de vivir. Hay formas distintas de amar. Hay quien es capaz del sacrificio por el ser querido. Hay quien da la propia vida.

Me quedé pensativa. ¿Qué pretendía decirme Oriol? ¿Se refería a su padre? ¿Hablaba de sí mismo? ¿De ambos?

Al salir del bar caminamos hacia las Ramblas, dejé mi mano izquierda caída, cerca de la suya, quizá con la ingenua esperanza de que se rozaran, o que finalmente ambas se unieran como cuando a veces andábamos en la playa de pequeños.

No había advertido la presencia de esa muchacha que apareciendo por atrás detuvo a Oriol sujetándolo del brazo.

– ¡Hola, cariño! -dijo con su extraña voz.

Oriol se volvió y no pude ver su expresión.

– ¡Hola, Susi! -respondió él.

Susi vestía falda corta de cuero rojo y medias negras. Era una muchacha alta y guapa que abusaba del maquillaje y se excedía con los tacones de aguja.

– Cuánto tiempo sin verte, Oriol, cariño.



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