Quizás hacía falta esta asimilación indoafroiberoamericana para tender el puente sobre el Atlántico, colmar el abismo de los rencores y las querellas y reconocernos en nuestra otra mitad que es España. Pero España para Iberoamérica es algo más que España. Es el Mediterráneo renaciendo en el Caribe, el Golfo, el Pacífico y el Atlántico americanos. España es la filosofía griega y el derecho romano. España es la España de las tres culturas, cristiana, árabe y judía, dándose cita en la corte de Alfonso el Sabio y desastrosamente expulsadas por el dogmatismo ciego de los Reyes Católicos. Isabel y Fernando. España es la gran lección de una cultura fortalecida por la adversidad. Es la España del judío converso Fernando de Rojas y la primera gran novela urbana, La Celestina, derrumbando los muros de la ciudad medieval para que circulen libremente el sexo, el dinero, el amor y la muerte. Es la España de Cervantes y de Velázquez, los dos grandes creadores -el Quijote, Las Meninas- de una realidad fundada en la imaginación. La realidad como creación de la imaginación, no como reflejo servil de la convención: Quevedo y Góngora. La España de Goya, la crítica más acerba, aguda y alerta contra las beatitudes de la modernidad: cuidado, el sue ño de la razón produce monstruos; mucho cuidado. Saturno devora a sus propios hijos…
España era algo más que la «leyenda negra» inventada por «la pérfida Albión» (dos tópicos concurrentes y enemigos a la vez). Era la España de los primeros parlamentos europeos (León. 1188, el primero de Europa; Cataluña, 1217; Castilla. 1265), de las libertades municipales y de las comunidades rebeldes aplastadas por el absolutismo real en 1521 (caen las banderas comunitarías de Castilla en Villalar. caen los pendones de Cuauhtémoc en Tenochtitlán). Era la España de la Constitución Liberal de Cádiz en 1812, la España de la República niña (María Zambrano) asesinada por el fascismo en 1939. Era la España peregrina que reanimó y a veces fundó la modernidad cultural de la América Latina en el exilio. Era la España de la resistencia interna a Franco. Era la España que tuvo el inmenso talento político de unir fuerzas, conciliar ideologías y consolidar una ejemplar democracia europea en los últimos treinta años del siglo XX.
Es la España que junto con los hispanoamericanos del Nuevo Mundo hablamos la segunda lengua occidental, la cuarta lengua mundial: el castellano, idioma de quinientos millones de hombres y mujeres. Las diferencias están allí. Los nacionalismos y los regionalismos crean sombras aquí, dan luces allá, establecen matices en todas partes. Pero la lengua une. Treinta millones de norteamericanos hablan español.
Somos el Territorio de la Mancha. Manchados, impuros. mestizos, abiertos por fuerza a la comunicación, las migraciones, la confianza en nuestra aportación al mundo. Somos los escuderos de Don Quijote.
IZQUIERDA
¿Y la izquierda? ¿Tiene razón de ser después de sus terribles fracasos, oportunismos, traiciones, pasividades, a lo largo del siglo XX? Quiero recordar aquí, porque en ello creo, sus victorias también, en su lucha contra los fascismos, en Europa, en los Estados Unidos, en Latinoamérica. Pero también en su combate contra las dictaduras de izquierda. La democracia de izquierda se manifestó en gente tan diversa como el poeta Osip Mandelstam en Rusia, el periodista Carlos Franqui en Cuba, los escritores Milán Kundera, Geórgy Konrad y Leszek Kolakowski en la Europa Central…
¿Y hoy? Cayó el muro de Berlín. Se derrumbó la Unión Soviética. Lo que no se derrumbó fue la injusticia social. Lo que no cayó fue la explotación del hombre por el hombre.
Han concluido, con el siglo y el milenio, dos teorías reductivistas de la economía y la sociedad. El llamado «socialismo real», que no era ni socialismo ni real, sino la fachada totalitaria y dogmática de una economía sin libertad ni eficiencia, murió al caer el muro de Berlín en 1989. En su lugar, otro dogma, el de la libertad irrestricta del mercado, fue puesto en práctica por los gobiernos de Ronald Reagan en los Estados Unidos y Margaret Thatcher en la Gran Bretaña. Supuestamente abandonadas a la mano divina del mercado, las fuerzas económicas, concentradas en la cúspide, poco a poco (trickle down) irían goteando sus beneficios hacia las mayorías. Tampoco sucedió así. La concentración en la cima se quedó en la cima y, como oportunamente -como siempre- lo indicó John Kenneth Galbraith, la ausencia del Estado se convertía en brutal presencia del Estado apenas se trataba de aumentar los gastos militares o salvar a bancos defraudadores o quebrados. Al cabo, la derecha poscomunista aumentó las distancias entre ricos y pobres, desprotegió a éstos, concentró la riqueza y consagró la filosofía neodarwinista expresada por Reagan: el que es pobre es porque es holgazán.
La gobernanza de los movimientos de centroizquierda en los países europeos representa, ciertamente, una reacción contra ambos dogmatismos. Pero todos han vivido una realidad inescapable que es la de la globalización económica y -a diferencia de la derecha thatcherista y reaganista- deploran, no el hecho de la globalización, sino el hecho de una globalización sin ley, abandonada a su capricho especulativo y superior a toda normatividad nacional o internacional.
Si algo une a la nueva izquierda europea es su decisión de sujetar la globalización a la ley y la política. El «darwinismo global» sólo genera inestabilidad, crisis financiera y desigualdades crecientes. La misión de la nueva izquierda es controlar la globalización y regular democráticamente los conflictos que de ella se derivan. Ello no significa que la izquierda tema a la globalización. Al contrario, ve en los procesos de mundialización un nuevo territorio histórico en el cual actuar.
La globalización le permite a la izquierda llamar la atención sobre la distancia creciente entre espacio económico y control político. Existe, en otras palabras, una economía veloz y una adaptación política lenta. En estas circunstancias, el control democrático se vuelve difícil, pero ello mismo obliga a la izquierda a combatir las distorsiones del mercado en la distribución de recursos, a equilibrarlo con medidas de solidaridad social, defensa del medio ambiente, creación de bienes públicos y prioridad a la política como instrumento de decisión racional. La globalización da enorme influencia a los agentes no políticos y despoja de poder a los poderes electos a favor de los no electos. El peligro no es ya el «ogro filantrópico», el Estado devorador criticado por Octavio Paz, sino el «ogro desatado», el mercado sacralizado cuando, en palabras de Milos Forman, «salimos del zoológico y entramos a la selva». Que el mercado y la política se apoyen mutuamente. Tal es el desiderátum de la nueva izquierda. «Vivimos en una economía de mercado, pero no en una sociedad de mercado.» Esta consigna de Jospin es central a la filosofía de la nueva izquierda. Pero precisamente porque han surgido nuevas desigualdades al lado de las antiguas, la izquierda reafirma el valor de la igualdad y, lejos de temerle a la globalización, ha de ver en ella un nuevo territorio histórico en el cual actuar. Norberto Bobbio no ha dejado de insistir en la centralidad del tema igualitario para definir las políticas de izquierda como valores iguales y oportunidades iguales para cada individuo. La globalización, lejos de arrumbar el concepto de la igualdad, lo debe revalorizar en un horizonte ampliado, sin dogmas deterministas, pero con políticas tan concretas como puedan serlo, en primerísimo lugar, la oportunidad educativa en todas sus dimensiones modernas: educación básica, superior y, desde ahora, vitalicia.
Quienes se oponen a la innovación, conducen a los obreros al fracaso. La nueva izquierda no puede ser un neoluddismo sino una política de oportunidades crecientes para el trabajo mediante arreglos contractuales que tomen en cuenta no sólo la flexibilidad de las empresas, sino la de los trabajadores. Han muerto el fordismo capitalista y el estajavonismo soviético. Más que políticas de pleno empleo, la izquierda debe definirse a favor del empleo satisfactorio que puede conducir a un creciente empleo con más trabajos temporales, de duración limitada y movilidad mayor, lo cual, para regresar a la base misma del proyecto, implica contar con sistemas de educación y entrenamiento continuos. El gobierno francés de Jospin es el que más rápidamente se dio cuenta de que la economía moderna multiplica el destino del trabajo e implica mejor salario con menos horas en más ocupaciones.