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¿Cómo medir la libertad? ¿Por el margen de albedrío que le dejan a cada cual las instituciones? O, al revés, ¿por el margen de autoridad que nuestro albedrío le otorga a las instituciones? En todo caso, la libertad consiste en creer en ella, luchar por ella. Libertad es búsqueda de libertad. Nunca la alcanzaremos completamente. La muerte nos advertirá que hay límites a toda libertad personal. La historia, que perecen y se transforman las instituciones que en un momento dado definen la libertad. Pero entre la vida y la muerte, entre la belleza y el horror del mundo, la búsqueda de la libertad nos hace, en toda circunstancia, libres.

MÉXICO

Y otro día por la mañana llegamos a la calzada ancha… [que] iba a México, nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís… y aun algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían si era entre sueños…

(BERNAL DÍAZ DEL CASTILLO, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España.)

El sueño del conquistador -su asombro- pronto se convirtió en la pesadilla del mundo indígena. De esa cosa de encantamiento que era Tenochtitlan no quedó piedra sobre piedra. El soñador se convirtió en el destructor. Pero en medio, no olvidemos, también fue el deseador: complejo deseo de fama y de oro, de espacio y de energía, de imaginación y de fe.

No hay deseo inocente porque no sólo queremos poseer, sino transformar, el objeto de nuestro deseo. El Descubrimiento desemboca en la conquista: queremos al mundo para cambiarlo. La melancolía de Bernal Díaz es la de un peregrino que encuentra la visión del paraíso y en seguida debe destruirla. El asombro se convierte en dolor y Bernal Díaz sólo puede salvar a ambos mediante la memoria. Es nuestro primer escritor: inaugura la narrativa en lengua española del Nuevo Mundo.

Inmenso país, cinco veces más grande que Francia, México quiere y se quiere, sin embargo, a través de lo pequeño. Y no es que los mexicanos sepamos vestir pulgas, sino que compensamos la inmensidad de la tierra y los paisajes con el decoro sensible, la ternura minuciosa de las tareas de la vida, desde una cocina que requiere una preparación de horas y a veces días -slow food- hasta el prolongado almuerzo de tres, cuatro, seis horas para darle palabras, memorias, fraternidad, humanidad gozosa y entrañable a los actos de la vida en común. País de contrastes, de acuerdo con el lugar común que es eso, comunidad de espacio, lugar de reunión. Las canciones más tristes y las más alegres. Los hombres más humildes y los más soberbios. La cortesía más natural y perfecta junto con la grosería más insoportable. Extremos de invisibilidad dolorosa y presencia aplastante.

– ¿Quién anda ahí?

– Nadie, señor.

– ¿Quién anda ahí?

– Su mero padre, hijo de la chingada.

– Para servir a usted.

– Vayanse mucho al carajo.

– Mi casa es su casa.

– Un paso más y me lo trueno.

– No soy quién.

– Usted no sabe con quién está hablando, muerto de hambre.

– En mi hambre mando yo.

– Mi dinero me lo gané yo, y no tengo por qué compartirlo con nadie.

– Lo que sea su voluntad, señor.

– Güey, aquí sólo se hace lo que yo diga.

– Qué voy a ser, sí yo soy el abandonado.

– Jalisco nunca pierde y cuando pierde arrebata.

– Si ayer maravilla fui, ahora ni sombra soy.

– A mí me hacen los mandados.

– Mujer, mujer divina, tienes el veneno que fascina…

– Usted es la culpable de todas mis angustias, de todos mis pesares…

– Esto es un desmadre.

– Qué va, esto está muy padre.

– Qué bonitos ojos tienes debajo de esas dos cejas…

– ¿Qué me miras, pinche ojete?

La verbalidad mexicana, rica, mutable, serpentina, esconde tanto como revela. Si escojo extremos de la expresión hablada, de la humildad auténtica al insufrible orgullo, no excluyo ese término medio de cortesía, inteligencia, capacidad de decir y de oír, que son la zona templada entre los trópicos bullangueros y las serranías silenciosas. El mexicano medio habla con voz más bien mesurada, tendiendo, es cierto, a la voz baja. La energía verbal de los españoles nos escandaliza.

– ¿Por qué habla usted tan fuerte? -le preguntó un día, en el café, un intelectual mexicano al poeta español León Felipe, quien además tenía un imponente aspecto de Júpiter tonante.

– Coño -contestó con su vozarrón el poeta-. Porque fuimos los primeros en gritar ¡Tierra!

(Nadie más gritón, advierto, que un grupo de gringos cuando se reúnen en público y tienen que demostrar que la están pasando bien a carcajadas ofensivas. Su dinero les costó.)

Pero como no gritamos, sino que nos gritaron ¡Tierra!, sufrimos, no tanto del complejo de pueblo conquistado, sino del complejo de pueblo desubicado frente a la «modernidad». Siempre llegamos tarde al banquete de la civilización, dijo Alfonso Reyes. Y es, en cierto modo, cierto. Fernando Benítez decía que no habíamos sido capaces de inventar un solo objeto servible para el mundo moderno. Somos, sin embargo, grandes improvisadores: componemos cosas rotas, conectamos cables y secuestramos luces, resucitamos gallos en los palenques y sabemos cocinar cuanto la naturaleza ofrece: somos los chefs de cuisine de la pobreza. Pero apenas se nos da la oportunidad, en un pozo petrolero, en una maquila fronteriza, en una fábrica moderna del centro de la república, en una empresa dinámica del Norte, en un set cinematográfico, nos revelamos como los seres trabajadores que más rápido aprendemos, que más facilitamos la premura técnica.

Nos damos cuenta, en nuestros mejores momentos, que mientras más auténtica es nuestra experiencia, más se hunde en las raíces de nuestro origen y más se abre a otra fórmula excelente de Alfonso Reyes: ser generosamente universales para ser provechosamente nacionales.

Admitamos que esta lección no está bien aprendida. Hay en México demasiados «sospechosistas», como los llamaba Daniel Cosío Villegas. México sería la víctima eterna de una vasta conspiración extranjera para explotarnos, ridiculizarnos, humillarnos. Hay muchas pruebas de que así es o ha sido. Mi libro de historia infantil en una escuela de los Estados Unidos decía textualmente: «El retraso de México se debe a la insuperable indolencia de una raza inferior…»

Pero depender del «qué dirán» extranjero es una forma de colonialismo mental, como lo es rechazar toda forma de apertura, o de importación, como peligro mortal a la esencia nacional. ¿Qué es, sin embargo, la supuesta «esencia» nacional sino un mestizaje de encuentros entre lo indígena, lo europeo, lo africano? Fijar estatuariamente la identidad nacional es convertirla en mausoleo. La modernidad es fatal pero también puede ser libertad, si la tomamos como oportunidad. Lo que no podemos es condenar toda novedad o todo lo que proviene de fuera, como enfermedad, desdicha o naufragio. México tiene muchas modernidades. Para el indígena, tzotzil, chamula o tarahumara, su cultura es su modernidad. Merecen respeto y hasta protección.

Pero no adulación que perpetúe su miseria, su ignorancia y su injusticia. ¿Seremos, en el siglo XXI, un país abierto que no le tiene miedo ni a su antigüedad aborigen ni a su modernidad mestiza? Como, demográficamente, no habrá al cabo ni un México puramente indígena ni un México puramente blanco, más nos vale valorizar dos cosas.

La primera es una identidad probada. Sabemos lo que es ser mexicanos, cuánto nos une y también cuánto nos separa. No nos confundimos con nadie. Pero no nos separamos de nadie. La búsqueda de la identidad nacional -la nación-narración- nos desveló durante siglos. Creer que no tenemos identidad es una forma precopernicana de vivir el universo. Es darnos un pretexto para no pasar de la identidad adquirida a la diversidad por conquistar. Allí es donde la identidad nacional y la identidad personal se convierten en desafío creativo. Conquistemos la diversidad política, religiosa, sexual, cultural. Pasemos de la identidad a la diversidad por la vía del respeto. Renunciemos al culto, como advierte Héctor Aguilar Camín, de «la epopeya de los vencidos» como reserva de nuestra admiración.

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