– ¿Quieres ver la tabla que te mencioné? -me invitó Oriol-. Esa pintura falsa de una Virgen con anillo.
Yo me había levantado bastante espesa, por suerte había café preparado en la cocina, y en el proceso de servirme una taza apareció él. Aquella mañana no tenía clases en la universidad y estaba muy agradable. Yo acepté encantada, aunque primero conseguí que me acompañara en el desayuno.
– A la Virgen no se le va a caer el anillo por esperar un poco -dije remedando la expresión popular. Él rió discreto y yo pensé que aquello había sido más listo que gracioso.
La casa tiene una amplia buhardilla que sirve de trastero donde guardan cachivaches varios sobre los que el tiempo ha posado una capa de polvo. Son muebles y objetos viejos pertenecientes a los Bonaplata, algunos por varias generaciones. Rebuscó entre unas pinturas sin marco que se apoyaban sobre su base en un rincón y extrajo una pequeña.
– Ésta es -afirmó y yo me quedé mirándola boquiabierta.
– Oriol -le dije cuando me repuse de la impresión-. ¡Esta tabla es idéntica a la mía!
– ¿Qué? ¿Como la tuya? -preguntó asombrado-. ¿Estás segura?
– Segurísima -él se llevó la mano a la barbilla en gesto pensativo y yo levanté la tabla para revisarla. El peso era semejante pero ésta tenía mayor grosor y los agujeros de carcoma en los lados parecían pintados.
– Es una copia -afirmó Oriol-. La he revisado varias veces atraído por el misterioso anillo que luce la Virgen y comprobé que, aunque a primera vista parece buena, es una falsificación moderna. Pero el anillo no es lo único extraño del cuadro.
– ¿Qué otra cosa es extraña?
– La colocación del Niño. En las tallas, estatuas y cuadros de la época aparece casi siempre sentado en el lado izquierdo de la Virgen, al menos en las representaciones del tiempo y zona en que está localizada la pintura. Unos años después los artistas empezaron a romper la monotonía de la composición y el Niño aparece jugueteando, con pájaros, incluso con la corona de la Virgen, en algún caso en que se la representa como reina. Pero casi siempre sobre el lado izquierdo, muy pocas veces en el derecho.
Me quedé en silencio pensando. Jamás se me hubiera ocurrido que se pudieran encontrar tantas rarezas en una pintura. Se supone que el artista es libre. ¿No?
– Es sorprendente -dijo con la mirada puesta en la Madona.
– ¿Qué es sorprendente? -pregunté, dispuesta a maravillarme por cosas que jamás antes hubiera pensado que fueran motivo de asombro.
– Que Enric tuviera una copia falsa. Debió de encargarla antes de enviarte a ti el original.
– Pero ¿por qué querría una imitación? ¿Tanto le gustaba esa pintura? -apoyé la tabla sobre un vetusto tocador y puse mi anillo al lado del de la Virgen. Sólo les diferenciaba el tamaño, por lo demás eran idénticos-. Y si tanto le gustaba, por qué no la colgó en alguna de las muchas habitaciones de la casa. ¿Por qué la escondió?
– A mí siempre me ha atraído lo antiguo -dijo Oriol sin responder a mi pregunta; quizá ni siquiera la había escuchado. Parecía ensimismado en sus propios pensamientos, en los enigmas que la tabla contenía-. Y de pequeño me encantaba subir a este lugar, llenarme de polvo, remover cosas; me conocía cada bártulo de memoria. Son trastos de la familia que mi padre hubiera podido vender en su tienda, pero jamás quiso hacerlo. Y ahora recuerdo algo sobre la tabla a lo que antes no di importancia pero que quizá sea significativo.
– ¿Qué es?
– La descubrí, aquí, justo en la época de la defunción de mi padre. Antes no estaba. La recuerdo perfectamente, aquí, arrumbada junto a las otras pinturas, pero sin polvo.
– ¿Crees que está relacionada con su muerte?
– Mi madre me contó la historia de las tablas, de una posible segunda herencia y de un tesoro, pero nunca pensé que esta pintura pudiera tener algo que ver con todo ello -hizo una pausa como para aclarar ideas y luego puso su mirada azul en mis ojos-, pero son demasiadas las coincidencias y cada vez tengo mayor certeza de que todo está ligado: la tabla, el anillo, el tesoro y su muerte.
Vi que Oriol deseaba hablar y le propuse tomar otro café, ahora en la mesa del jardín, allí, a la sombra de los árboles, rodeados de setos y rosales en flor.
– ¿Por qué se mató? -sólo sentarnos le disparé la pregunta a bocajarro.
– Aún no lo sé -su mirada se perdió hacia la ciudad que, entre unos cipreses, se vislumbraba en el horizonte oeste, por debajo de la línea azul del mar. Yo notaba que esa pregunta se la había hecho él antes, infinidad de veces, y que aún le hería-. Mi madre me contó que tenía problemas con rivales de negocio, miembros de una mafia internacional de tráfico de obras de arte antiguas. A veces quiero creer que no se suicidó, que lo asesinaron. Sufro cuando pienso que escogió la alternativa de abandonar su lucha, de irse, de dejarme -sus ojos se nublaron con unas lágrimas que no llegaron a caer-. Estoy seguro de que cualquier problema hubiera tenido una solución mejor que descerrajarse un tiro en el paladar. Aquello creó un gran vacío en mi vida, aún lo siento, aún me duele.
– Lo lamento -y guardé silencio en respeto a su aflicción.
– Dicen que mató a cuatro de esos mafiosos -comentó al rato-. Pero jamás se ha podido probar.
– ¿Crees que lo hizo él?
– Sí.
– ¿Pero por qué? ¿Por qué alguien tan amable cometería esos crímenes?
– Sólo te puedo contar lo que mi madre me dijo. Disputaban por las tablas, sospechaban que escondían un mensaje, la clave de algo mucho más grande: el tesoro del Temple. Los escritos de Arnau d'Estopinyá, ya sean traducción de otros más antiguos o transcripción de la tradición oral, lo confirman. Y es verdad que allí hay un mensaje, aunque incompleto, o incomprensible para nosotros, oculto bajo la pintura. Seguro que esos traficantes sabían de su existencia, quisieron comprarle las tablas a mi padre, él se negó y recurrieron a la intimidación. Mi padre tenía un socio, o amigo -aquí Oriol hizo una pausa significativa-, quizá fuera su amante. Los otros le dieron una paliza, imagino que trataban de asustar a Enric, pero lo cierto es que a propósito o por accidente lo asesinaron. Mi madre dice que entonces fue cuando empezaron esas llamadas telefónicas en plena noche. Amenazaban. Pero no sólo a él, también a nosotros.
– Y tu padre los mató.
– Eso parece. No quiso darles las tablas. Tampoco sé si quería proteger a su familia o vengar a su amigo. ¿Has oído hablar de Epaminondas?
– ¿Paperas? -bromeé intentando quitar dramatismo a la conversación. El nombre me sonaba a héroe griego pero no sabía mucho más.
– Epaminondas, el príncipe tebano -repuso con una sonrisa.
Agarré mi taza de café e hice gesto de prestar atención a lo que iba a contar.
– Esa historia y su protagonista obsesionaban a mi padre, era su paradigma, me la contó múltiples veces. Epaminondas fue un caudillo militar excepcional que se distinguió, además, por su gran cultura; estaba siempre rodeado de filósofos, poetas, músicos y científicos. Eso le hacía mucho más admirable a ojos de mi padre. En el siglo IV a. C. Esparta dominaba Grecia, sus guerreros estaban reputados como los mejores de la antigüedad, ni Atenas, ni ninguna de las otras ciudades estado se atrevía a hacerles frente. Pero Tebas se rebeló y cuando el poderoso ejército espartano, muy superior caía sobre la ciudad, Epaminondas y su falange sagrada los batió una vez tras otra.
– ¿Qué es eso de la falange sagrada?
– La falange sagrada era el núcleo central del ejército tebano, un cuerpo de élite de unos trescientos jóvenes de la nobleza que agrupados de a dos juraban morir antes de abandonar a su pareja. Y era esa lucha desesperada por el amigo, esa pasión extrema, lo que les hacía invencibles.
– ¡Ah! -exclamé. Aquello me aclaraba algo más, sabía que en los estándares morales de la antigua Grecia se admitía la homo y la bisexualidad en los varones.
– Lo mismo ocurrió entre los caballeros templarios. Cuando la situación era límite, cuando eran superados en número, luchaban en parejas y nunca abandonaban al compañero. Ni vivo ni muerto. Los templarios no se rendían. Uno de los sellos del temple lo aclara: se ven dos guerreros cabalgando sobre el mismo corcel. Esa imagen no respondía a la realidad, era un símbolo. Los templarios no andaban escasos de equinos, cada caballero, según reglamento de la orden, disponía de dos buenos caballos… El sello era el símbolo de la pareja juramentada.
– Así que tú crees que en realidad Enric no mató en defensa de la familia, no lo hizo por ti, sino por vengar a su amigo -quise concluir el pensamiento que Oriol estaba dibujando-, que había hecho una promesa a su pareja como los de la falange sagrada, como los templarios del sello.
No respondió, dejando que su mirada se perdiera, de nuevo, más allá de los cipreses, hacia el mar. Yo lancé la mía en la misma dirección y mis ojos se llenaron de la luz de aquella mañana diáfana y de un Mediterráneo azul brillante al fondo. Tomé un sorbo de mi café, ya frío, y me quedé contemplando al muchacho que adoraba cuando niña. Al fin su mirada, brillante por lágrimas contenidas, buscó la mía y era tan intensa que sentí como un cosquilleo en la nuca. Entonces, haciendo un gesto que Luis hubiera descrito como amanerado, dijo:
– ¿No es hermoso?
– ¿El qué?
– Amar tanto a alguien como para dar la vida.