Cuando se cerró la puerta a mis espaldas creí encontrarme en otro lugar y otro tiempo. Serían figuraciones mías, pero percibía una vibración extraña en mi anillo de rubí. La luz de esa noche iluminada me permitió encontrar, sin tener que usar linterna, la puerta que separaba el patio del edificio bancario y el de la iglesia. El murete era bajo y no ocultaba las paredes del templo, y allí, en el contrafuerte de piedra, me pareció ver en la penumbra un relieve esculpido que me sobresaltó. Lo iluminé justo un instante; era una cruz. Estaba gastada por el tiempo y tenía doble travesaño, era idéntica a la que había visto en la del báculo del Cristo resucitado saliendo del Santo Sepulcro en la tabla de Luis… Pero entonces, aún no sé por qué, al apagar la luz, miré hacia arriba y vi recortándose contra el cielo estrellado otra cruz de piedra, coronando un tejado. Ésa era igual que la de mi anillo; lo miré, y éste respondió a la linterna con un brillo rojo. Se me antojó un semáforo advirtiendo peligro. Me estremecí mientras pensaba que las coincidencias eran demasiadas y entonces noté un movimiento en el patio. ¡Allí había alguien! Mi corazón se aceleró, mientras mi espalda buscaba protección en el muro y mi mano se aferraba a la linterna. Lancé un destello en aquella dirección y unos ojos brillaron como faros.
– Un gato -me dije-, un gato de mierda, que casi me mata del susto.
No soy ni supersticiosa ni miedosa, pero hubiera jurado que el maldito gato era negro y recordé las historias de brujas transformándose en negros mininos. ¿Qué diablos estaría yo haciendo la noche de las brujas a punto de entrar en una iglesia cementerio, llena de lunáticos creyéndose templarios y que practicaban ocultismo? Me puse la mano en el pecho para frenar un poco mi corazón desbocado. Respiré hondo y cuando sentí que recuperaba el control puse la llave, un pedazo de metal tan enorme que parecía un martillo, en la cerradura. Me costó girarla y también abrir el portón. El chirrido de los goznes me hizo pegar un salto. Era escandaloso y denotaba un acceso en desuso.
– ¡Maldita sea! -me reproché-. Aún no he entrado y ya estoy de los nervios.
Ponderé la posibilidad de volver a la calle pero me di cuenta que temía más enfrentarme a la sonrisa cínica del guapo Artur que a todos los templarios vestidos con túnicas y capirote a lo Ku Klux Klan, tal como los imaginaba entonces, y que se suponía habitaban el edificio. Además mi curiosidad se había excitado a tal nivel que jamás me hubiera perdonado una huida. Por lo tanto sólo quedaba un camino que andar.
¿De dónde sacaría las llaves Artur? Recordé lo que dijo sobre cómo compraba a la gente.
Decidí dejar la puerta entornada. En parte para evitar más ruido y también porque no quería trabas si tocaba salir corriendo. Me encontré en un patio estrecho donde se amontonaban piedras esculpidas, quizá restos de algún edificio antiguo. Había otra puerta, tenía la parte superior acristalada y protegida con barrotes. Era mucho más moderna que la anterior y se abrió sin dificultad con una llave pequeña. Allí estaba el despacho indicado en el mapa y seguí por una gran sala con muebles pegados a las paredes y que supuse eran para guardar los objetos de culto. Era la sacristía. Otra puerta, y me encontré ya en una capilla que según mi plano sería la del Santísimo. Despacio, usando la linterna sólo unos segundos para orientarme anduve hasta lo que debía de ser uno de los brazos de la nave transversal, a mi izquierda había una estructura de madera que según mi mapa indicaba el vestíbulo del acceso desde la plaza Ramón Amadeu, y girando a la derecha llegué al crucero. Allí permanecí unos momentos en la oscuridad para percibir el interior de la iglesia. No había luz alguna fuera de una llama que marcaba la posición del altar mayor a mi derecha, en el presbiterio. Me orienté con facilidad. En dirección contraria, a mi izquierda, estaba el mayor espacio del templo, la nave central, y al fondo de ésta, en la base de la cruz que forma la planta del edificio, la salida al claustro. Allí, a la derecha, se suponía que se encontraba la capilla donde se reunían los templarios. Me pareció que se apreciaba en la zona una cierta iluminación y que se oían murmullos. No había duda: allí había alguien.
Lancé un destello a través de la nave para ver la colocación de los bancos y orientar mis pasos. Después fui avanzando en la oscuridad vigilando no tropezar y al llegar al final vi el origen de la luz. A mi derecha, al fondo de un corto pasillo, había una puerta de madera redondeada por arriba en arco, formando una cruz en su centro, dejando entre los lados de la cruz y el borde de la puerta cuatro zonas de cristal velado, pero traslúcido, protegido por unas artísticas espirales de hierro trabajado. Las voces venían de allí, era la sala capitular. Se celebraba misa, pero no podía entender lo que se decía. Pegué la oreja a la puerta esforzándome. No hablaban ni catalán ni castellano, y concluí que forzosamente sería latín. Deseaba espiarlos y pensé que de abrir esa puerta, iba a aparecer por un lateral del oratorio, cerca del altar, y que de inmediato, toda la concurrencia me vería. La idea me pareció poco atractiva así que decidí observarles, sin ser vista, por la entrada del claustro, a la que suponía estarían de espaldas. Regresé al cuerpo principal de la iglesia, encontrándome con el pequeño vestíbulo de madera que comunica el templo con el claustro. Ninguna de las puertas estaba cerrada con llave, crucé sin problemas hasta el patio y vi a través del jardín central las luminarias de la urbe reflejadas en el cielo y el resplandor de un cohete contra el perfil de una palmera y un naranjo; me recordó en qué noche estábamos. Se podían distinguir, sin usar linterna, las sombras, más densas, de las finas columnas que levantando arcos góticos limitaban el claustro. Vi a mi derecha la puerta entornada de la sala capitular, con dos ventanales ojivales a cada lado; estaban vidriados y mostraban múltiples colores de luz tenue. Me encaminé hacia esa entrada y fue entonces cuando percibí un movimiento en la oscuridad a mis espaldas. Mi primer instinto me hizo arrimarme contra la pared. El corazón se me había acelerado de nuevo. ¿Otro gato? Lancé un haz de luz hacia aquella dirección y no vi nada; me acerqué a las columnas que rodean el claustro, iluminando el pasillo lateral derecho, y tampoco vi nada. Giré para revisar el otro lado, cuando por el rabillo del ojo creí ver, a través de la vegetación, una sombra que buscaba refugio detrás de los pilares en el lado opuesto del patio. ¡Allí había alguien! Mi corazón andaba acelerado y me di cuenta de que estaba muerta de miedo. ¿Qué diablos hacía yo en aquella iglesia cementerio a medianoche de San Juan? Maldije el estúpido orgullo que me había llevado a aquel lugar en aquel momento. Decidí no encender mi linterna, ocultándome así de quien quiera que fuese el espectro, y me desplacé buscando escondite tras las columnas. ¡La sombra se movió a la par! «¿Quién me mandaba meterme en esto?», me dije. Avancé varias columnas más y aquello me siguió en paralelo. Estuve a punto de ponerme a correr, y lo hubiera hecho de saber hacia dónde. Así que me quedé quieta observando con ojos abiertos como platos la oscuridad del lado en que había percibido el último movimiento y con el corazón en la garganta intenté respirar hondo y calmarme. Hubiera dado cualquier cosa por estar en otro sitio en aquel instante, tanto que decidí entrar en el oratorio. ¿Qué importaba si me descubrían? En realidad, eso era precisamente lo que desde un principio debí hacer, ir de cara y preguntarles a Alicia y Oriol si era verdad lo de su secta neotemplaria.
Me acerqué con cuidado hacia la puerta entornada y entreabrí unos centímetros para observar el interior. Un grupo de personas vestidas con capas blancas y grises estaban de espaldas a mí, mirando hacia el altar. No me dio tiempo de ver más. Alguien me agarraba por la espalda y sentí el pinchazo frío de la hoja de un cuchillo en mi cuello. Oí el golpe de mi linterna chocando con el suelo y en terror silencioso forcejeé para ver la cara de mi asaltante.
¡Dios! Casi me muero. ¡Esa expresión de loco furioso! Esa barba blanca rala. ¡Era el hombre del aeropuerto! Sí, ese que me seguía.
No es propio de mí levantar demasiado la voz, pero esa vez me salió un alarido de terror, desgarrado, agudo, vergonzante… no recuerdo jamás en mi vida haber chillado de tal forma.
Todos se giraron sobresaltados y el hombre ese, con su daga en mi garganta, me empujó al interior de la capilla. Me cuesta imaginar que alguien pueda presentarse a un grupo de personas de forma más espectacular, pero, para ser sincera, en aquel momento tenía yo otras preocupaciones y poco me importaba hacer el ridículo. Nos quedamos unos segundos, como si se tratara de una imagen congelada de película, mirándonos yo a ellos y ellos a mí.
Al final, desde el fondo, Alicia, que vestía una capa blanca luciendo la misma cruz de dobles brazos, en rojo, que yo había visto esculpida en la piedra, habló.
– Bienvenida, Cristina -sonreía-. Te esperábamos -y se dirigió al hombre-: Gracias por su diligencia, fray Arnau. Puede usted soltar a la señorita.
Vino hacia mí y me besó en ambas mejillas.
– Hermanos -dijo dirigiéndose al grupo de unas cincuenta personas que llenaba la capilla-, les presento a Cristina Wilson, la portadora del anillo del maestre y miembro de pleno derecho de nuestra orden.
Algunos hicieron un gesto con la cabeza de saludo. Me fijé en que todos tenían la cruz roja de doble travesaño sobre el hombro derecho. Vi a Oriol, que vestía, al igual que el resto de los hombres, bajo su capa blanca, traje y corbata. Sonreía divertido. También pude reconocer al viejo librero cascarrabias de Del Grial que, ceñudo, me miraba con cara de pocos amigos y a Marimón, el vivaracho notario, sonriendo paternal.
– Bueno -añadió Alicia-. Será admitida en esta comunidad si ella así lo desea y sigue nuestros ritos de iniciación.
– Encantada de conocerles. Lamento haber interrumpido -balbucí cual estudiante que se equivoca de aula en la universidad-. Sigan, por favor.
Alicia me tomó bajo su protección y me condujo al primer banco, donde ella se sentaba, hizo un gesto al sacerdote, y éste continuó la misa en latín. Arnau, iba yo pensando, Arnau d'Estopinyá. Desde que Artur me contó la historia lo sospechaba, pero ahora ya era seguro. El hombre del aeropuerto y el ex fraile, que se creía Arnau d'Estopinyá, eran el mismo loco.