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VELÁZQUEZ

El artista pregunta. La representación puede adoptar mil figuraciones diferentes. ¿Cuál desea usted? ¿La figura del que fue, del que es o del que será? Y en cuál lugar: ¿El de su origen, el de su destino o el de su presencia? ¿Cuáles lugares y cuáles tiempos?

En el arte icónico de Bizancio, símbolo culminante y extremo de la pintura medieval, la respuesta a estas preguntas eternas de la pintura es una sola: el tiempo de la pintura es un solo tiempo, la eternidad propia de una sola figura, Dios, el Pankreator. La mirada del Pankreator bizantino está, como la circunferencia de Pascal, en todas partes y en ninguna. Nos mira y lo miramos, pero una barrera -la divinidad- nos separa. Nosotros estamos aquí y ahora. Él está aquí y en todas partes. Mañana, nosotros ya no estaremos aquí. Él continuará estando, por los siglos de los siglos.

Tiene razón Fernando Botero cuando hace arrancar de Giotto la gran revolución moderna del arte. En vez de la distante veneración bizantina, Giotto trae a la pintura la inmediata pasión italiana y, cabe añadir, franciscana. Pues el compromiso personal, pasional, de San Francisco es materia de religión y vida, es hermano del engagement pasional que Giotto trae a la pintura. Quien consolida esta revolución es Piero della Francesca. Los frescos de Arezzo y Sansepolcro arrancan definitivamente a la pintura de la parálisis divina y la mirada frontal. Las figuras de Piero, a veces, sueñan -se atreven a soñar, como los durmientes de Sansepolcro-. Pero sobre todo, se atreven a mirar. En Arezzo, las figuras miran fuera del cuadro, más allá de los límites formales de la obra, hacia un horizonte o una persona que nosotros no vemos. Muerto en 1492, el año mismo del encuentro americano, quizás Piero mira tan lejos como el Mundus Novus que bautizó otro italiano, Amerigo Vespucci. Es como si Piero nos dijese: Voy a pintar una plaza de profunda perspectiva, fluyente como el tiempo en el que nacen, se desenvuelven y perecen los seres humanos y huidiza como el espacio irrestricto en el que se van cumpliendo, por la acción humana, los designios de Dios. He aquí las casas, las puertas, las piedras, los árboles, los hombres verdaderos, ya no el espacio sin relieve o el tiempo sin horarios del original Dios Creador, sino el espacio como lugar y el tiempo como cicatriz de la creación. A partir de Giotto y Piero, el pintor puede decir: Ciegos, miren, pinto para mirar, miro para pintar, miro lo que pinto, y lo que pinto, al ser pintado, me mira a mí y termina por mirarlos a ustedes que me miran al mirar mi pintura. «Sí -dice Julián, el pintor de Térra Nostra-, sólo lo circular es eterno y sólo lo eterno es circular, pero dentro de ese eterno círculo caben todos los accidentes y variedades de la libertad que no es eterna sino instantánea y fugitiva.»

La libertad renacentista culmina, paradójicamente, en un pintor de corte español que ejecuta cuadros de encargo y que aprovecha la protección real para llevar a su punto más alto la libertad del artista y revolucionar el arte mismo. Como Cervantes en el Quijote, Velázquez en Las Meninas aprovecha las restricciones de su tiempo y espacio no sólo para burlarlas -asunto fácil- sino para crear al lado de la verdad ortodoxa o revelada otra realidad, ésta fundada en la libertad de la imaginación -ardua materia-. Si la ortodoxia contrarreformista exige un punto de vista único, Cervantes en la literatura y Velázquez en la pintura multiplican los puntos de la narrativa verbal y visual. Al enterarse de que sus aventuras han sido hechas públicas -publicadas-, Quijote y Sancho se saben leídos y vistos por otros. Nos rodean los otros. Leemos. Somos leídos. Vemos. Somos vistos.

En Las Meninas, sorprendemos a Velázquez trabajando. Está haciendo lo que quiere y puede hacer: pintar. Pero éste no es un autorretrato del pintor pintando.

Es un retrato del pintor no sólo pintando, sino viendo lo que pinta y, lo que es más, sabiendo que lo ven pintar tanto los personajes a los que pinta, como los espectadores que lo ven, desde fuera del cuadro, pintando.

Nosotros. Ésta es la distancia necesaria pero incómoda o imperfecta que Velázquez se propone suprimir, introduciendo al espectador en el cuadro y proyectando el cuadro fuera de su marco al espacio inmediato y presente del espectador. Primero, ¿a quién pinta Velázquez? ¿A la Infanta, sus dueñas, la enana, el perro dormilón? ¿O al caballero vestido de negro que aparece entrando al taller -a la pintura- por un umbral iluminado? ¿O pinta Velázquez a las dos figuras reflejadas de manera opaca en un turbio espejo perdido en los rincones más oscuros del atelier: el padre y la madre de la Infanta, los reyes de España, dotándonos, según la célebre interpretación de Michel Foucault, del «lugar del rey»? Podemos creer que, en todo caso, Velázquez está allí, pincel en una mano, paleta en la otra, pintando el cuadro que nosotros estamos viendo, Las Meninas. Podemos creerlo -hasta darnos cuenta de que la mayoría de las figuras, con excepción del perro dormilón, nos miran a nosotros, a tí y a mí. ¿Es posible que seamos nosotros los verdaderos protagonistas de Las Meninas, el cuadro que Velázquez, en este momento, está pintando? Pues si Velázquez y la corte entera nos invitan a entrar a la pintura, lo cierto es que al mismo tiempo la pintura da un paso adelante para unirse a nosotros. Tal es la verdadera dinámica de esta obra maestra. Tenemos la libertad de ver la pintura y, por extensión, de ver el mundo, de maneras múltiples, no sólo una, dogmática, ortodoxa. Y somos conscientes de que la pintura y el pintor nos están mirando. Como los comensales del Déjeneur sur l’herbe de Manet, cuyo escándalo es que nos miren dos hombres vestidos y una mujer desnuda. ¿Habría escándalo de la mirada si no nos viesen, si mirasen hacia el bosque, al fondo o a los costados del sitio de su picnic? El giro se completa. El icono miraba a la eternidad, frontalmente.

Piero della Francesca mira a los lados, más allá de los límites formales de la pintura. Y Manet nos vuelve a mirar directamente, ya no desde la eternidad, sino desde la actualidad. Braque y Picasso, en fin, multiplicarán la mirada en todas las direcciones simultáneamente, tanto la mirada del sujeto del cuadro, como nuestra mirada dirigida a un sujeto que vemos simultáneamente en todas sus perspectivas.

Por eso, Velázquez se encuentra en el centro y en la cima, en la base y en el horizonte, de la pintura moderna. Recordemos que el cuadro que Velázquez está pintando, la pintura dentro de la pintura, nos da la espalda y no está terminado, en tanto que nosotros vemos una obra que consideramos acabada. Pero entre estas dos evidencias centrales, se abren dos espacios anchos y sorprendentes. El primer espacio le pertenece a la escena original del cuadro. Velázquez pinta, la Infanta y sus dueñas son sorprendidas mirando, el caballero entra por un umbral iluminado, el rey y la reina se reflejan en el espejo. ¿Ocurrió realmente esta escena? ¿Fue posada? ¿O Velázquez, simplemente, imaginó algunos de o todos sus elementos? Y el segundo espacio lo ocupa otra pregunta: ¿Terminó el pintor la pintura? No sólo la pintura que está ejecutando y que no vemos, sino la pintura misma que estamos viendo. ¿Está terminada la obra? Ortega y Gasset nos recuerda que, en su día, Velázquez no fue un pintor popular. Se le acusaba de presentar pinturas inacabadas. Quevedo llegó a acusarle de pintar «manchas distantes». Hoy podemos apreciar, desde muy cerca, que el «realismo» velazqueño nace de una plétora de brochazos abstractos. Miradas de cerca, sus pinturas se descomponen en una espléndida abstracción pictórica, minuciosa, libre y, diría yo, autosuficiente. No propongo cortar en pedacitos un cuadro de Velázquez, pero sí acercarse a él con la mirada más curiosa, próxima y microscópica. Allí reconocemos la precisión, la libertad y la disciplina de este «pintor de la pintura», como lo llamó Ortega, recordando, de pasada, que Velázquez, más que un realista, es un desrealista cuyos modos de desrealización son innumerables y aun opuestos. Pero en cada caso, hay una presentación que es una visitación en el sentido que le daba Henry James a esta palabra: el poder ejercido por una presencia intangible. Velázquez, para seguir con Ortega, que fue el precursor de las célebres teorías de Foucault (el espectador ocupa el lugar del rey) nos recuerda que antes de Velázquez la pintura fingía en el lienzo un mundo ajeno e inmune al tiempo, «fauna de eternidad». Aunque creo que Ortega se equivoca porque esa «fauna de eternidad» corresponde al arte anterior al Renacimiento, es cierto que Velázquez «pinta el tiempo mismo del instante que es el ser en cuanto que está condenado a dejar de ser, a transcurrir, a corromperse».

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