SILVIA
La primera y la última, dice el maravilloso poema de Gérard de Nerval a Artemisa… «Et c’ést toujours la seule -ou c’ést le seul moment»… Si todas las mujeres que he querido se resumen en una sola, la única mujer que he querido para siempre las resume a todas las demás. Ellas son las estrellas. Silvia es la galaxia misma. Ella lo contiene todo. La belleza. El placer erótico pero también el simple placer de estar juntos, sentarnos a comer, dormir y despertar, caminar, viajar juntos, compartir amigos, discutir dudas, hacer planes, entender defectos, aceptar errores, amarnos incluso por lo que podría irritarnos o disgustamos en nuestras personalidades y conductas. La alegría de tener hijos. La pena de perderlos. La comunión de la memoria. El respeto de los tiempos. Los diferentes gustos. La complementariedad de profesiones, intelectos, emociones: somos distintos y cada cual le da al otro lo que ya no le falta porque lo mío fluye hacia ella como lo de ella fluye hacia mí. La urdimbre de genealogías, amistades, ciudades preferidas, la minucia esplendorosa de comidas, restoranes, nuestra común afición por el cine, el teatro, la ópera. Todo lo que nos une, incluso lo que podría separamos, convertido en punto de encuentro, interrogación y al cabo alianza. Somos muy distintos físicamente. Ella es delicada, dueña chica, rubia y con unos ojos sensuales que cambian del azul al verde y al gris con las horas. Su aspecto es europeo, pero su piel es mate, con un bello fulgor oriental. Su gusto por la ropa es extremo y me deleita. La quiero porque yo soy el hombre más puntual de la tierra y ella, puntualmente, siempre llega tarde. Es parte de su encanto. Hacerse esperar. Los europeos del siglo XVII esperaban que la muerte les llegase de España, para que llegara tarde. No, a ella y a mí nos llegó temprano cuando perdimos a Carlos. Unidos desde siempre, llegó una muerte que nos unió más que nunca. Ella sabe mantener la presencia de Carlos a toda ahora. Yo, menos sensible o más cobarde, he aprendido a convocar a mi hijo, con una fuerza que a mí mismo me sorprende, a la hora de escribir. Es cuando él está a mi lado, sintiendo que en mi esfuerzo cotidiano de trabajo él cumple, de alguna manera, su destino trunco. Sucede así que todo se prolonga y vuelve a encarnar en la unión de una pareja. Dijo Apollinaire que hay quienes mueren para ser amados. En nuestro caso, mi hijo está vivo porque el amor que nos unió (a Silvia, a Carlos, a mí) está vivo en nuestras vidas. Pero es ella, la mujer, la que revela la especificidad e inclusividad del amor. Es ella, Silvia, la que corona mi intento vital de prestar atención, sexual, erótica, política, literaria, fraternalmente. Pon atención o no tendrás derecho a que yo te quiera y tú me quieras. Tomás Eloy Martínez, nuestro entrañable amigo argentino, perdió a su bella mujer Susana Rotcker y escribió un réquiem vivo y adolorido que termina diciendo: «Habría dado todo lo que soy y lo que tengo por estar en su lugar. Me habría gustado verla envejecer. Habría querido que ella me viera morir.»
Una pareja no sabe quién sobrevivirá al otro o si ambos morirán juntos. Pero el que sobrevive será siempre, no un doliente, sino un delegado de la muerte. El amor que se delega en la muerte se llama eros. Después de las noches, los días, los años de la carne contigua, su ausencia sólo se suple mediante la imaginación erótica. «El erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muerte», dice Georges Bataille de la novela de Emily Bronte, Cumbres borrascosas. La sexualidad compromete a la muerte porque reproducirse significa desaparecer. Entender esto es entender la vida erótica después de la desaparición de la pareja. Entender esto es intensificar al máximo la relación sexual en el presente y desbordarla, eróticamente, a todas y cada una de las horas que, físicamente, no regresarán.
Pues, ¿no debe haber, aun en el amor más pleno, un anticipo de pérdida que intensifica la presencia actual?
A veces, mirando dormir a Silvia, quisiera robarle el nombre, la apariencia, la experiencia y ser el dueño absoluto de su existencia, el guardián celoso de sus secretos. Sin ella, sólo concibo el amor ante un espejo azogado por la memoria. Vuelvo apresurado, inquieto y hambriento, a su proximidad. Trato su cuerpo como si fuese el mío. Aprendo con Silvia a ser, al mismo tiempo, apasionado y respetuoso del cuerpo femenino unido al mío. Sólo la alabo en nombre de la perfección que le otorgo, aunque no la tenga, y que ella me ofrece, aunque no la vea.
Todas las noches dejo una nota invisible sobre su almohada que dice «Me gustas».
Las mujeres son pasajeras del alba. Cada una es portadora de un destino diferente. Mi destino fue encontrar a Silvia y convertir el mío en el suyo.
SOCIEDAD CIVIL
Un Estado moderno, en cualquier parte del mundo, tiene que enfrentarse hoy a una economía global que pasa por alto leyes y fronteras nacionales.
¿Cómo corregir las desigualdades provocadas por la globalidad?
¿Cómo preparar a los individuos para la era de la nueva y acrecentada competencia en todos los órdenes de la vida?
¿Cómo reestructurar los programas de bienestar a fin de que los ciudadanos más débiles no sucumban al darwinismo global?
El Estado latinoamericano, en particular, no debe abandonar la protección de la ineficiencia sólo para caer en la protección de la injusticia.
La gobernanza local tiene, en el mundo de la globalización, un papel fundamental para mantener el equilibrio social dentro de cada nación y esto no se consigue sin niveles de gasto público menores del 30 por ciento del Producto Interno Bruto. Ello, a su vez, exige promover el ahorro interno y salir del círculo vicioso que nos conduce a atraer capital externo con altas tasas de interés, en vez de alentar la entrada del capital productivo con altas tasas de ahorro. Para lograr todo esto, se requiere una relación complementaria, no un enfrentamiento hostil, entre el sector público y el sector privado.
Y es en este punto, donde la sociedad civil, el tercer sector, el sector social, cumple el papel fundamental de crear puentes entre el sector público y el privado, disolver antagonismos inútiles, afirmar compatibilidades de interés colectivo, y actuar por cuenta propia en territorios que los otros dos sectores no son capaces de ocupar, de describir y a menudo de imaginar.
A veces, donde la burocracia es ciega, la sociedad civil identifica con seguridad y velocidad mayores las necesidades del desarrollo: los problemas de la aldea olvidada, del barrio invisible, de la mujer que es trabajadora y madre.
Y otras veces, donde la empresa privada sólo observa la ausencia de lucro, el sector social descubre o inventa la mejor manera de emplear los recursos locales, poniendo en marcha actividades que le permiten a los pobres ayudarse a sí mismos: guarderías, cooperativas, sistemas de crédito, medicamentos y médicos compartidos, limpia y aseo personales y públicos, apoyo a la escuela y donde no la hay, alfabetización de casa en casa si es preciso.
Círculos de lectura el impulso del teatro popular. Cajas de ahorro, obras vecinales, sistemas de medicina familiar. Pequeñas, flexibles, originales, renovadoras, las organizaciones del tercer sector son las aves de buen agüero de iniciativas gubernamentales o empresariales.
Y cumplen una función política no por menos visible, menos indispensable. Contribuyen a establecer la agenda pública. Le devuelven poder a la gente.
Esto es particularmente cierto en Iberoamérica, donde seguimos siendo dos naciones. The Two Nations, como describió Disraeli a la Inglaterra escindida entre desarrollo industrial y retraso social en el siglo XIX. O como se llama a sí misma, con humor escéptico, Brasil, «Belindia», mitad Bélgica, mitad India. Somos dos naciones, coexisten en América Latina el Mercedes y el burro, el rascacielos y la villa miseria, el supermercado y el basurero, el barroco y el barrocanrol, pero la antena de televisión es la nueva cruz de la parroquia.