Y refunfuñando algo semejante a «cómo se le ocurrió a ese Bonaplata… otra mujer…» se volvió hacia su madriguera, que yo imaginaba un laberinto de papel antiguo que él roía cuando estaba hambriento y que a juzgar por su aspecto y humor no era capaz de digerir adecuadamente.
El chico se encogió de hombros como queriéndose excusar por el mal genio del abuelo y yo me giré para ver a Luis, que levantó una ceja diciendo sin hablar: ¿qué va a pasar ahora?
De repente mi corazón dio un vuelco. Luis estaba de espaldas a la puerta y en el momento de mirarlo vi a alguien que desde el exterior observaba a través de los cristales. ¡Era el tipo del aeropuerto! El del hotel, el que acababa de ver en el claustro de la catedral. Me estremecí.
El hombre sostuvo mi mirada un instante y desapareció. «¡Esto ya no es casualidad!» Me dije. Al notar mi sobresalto Luis se volvió hacia la puerta, pero ya era tarde.
– ¿Qué pasa? -quiso saber.
– Acabo de ver a ese hombre, el de la catedral -susurré.
– ¿Qué hombre? -y recordé que no le había dicho nada.
– Aquí está -el viejo apareció con un legajo de papeles sin darme ocasión a responder a mi compañero. Estaba atado con cintas y éstas precintadas con laca roja. El amarillento cartapacio exterior mostraba unas letras escritas a pluma que no fui capaz de descifrar. El hombre puso el paquete en mis manos y bufó de nuevo mirando a Luis en busca de solidaridad.
– ¡Otra mujer! -repitió.
Estuve tentada de afearle al viejo su misoginia. Pero no lo hice; tenía lo que había ido a buscar y la aparición del hombre de la barba blanca me preocupaba. Así que le pasé el montón de papeles a Luis y le di las gracias al refunfuñón librero para ir de inmediato hacia la puerta. Saqué medio cuerpo afuera mirando cauta. No, ese hombre no estaba. Un par de señoras de edad se desplazaban por el callejón pero no había ni rastro de aquel personaje siniestro.
Pero yo sentía miedo, inquietud; presentía algo.