Don Quijote es un lector. Pero a pesar de su nostalgia por la Edad Media, es un lector moderno que lee sus libros en impresiones debidas al genio del editor alemán Gutenberg. Loco por los libros, Don Quijote convierte su lectura en su locura y poseído por ambas, quisiera convertir lo que lee en realidad. Quisiera resucitar un mundo perdido, un mundo ideal. Pero al abandonar su aldea, se topa de narices con un mundo menos que ideal, un mundo de bandidos y cuerdas de presos, cabreros, picaros, maritornes y venteros sin escrúpulos, dispuesto a burlarse de él, golpearlo, mantearlo…
Sin embargo, a pesar de los embates de la realidad, Don Quijote insiste en ver gigantes donde sólo hay molinos de viento y ejércitos de jayanes donde sólo hay rebaños de ovejas. Los ve, porque lo ha leído. Los ve, porque así le dicen sus lecturas que debe verlos. Su lectura es su locura.
El genio de Cervantes consiste en convertir esta fábula de la nostalgia caballeresca en una novela fundadora de la modernidad crítica. Porque si surge de un mundo dogmático de la certeza y la fe, Don Quijote es la constitución misma del mundo moderno de la incertidumbre.
Todo es incierto en el Quijote. Incierta la autoría. ¿Quién escribió el libro? ¿Cide Hamete Benengeli, el escriba árabe cuyos papeles fueron traducidos al español por un anónimo escritor morisco? ¿El autor de la versión apócrifa, Avellaneda, cuyas falsedades conducen a Don Quijote a una imprenta donde Quijote descubre que es personaje de un libro? ¿Un cierto Cervantes? ¿Un tal De Saavedra? ¿La adversidad de aquél? ¿O la libertad de éste?
Nombre incierto: «Don Quijote» es sólo uno de los muchos nombres de un tal Alonso Quijano (¿o será Quezada, o Quixada?) que se autonombra Quijote para efectos épicos, pero se convierte en Quijotiz para efectos pastorales, o en Azote para efectos micomicómicos en el Castillo de los Duques. Cambian constantemente los nombres. Rocinante fue «rocín antes». Dulcinea la damisela ideal es Aldonza, la campesina común. Cambian los nombres de los enemigos. El mago Mambrino se convierte en Malandrino, el malvado. Incluso los autores del libro, de por sí dudosos, cambian nombres. Benengeli, en la versión de Sancho, es Berenjena.
Lugares inciertos: En primer término, el espacio mismo de donde sale Don Quijote, «un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…». Y sin embargo, qué duda cabe, ésta es la España decadente de Felipe III, la España de vasta corrupción, capricho aristocrático, ciudades atascadas de pobres, la España de asaltos y picaros. La España de Roque Guinart, el asaltante y contrabandista de la vida real que hace su aparición en la novela.
De allí, la incertidumbre del género. Cervantes inaugura la novela moderna rompiendo todos los géneros para darles cabida en un género de géneros, la novela. La épica de Quijote le da la mano a la picaresca de Sancho. Pero Cervantes también incluye el relato morisco, la novela de amor, la narrativa bizantina, la comedia y el drama, la filosofía y el carnaval, y las novelas dentro de la novela.
Su falta de respeto hacia la pureza del género es tan llamativa como la de su gran contemporáneo, Shakespeare (tan contemporáneos que ambos murieron en la misma fecha, el 23 de abril de 1616, si no en el mismo día, Cervantes en calendario gregoriano, Shakespeare en horarios julianos). Pues no era la pureza lo que concernía a Shakespeare y a Cervantes, sino la libertad poética más abarcante.
La moderna incertidumbre de Don Quijote no excluye, sin embargo, la persistencia de valores que la modernidad debe preservar o prolongar para no dispersarse moralmente. Uno es el amor y, en este punto, Don Quijote no se engaña. Idealiza a Dulcinea pero, en un sorprendente pasaje, admite que Dulcinea es Aldonza la garrida labriega. Pero, ¿no es ésta la cualidad del amor, capaz de transformar a la amada en algo incomparable, situado por encima de toda consideración de riqueza o pobreza, vulgaridad o nobleza? «Y así -dice Don Quijote-, bástame a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta, y en lo del linaje, importa poco… Pintóla en mi imaginación como la deseo… Y diga cada uno lo que quisiere.»
El otro es el honor, la integridad personal, y en este punto, la llegada de Don Quijote al castillo de los Duques es el episodio más revelador. Hasta ese momento, el Caballero de la Triste Figura creía que las posadas eran castillos y las camareras princesas. Ahora, cuando los Duques le ofrecen un castillo de verdad y princesas auténticas (más una ínsula para que la gobierne Sancho), la ilusión quijotesca se desploma. La realidad le roba su imaginación. El amor se vuelve cruel: las farsas de Clavileño y de la Dueña Adolorida. Cuando los sueños de Quijote se vuelven realidad. Quijote ya no puede imaginar.
Regresa a su aldea. Pierde su locura sólo para morir. «En los nidos de antaño no hay pájaros hogaño.» Con razón dijo Dostoyevsky que Don Quijote es «el libro más triste que se ha escrito, pues es la historia de una ilusión perdida».
Ilusiones perdidas titulará Balzac la gran serie novelesca de Lucien de Rubempré, prueba de que Don Quijote funda el mundo moderno y lo dota de novelas de llanto y tristeza, ilusión y desilusión, la lógica de la locura, la locura de la razón, la incertidumbre de todas las cosas y la certeza de que toda realidad duradera se funda en la imaginación.
REVOLUCIÓN
El New York Times me preguntó, como parte de una encuesta para iniciar el siglo XXI: -¿Cuál considera usted que ha sido la mejor revolución del milenio?
La dificultad en contestar comienza por la ambigüedad o polivalencia del término mismo, «revolución». Hay en él un elemento así de ruptura como de retorno. La revolución de un planeta significa el regreso del astro a su punto de origen. Pero la revolución de una sociedad es todo lo contrario. Significa la ruptura del orden establecido y el movimiento hacia un futuro, esperanzadamente, mejor.
La asociación de los términos «revolución» y «progreso» fortalece la visión futurizable. Sin embargo, el elemento utópico presente en toda revolución es mucho más ambivalente. Al tiempo que aspira a una sociedad mejor, la revolución no sólo piensa en el futuro. También sueña, así sea inconscientemente, en el pasado, «la edad de oro», el tiempo original. De esta manera, la revolución sería, también, la restauración de un pasado impoluto. Tal fue, notablemente, la fe de Emiliano Zapata y su sueño de una Arcadia campesina en México.
Sin embargo, la asociación entre «modernidad» y «revolución» ha sido la fuerza motriz de la rebelión en Rusia, China o Cuba. El velo arrojado sobre el pasado le ha dado al pasado la maravillosa oportunidad de reaparecer disfrazado. La revolución, en Petrogrado, Pekín o La Habana, terminó por reforzar los más antiguos diseños de poder. En Rusia, el césaropapismo, la unidad del poder temporal y el poder espiritual, reaparecieron en la simbiosis del Partido y el Estado. En China, la «burocracia celeste» del antiguo Imperio de En Medio reapareció bajo la túnica autoritaria del maoísmo y, en Cuba, Castro es heredero de las más añejas tradiciones del caudillismo hispanoárabe.
Acaso las dos revoluciones más coherentemente «modernas» han sido las de Francia y los Estados Unidos. Sin embargo, cuando el New York Times me pregunta cuál ha sido «la mejor revolución del milenio», me siento poderosamente tentado de salirme del reino de la política y pensar en Copérnico, Einstein, Shakespeare, Cervantes, Joyce, Piero della Francesca, Brunelleschi, Picasso, Beethoven o Stravinsky, acaso revolucionarios más grandes que Washington o Mirabeau.
Pero sitiado dentro del terreno de la política, sí estoy convencido de que la Revolución Francesa fue «la mejor revolución del milenio», sin dejar de calificarla con la famosa advertencia de Winston Churchill acerca de la democracia: «Es la peor forma de gobierno con excepción de todas las demás formas de gobierno que han sido intentadas de tiempo en tiempo.»