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Los demás continuaban mirándome.

– Bonito misterio, ¿no es cierto? -dije sonriendo a la fuerza; intentaba ser positiva. Y les observé uno a uno. Mike me devolvió una ancha sonrisa; estaba encantado. Daddy hizo un mohín gracioso, como diciendo qué embrollo, pero mi madre estaba muy seria. Parecía atemorizada.

Continúa ocultándome algo, me dije, y ese anillo la preocupa. Más aún: la asusta.

Ya nos íbamos cuando, de pronto, me acordé de la tabla.

– ¿Te has fijado en esa pintura? -le dije a Mike.

Siempre estuvo colgada en una de las paredes del comedor, nunca llamó la atención de Mike en sus anteriores visitas y yo jamás se la había mostrado. Nos acercamos para verla. Es un cuadro pequeño, de unos treinta centímetros de lado por cuarenta de altura, pintado al temple sobre un madero que se ve carcomido por los lados no cubiertos de escayola y que sin duda ha sido tratado de alguna forma para eliminar la plaga y evitar que se desmorone. Sin embargo, la superficie pintada se conserva casi intacta.

Representa una Madona sentada con el niño en su regazo. La Virgen se cubre con una toca y mira de frente en posición majestuosa e inmóvil; su rostro es dulce, pero serio, y un hermoso halo dorado, con dibujos florales grabados en él, rodea su cabeza. Sujeta al infante, quizá ya de dos años, que se encuentra algo inclinado, sentado sobre la pierna derecha de su madre, bendiciendo al espectador. El Niño luce una aureola más pequeña, menos elaborada, y tiene una leve sonrisa en los labios.

Siempre me ha sorprendido ese contraste de lo estático de ella con el movimiento del pequeño. No lo sabía entonces pero el Niño, nueva generación, posee ese impulso del gótico frente a la quietud de la madre, que continúa teniendo algo de románica.

En la parte superior de la tabla hay dos arcos ojivales, superpuestos, formados por unos pequeños relieves, dorados igual que el fondo de la pintura, que parecen encerrar las imágenes dentro de una capilla antigua. Es otra vez el gótico que, aunque tarde en la pintura comparado con la arquitectura, se impone en la tabla. Y en la parte inferior, a los pies de la Virgen aparece una inscripción latina: Mater.

Bueno, antes dije que el cuadro siempre estuvo ahí y no es verdad del todo. Pero casi. Llegamos a Nueva York en enero de 1988. Estuvimos viviendo en un hotel unos meses hasta que mis padres encontraron esta casa, así que tras hacerle unas reformas nos mudamos en marzo. Pues bien, el lunes de Pascua, puntual, me llegó la tabla como regalo de mi padrino. Y como aún faltaban cuadros que colgar, le asignamos lugar de inmediato. Yo esperaba el regalo de Enric. Jamás había faltado a su obligación, pero claro, a tanta distancia no me podía enviar la mona de Pascua como siempre había hecho. En su lugar me envió aquella hermosa pintura.

A las pocas semanas recibía la noticia de su muerte.

Para mí fue trágico y entiendo que mis padres me engañaran ocultándome lo del suicidio. Yo adoraba a Enric.

– Es un cuadro bonito -comentó Mike sacándome de mis pensamientos-. Parece muy antiguo.

– Me lo regaló Enric, muy poco antes de morir.

– ¿Te has fijado? -dijo él-. La Virgen luce tu anillo.

– ¿Qué?- y miré hacia la mano izquierda de la Virgen, la que sostenía al infante. En efecto, allí había pintado, en el dedo corazón, un anillo. Tenía una piedra roja. ¡Era mi anillo!

Por unos segundos sentí que me aturdía, que me daba un vahído.

Un presentimiento terrible me golpeó casi físicamente.

– ¡Dios mío! -me dije-. Todo está relacionado. El anillo, la tabla y el suicidio de Enric.

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