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IBEROAMÉRICA

Creo en Iberoamérica. El Atlántico no es para mí abismo, sino puente. Las aguas del Mediterráneo fluyen del Bosforo y Andalucía a las Antillas y el Golfo de México. Mar de encuentros. El primero fue un choque. La América deseada fue la América destruida. El sueño europeo de una nueva Edad de Oro en un Nuevo Mundo pereció en la mina, la hacienda, el barco esclavista. Se derrumbaron grandes civilizaciones. La conquista de América fue una catástrofe. Pero una catástrofe, dice María Zambrano, sólo es catastrófica si de ella no nace nada que la redima. Y de la catástrofe de la conquista nacimos todos nosotros. Somos, mayoritariamente, mestizos, hijos del encuentro. Hablamos, mayoritariamente, castellano y portugués. Y hasta cuando somos ateos, somos católicos. Pero nuestro cristianismo es sincrético. Carga, transforma y deforma las grandes herencias de las culturas indígenas constructoras de Chichén-Itzá, Teotihuacan, Mayapán y Machu Picchu. Sociedades indígenas de regímenes políticos autoritarios, a menudo crueles, explotadores… y aislados. Pero en el seno de cada una se libra el combate entre la oscuridad del sacrificio y la guerra (Huitzilopochtli) y el principio de la luz y la creación (Quetzalcoatl). ¿Quién hubiese ganado, el hijo de la Coatlicue o el hijo de la Serpiente Emplumada? Nunca lo sabremos. La cultura indígena de América es una cultura interrumpida, consciente de su fragilidad: «¿En vano hemos venido, pasamos por la tierra? ¡Que al menos flores, que al menos cantos…!» y condenada a sucumbir de pura sorpresa. Las profecías se cumplen. El otro llega. No estamos solos en el mundo. No nació de la conquista de América un orden justo, aunque la conquista de América dio origen a la lucha universal por la justicia. España es la única potencia colonial que debate consigo misma sobre la justicia o la injusticia de sus actos. De este debate, iniciado por los frailes Antonio de Montesinos y Bartolomé de las Casas, nacerá el concepto de los derechos humanos como derechos universales: Vitoria y Suárez. Y del mestizaje racial y cultural nacerá una cultura religiosa sincrética (los ídolos detrás de los altares, Santa María madre de Dios y de los indios; Jesucristo, el dios pasmoso que en vez de exigir sacrificio se sacrifica a sí mismo). Cultura del asombro, de la ironía, de la paciencia, de la memoria y del rencor a veces, de la humildad más generosa otras, de la creatividad más novedosa y urgida siempre: Kondori, el indio arquitecto del Perú; Aleijadinho, el escultor mulato del Brasil; Sor Juana, la poeta mestiza de México. Si el barroco es «horror al vacío», en Iberoamérica los llenó todos. Fue diferente del barroco europeo, sublimación sensual de la Contrarreforma. El barroco americano es el arte de la Contra Conquista. Suple los abismos de la utopía del Nuevo Mundo. Se gestaron las nacionalidades iberoamericanas con y en contra del régimen colonial. El rey de España estaba muy lejos y nunca visitó sus vastos dominios americanos (Juan Carlos es el primer monarca español que vino a América). Las leyes de Indias extendieron protección a los pueblos autóctonos. Pero la lejanía y aislamiento propiciaron los cacicazgos rurales, los grandes latifundios, la explotación del trabajo. En el Caribe y Brasil, la población indígena diezmada fue sustituida por la negritud esclava. Los Habsburgo, lejanos, dejaban hacer a favor de las élites criollas. Los Borbones, reformadores demasiado cercanos y oficiosos, obligaron a hacer a favor de la metrópoli española. La élite criolla se rebeló, simultáneamente, en 1810, de Buenos Aires y Santiago de Chile a Caracas y México. Tuvimos héroes: Bolívar, Hidalgo, San Martín. Tuvimos estatuas.

Fue la hora de la independencia, de los grandes sueños y de las constituciones (Víctor Hugo) «hechas para los ángeles, no para los hombres». El techo protector de la monarquía, benévola con los Austrias, entrometida con los Borbones, se desplomó. A la intemperie, creamos democracias instantáneas, repúblicas nescafé, desesperadamente confiadas en la imitación extralógica de Francia, Inglaterra y los Estados Unidos, fatalmente condenadas a ahondar las diferencias entre el país real y el país legal. El resultado fue el movimiento pendular entre la dictadura y la anarquía. Época de los tiranos nacionales y locales. Entre la civilización y la barbarie, dictaminó el argentino Domingo Sarmiento, en su libro sobre el más temible tirano gaucho, Facundo Quiroga, capaz de abrirle la cabeza de un hachazo a su propio hijo.

Construir una semblanza de Estado nacional fundado en derecho fue la tarea de hombres de Estado tan debatibles y debatidos hasta hoy como Diego Portales en Chile, el propio Sarmiento y Bartolomé Mitre en Argentina y Benito Juárez en México. A Juárez lo salvan y glorifican sus señas de identidad: indio zapoteca, analfabeto hasta los doce años, abogado liberal, presidente reformista, patriota enfrentado a la invasión francesa y a la corona de sombras de Maximiliano de Austria y Carlota de Bélgica. Pero la tarea seguía inconclusa. Las reformas liberales, el Estado de derecho, consagraban el desarrollo pero no la justicia, y profundizaban la desigualdad. A Juárez siguió Porfirio Díaz con treinta años de paz sin libertad. Argentina creó una base de prosperidad oligárquica gracias a su estatus de dependencia comercial con Europa: Argentina, de facto, fue una colonia británica hasta 1940. Chile logró los mayores adelantos en la lucha cívica, obrera, política. Colombia se engañó a sí misma creyéndose la Atenas de América: liberales y conservadores turnados en el poder pero sin el poder de cambiar nada, sembraron los horrores de la guerra perpetua. Y en 1898, los últimos vestigios de la colonia española, Puerto Rico y Cuba, pasaron a ser colonias de los Estados Unidos, y Centroamérica y el Caribe, «patio trasero» de Washington.

La derrota simultánea de España y la América Española en 1898 y en aguas del Caribe debió alertarnos a los peligros del rencor y el aislamiento. Debió abrirnos los ojos a esa «comunidad de naciones hispánicas», el Commonwealth hispanoamericano que el ministro Aranda le propuso a Carlos III, para evitar el desmembramiento hispánico, en el siglo XVIII. Lo que se abrió paso a lo largo del siglo XX fue, por una parte, la conciencia de la continuidad cultural de Iberoamérica. La Revolución Mexicana reveló la totalidad del pasado del país, oculto por la fachada de cartón del progreso porfirista. Y el pasado del país resultó ser su presente: su cultura.

En vez de una superficial imitación de la moda europea («Guatemala, París de Centroamérica», rezaba un arco triunfal a la entrada de la ciudad), las catástrofes internas (dictaduras, injusticias, riqueza latente, frágil prosperidad, pobreza persistente) y las externas (las dos guerras mundiales, el Holocausto y el Gulag, la percepción latinoamericana de que la violencia no era privilegio nuestro, sino condición universal de la historia, a la que no escapaba la Alemania de Bach y de Goethe) dieron vida a una cultura iberoamericana más moderna mientras más arraigada en la tradición. Tradición afroamericana de Alejo Carpentier y Wifredo Lam, de Edouard Glissant y de Jorge Amado. Tradición indoamericana de Miguel Ángel Asturias, de Rufino Tamayo y José María Arguedas. Tradición euroamericana de Jorge Luis Borges, Alfonso Reyes y Roberto Matta. Y uniendo raíz y firmamento, los dos más grandes poetas del siglo XX latinoamericano: el chileno Pablo Neruda y el peruano César Vallejo, épico aquél, trágico éste. La tradición nutre a la creación, la creación nutre a la tradición: música de Carlos Chávez y de Heitor Villa-Lobos, arquitectura de Oscar Niemeyer y de Luis Barragán, pintura de Orozco, Frida Kahio, Portinari, Soto, cine de Emilio Fernández y Nelson Pereira dos Santos, pero también ciencia de Ignacio Chávez y Bernardo Houssay y también arte popular alimentado de «alta cultura» y ésta, del habla de Cantinflas en México y Sandrini en Argentina y Verdejo en Chile, de los tangos de Discépolo y los boleros de Lara, y de las voces de Gardel, Lucha Reyes y Celia Cruz.

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