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El timonel intentaba corregir el rumbo, los chillidos de los abrasados hacían estremecer; pero aquél no era momento para miedo o compasión.

– ¡Echad hojarasca a la cocina! -ordené.

No era la primera vez que usábamos la estratagema. Mientras los cómitres y soldados trataban de apagar el fuego con cubos de agua, los marinos subieron de la bodega unos sacos con hojarasca y brea que lanzaron al fogón, que situado al aire libre, en el banco veintitrés donde no había remeros, se mantenía en brasas. Al poco una columna de humo negro se levantó sobre la nave.

– ¡Detened la boga! -grité-. ¡Remos al agua!

La orden se transmitió por la crujía y la nave se detuvo, desviada de su persecución y balanceándose. El fuego ya se estaba controlando cuando el vigía gritó que los sarracenos reducían su remadura y su nave viraba. Por un momento los trazos de humo de sus proyectiles se detuvieron y, al hacernos frente, reanudaron sus disparos, ahora desde la arrumbada, en proa. Nuestros cómitres quitaron con rapidez las cadenas a heridos y moribundos de la sala de boga y remeros voluntarios, los llamados bonaboglies , que no precisaban grilletes, ocuparon sus lugares. Nuestra galera, cubierta de una espesa humareda que los marinos se encargaban de alimentar, parecía herida de muerte, pero en realidad estaba lista para combatir.

La nave enemiga venía hacia nuestro estribor, lanzándonos fuego y flechas; querían aprovechar la confusión para dañarnos. Nunca se hubieran atrevido a abordar una galera como Na Santa Coloma de no estar su tripulación disminuida. Mi gente se movía entre el humo como si algo realmente grave ocurriera y los dardos moriscos alcanzaban ya al maderamen y a los galeotes de los primeros bancos, que empezaron a gritar.

Estábamos a unos doscientos metros cuando ordené:

– ¡Disparad saetas! ¡Passa boga!

Las órdenes corrieron hacia proa, el tambor empezó a sonar, también los latigazos y lamentos. Una nube de flechas voló hacia nuestro enemigo y al poco se oyeron gritos de la otra galera que aumentaron cuando tuvimos la fortuna de dar con una de nuestras piedras en su cubierta.

No se apercibieron los sarracenos del engaño hasta que, saltando nuestra nave hacia delante, el humo del fogón, que se había dejado de alimentar, empezó a quedar atrás. Entonces cometieron su segundo yerro. Queriendo evitar el choque viraron a su babor para esquivarnos, pero gracias a la fuerza de nuestros remeros, que habían descansado mientras los suyos bogaban, y nuestra mayor potencia, logramos que el espolón, haciendo saltar tablas y astillas, se hundiera en su costado de estribor, cerca de la carroza. Mientras, nuestros ballesteros, intentando no dar a sus galeotes, seguramente esclavos cristianos, tuvieron tiempo de lanzar una segunda saeta, ahora más certera al ser corta la distancia, sobre guerreros y oficiales.

Al grito de abordaje, los nuestros, expertos en esas lides, corrieron por el espolón gritando «Por Cristo y la Virgen» y saltaron con facilidad sobre la otra nave. A pesar de las bajas por flechas o sablazos moros, olvidándonos de la soldadesca, amontonada en su mayoría en proa, atacamos feroces la carroza en popa, donde en unos instantes los oficiales y guardias fueron degollados. Cuando todos los nuestros estuvieron a bordo y empezaron a avanzar por la crujía hacia la proa, entre los bancos de sus galeotes que nos aclamaban, supe que habíamos vencido.

Mi pecho, henchido de júbilo, orgulloso, soltó un grito de victoria.

Entonces me di cuenta de que estaba de nuevo en el museo, habrían pasado sólo segundos; Oriol hablaba:

– … el tipo de nave de alta borda como las carabelas de Colón, también se usaba en tiempos de Arnau. Pero eran buques de carga y comercio. Sólo navegaban a vela y su casco más profundo permitía transportar grandes pesos. El antecedente más obvio era la llamada coca, la urca, la carabella y toda la familia de naves menores apellidadas «fustas», y en cuanto a galeras podemos encontrar más de doce tipos distintos, desde uxers a sagenas, rampís, londrós…

Me agarré a la barandilla y sentándome en el suelo me puse la mano en el pecho. Mi corazón batía acelerado, me faltaba el aire.

– ¿Qué te pasa? -dijo Oriol interrumpiendo su disertación, alarmado.

– Ha vuelto a ocurrir -murmuré al recuperar el aliento-. Ese anillo.

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