Otra vez lo agredía Inglaterra. Sus patentes estaban en orden. El alambicado gobernador de Bridge Town le contó que el 23 de abril de 1816 los almirantes de Su Graciosa Majestad habían resuelto mantener estricta neutralidad entre España y sus provincias disidentes. No existía una sola queja por tropelías que hubiese cometido en las Antillas ni en ningún otro mar, ni que hubiese violado el reglamento del Corso. ¿Con qué derecho lo avasallaban? ¿El mismo derecho de los gigantes uniformados que carneaban irlandeses, que lo convirtieron en botín de leva?
No se le permite efectuar reclamaciones, ni entrevistas con el gobernador, ni hablar con su edecán ni con el más bajo de sus subalternos. No se le devuelve una sola libra. Comprimen a su tripulación en la bodega donde agonizan enfermos de fiebre amarilla.
Los llevan a la bahía de San Juan, a doce millas de la ciudad, y los abandonan en una aldea que no ofrece asistencia alguna. Es un caserío miserable que se extiende junto a una playa caliente, sucia, manchada con brea derramada y maderas podridas. El mar no tiene agua sino aceite grueso. Goletas de cabotaje y urcas de carbón llegan y salen del desvencijado muelle. En las tabernas los marineros se emborrachan, bailan y mueren en brazos de prostitutas resignadas. Sobre las paredes de troncos graban inscripciones obscenas o infantiles o desesperadas. Música, alcohol e insectos devoran a los sobrevivientes. Y también la fiebre amarilla. Mueren tres oficiales.
James Stirling inicia un juicio para legalizar su abuso. Esta vez no perderá su presa. Manda sobornar a varios tripulantes para que formulen cargos contra su jefe. Uno de ellos, encandilado por la recompensa, acepta testimoniar que Brown arrojó al agua a su propio hermano. El proceso irregular termina con la condena de la Hércules , entre otras razones, por haber doblado el Cabo de Hornos sin la licencia de la Honorable Compañía de las Indias Occidentales y por haber violado la neutralidad británica en el conflicto español (!?).
Dicen que en las Barbados se encuentra la sepultura de un nieto de Constantino XI, último emperador de Bizancio, cuyo fantasma aparece de noche trayendo desgracia. Allí mueren varios marineros de la Hércules . Los nativos se niegan a enterrados. Circula la versión de que ellos han traído la fiebre amarilla como consecuencia de su estado calamitoso. Brown, desfalleciente, procura brebajes y pócimas que en algo ayudan. Le arden los ojos, tiene náuseas, diarrea. Cae también enfermo: ahora es el tifus. Cuando se repone, sufre un horrible poli traumatismo con fractura de fémur, hundimiento de costillas y heridas de cadera. La prolongada inmovilización produce escaras que se infectan. La infección deriva en una encefalitis. Brown, antes de perder la lucidez, percibe que es sumergido en aguas profundas donde, paradójicamente, el sol abre su manojo de luz a través de los cocoteros.
Las hojas lanceoladas construyen figuras, cuentan historias. La historia de un niño desamparado, perseguido, hambriento. Un duende maligno se ríe entre los cocos redondos y un cardumen plateado; es siempre el mismo duende: partió de Foxford desatando tempestades, entregándolo a un barco inglés, encerrándolo en dos prisiones, levantando toneladas de agua en los mares australes, perturbándole la inteligencia en las Antillas y succionándole las fuerzas para que se muera ahí, bajo el agua que parece un enramada. De pronto siente que las sierras de un cocodrilo le muerden la cabeza. Se ahoga en el Guayas cenagoso. Lo salva el gobernador español. Y su mujer le moja la cara con agua fría; su mujer está disfrazada de negra. Quiere ver a sus hijos: ella le dice que no hable, que son las pesadillas, que la fiebre, que la sed. Alguno de sus hijos ha muerto. O todos. Está en el infierno, lo sabe por el calor y los dolores. Otra vez el manojo de luz cegadora. ¡Necesito saber! El duende se desternilla de risa, arranca un coco y lo lanza contra su pecho. ¡Qué dolor! El fruto se parte y le moja el cuello, la boca, le entra jugo en la nariz. Necesito una paloma mensajera para mandarle una carta a Elizabeth.
En Buenos Aires Elizabeth también padece la soledad. El Gobierno ha cancelado los sueldos de su marido y las rentas que le quedan son exiguas. Sin parientes, sin amigos, sin noticias de Guillermo, solicita un pasaporte para viajar a Inglaterra, a casa de su familia. El Director Supremo rechaza el pedido; la familia de Brown permanecerá como garantía hasta que él regrese. Pero… ¿y si no regresa? ¿Y si muere? Si muere, el Gobierno incautará todos sus bienes. ¿Cuánto importan sus agotados bienes, ya? En una carta a una amiga, la atribulada mujer le confiesa que "no hallando aquí cómo mantener a mis pobres hijos, me determiné a volver a Inglaterra y arrojarme en los brazos de mis amigos y parientes quienes, estoy cierta, no me dejarán faltar nada y me asistirán en todo (…). Mi marido ausente, dos hermanos más con él y sin saber de su existencia, ni tener a mi lado partido que tomar (…). De este modo, ya ve usted, nada me podía detener aquí hasta saber de él; para el caso de llegar la noticia de su pérdida, yo con mis desgraciados hijos nos veríamos expuestos a las mayores miserias; el Gobierno no tiene derecho ninguno para detenerme, pues (…) sé muy bien del modo que han sido pagados los anteriores servicios de mi marido y ellos no ignoran lo peligroso en sumo grado que es la expedición en que se ha metido".
A principios de enero de 1817 Elizabeth Brown y sus hijos logran esquivar la vigilancia que se ejercía sobre sus desplazamientos y embarcan clandestinamente en la corbeta Amphion , rumbo a Gran Bretaña. Estos siete años vividos junto al Río de la Plata cargan más penas que alegrías.
Guillermo cursa la tormenta de la enfermedad, falto de adecuada asistencia y consuelo. Mientras su esposa navega a Inglaterra ignorando su estado y paradero, él se arrastra por las antesalas de la muerte. No puede valerse de sí mismo para sorber agua o llevarse a la boca un alimento. Terminará en las Antillas, donde pasó su juventud, y el cadáver será alimento de los gallinazas. A mediados de enero de 1917 comienza a sentir uno ligera recuperación. No sabe cómo ni quiénes lo conducen a unos baños termales donde mejora bastante. Poco a poco recupera la lucidez. Convaleciente aún, solicita al gobernador y al juez que posterguen la venta de la Hércules hasta que arriben nuevas instrucciones de Inglaterra. El asunto lo obsesiona e irrita en extremo. Pero sus esfuerzos resultan vanos. Se entera de que la fragata fue etiquetada como presa del día y el cargamento se vende a bajo precio. Brown dirige una nota protestando contra la tasación y las actuaciones, sin obtener respuesta, "tal es la confabulación que existe entre ellos -afirma-. ¡Que Dios tenga misericordia de los infelices que caen en sus garras!" Se las arregla para asistir a la venta. Camina con muletas, no se resigna a perder la nave que es un símbolo de la epopeya naval sudamericana. ¡Qué hermosa estaba la Hércules cuando entorchada de heridas emergió del humo para entrar victoriosa en Montevideo! ¡Cuánta magnificencia tenían los colores de la revolución cuando sus mástiles los tremolaron en el Pacífico!
El teatro de la venta le produce" disgusto y espanto".
"Mi salud necesita muchísimo un cambio de clima".
Su cuerpo, en efecto, está debilitado, agotado, por efecto de las enfermedades, el poli traumatismo, la escasa alimentación, el sufrimiento moral.
Varios meses después consigue embarcar rumbo a Inglaterra. Esta vez lo hace pertrechado de la documentación necesaria para entablar juicio al miserable taimado de James Stirling.
No sabe qué le espera en Londres; en Londres no saben quién acaba de llegar. Frente a la severa casa de ladrillos de los Chitty se detiene un coche tirado por caballos enjaezados con arneses brillantes. Se abre la portezuela y desciende un caballero flaco, ojeroso, de pelo encanecido, que se apoya en un bastón. De la casa, al reconocerlo, surge una bandada de niños y, entre ellos, Elizabeth. Junto a la verja se abrazan y lloran.