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¿Puede derrotar la literatura a la muerte? Ésta es la pregunta insidiosa de Balzac y acompaña a Lucien de Rubempré y a Eugéne de Rastignac en su ambiciosa escalada social, o a Papá Goriot, moderno Lear, victimizado por la cruel vanidad de sus hijas ingratas, o a la Prima Bette, urdiendo la trama siniestra que la libere, en la venganza, de la humillación, o al gran titiritero de La comedia humana, Vautrin -Abate Herrera / Collin / Trompela-Mort-, manipulando todos los destinos para dejar de tener, él mismo, un destino propio, esa carga insufrible. A todos ellos los acompaña un espectro. Pero a nadie como al coronel Chabert cuando se presenta a sí mismo en la casa de la esposa vuelta a casar porque lo creía muerto: «Soy el coronel Chabert, muerto en Eylau.»

En una respuesta a la Duchesse d’Abrantes quejándose de que Balzac no la visitase con más frecuencia en el campo, el novelista dice: «No me culpéis. Trabajo noche y día. Y asombraos de sólo una cosa: aún no muero.»

La piel se reduce, pero la novela crece. Balzac ha nombrado a la Muerte. Ha visto que la posesión ofrece vida y al cabo la quita. Pero sólo ha podido hacerlo en la medida en que ha sabido identificar su novela como un texto, una estructura verbal que da permanencia y contenido a todo lo que se rehúsa a tener la una o lo otro, es decir, la fugacidad de la vida y la posesión de las cosas.

BELLEZA

Sócrates se sabía feo y rogaba por «la belleza interna». Creo que no hay disposición más certera para juzgar «lo bello» que ésta: pedirle al cuerpo que sea guía hacia el alma y, al alma, que nos permita entender la posible armonía entre cuerpo y espíritu. Implícita en nuestra vida está la cuestión de cómo se relacionan el alma y el cuerpo. ¿Son inseparables, sólo los divide la neurosis o la muerte, sobrevive el alma al cuerpo o mueren, abrazados, la una con el otro?

Lo feo es el cuerpo sin forma. El artista trata de reunir todo lo disperso. No importa el tema, dolor, muerte, nacimiento, revolución, poder, orgullo, vanidad, sueño, memoria, voluntad, no importa qué cosa anime al cuerpo con tal de darle forma y entonces deja de ser feo y Sócrates tiene razón. La belleza sólo le pertenece al que la entiende, no al que la tiene. La belleza no es más que la verdad de cada uno de nosotros. La verdad y la belleza de los cuerpos pero también de los juegos, de los sueños, de la solidaridad, de la atención que le ponemos a las cosas y a los seres, de la comida y la bebida, del poema y del canto, de la memoria y de la imaginación, la belleza de la naturaleza, de la muerte y del misterio del día y de la noche.

En Los años con Laura Díaz, pongo estas palabras en boca de una Frida Kahlo imaginaria, herida y sangrante en una cama de hospital:

Puedes mirarme sin pudor… decir que me veo horrible, que no te atreves a mostrarme el espejo, que a tus ojos hoy no soy bella, en este día y este lugar no soy bonita, y yo no te contesto con palabras, te pido en cambio unos colores y un papel y convierto el horror de mi cuerpo herido y mi sangre derramada en mi verdad y mi belleza, porque sabes, amiga mía de verdad, de verdad mi cuata mía a toda madre, ¿sabes?, conocernos a nosotros mismos nos vuelve hermosos porque identifica nuestros deseos. Cuando desea, una mujer siempre es bella…

¿Y cuando es deseada? El erotismo de la representación plástica consiste en la ilusión de la permanencia de la carne. Como todo en nuestro tiempo, el erotismo plástico se ha acelerado. Un medallón, un cuadro, debieron suplir durante muchos siglos la ausencia del ser amado. La fotografía aceleró la ilusión de la presencia. Pero sólo la imagen cinematográfica nos da, a la vez, la evocación y su inmediatez. Ésta es ella como era entonces, pero también como es ahora, para siempre.

Es su imagen, pero también su voz, su movimiento, su belleza y su juventud imperecederas. La muerte, gran madrina de Eros, es vencida y justificada, a un tiempo, por la reunión con el ser amado que ya no está a nuestro lado, rompiendo el gran pacto de la pasión: siempre unidos, hasta la muerte, tú y yo, inseparables.

Pero existe también -siempre ha existido- una belleza de lo horrible.

La terrible y hermosa advertencia de la poesía barroca española es que el alma «su cuerpo dejará», escribe Quevedo, mas «no su cuidado; serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado». Prever la muerte del cuerpo no lo priva de su presencia, la acentúa pero no nos exime de presentarle, en vida, el cuerpo al alma y el alma al cuerpo, preguntándose: «¿Somos uno? ¿Somos armónicos?»

¿Depende la armonía del cuerpo y alma del ideal de belleza que distintas culturas y distintos tiempos nos han presentado? A Rubens le gustaban gordas y a Modigliani flacas y el ideal límpido de Botticelli no es el antiideal malsano de Schiele. Sin embargo, de nuestro concepto de la belleza depende nuestra elección de la belleza. ¿Por qué un cuerpo es bello y otro no? Nos gusta lo que se parece a nuestro ideal. Una maravillosa modelo de la moda actual pasaría por una tísica a los ojos del siglo XIX. Cindy Crawford sería una moribunda en el harén de Delacroix.

Hace poco, la novelista chilena Marcela Serrano atribuía a la mujer moderna la capacidad de cambiar de piel como las serpientes, liberándose de fatalidades y servidumbres añejas. El símbolo de la piel renovada me remite, mediante la concepción de Marcela Serrano, nuevamente a la disociación o armonía entre cuerpo y alma. ¿Por qué un cuerpo es bello y otro no? ¿Por qué hablamos de almas bellas y cuerpos feos, o de cuerpos hermosos y almas horrendas? La desarmonía existe, sin duda. Lo que nunca falta es la forma que tanto la armonía como la desarmonía pueden y deben asumir. ¿Qué representaba la decapitada y deshumanizada diosa Coatlicue para los aztecas? Quizás que una divinidad demanda inhumanidad. Pero, ¿no son tan lejanas como la Coatlicue las bellísimas actrices de la pantalla o «las mujeres que pasan por la Quinta Avenida, tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida», del poeta mexicano Tablada?

Un artista sabe que no hay belleza sin forma pero también que la forma de la belleza depende del ideal de una cultura. El artista trasciende -parcial y momentáneamente- el dilema, añadiendo un factor: no hay belleza sin mirada. Es natural que un artista privilegie a la mirada. Pero un gran artista nos invita no sólo a mirar sino a imaginar. La forma femenina como forma de belleza es también objeto de sensualidad olfativa (el «odor di femmina» de Don Giovanni), de sensualidad aural (Coya y Buñuel y Beethoven sordos tienen que imaginar las voces del cuerpo) y, en suma, de sensualidad imaginativa. (Proust y Catulo celosos, Romeo y Quijote separados de Julieta y Dulcinea, Samsa transformado en insecto, imaginan otro cuerpo perdido o deseado.)

Pobre sería el arte de la belleza visual si excluyese la prolongación de la mirada en lo táctil, lo auditivo, lo olfativo, lo «gostoso», como dicen los lusoparlantes. Y es que los seres humanos deseamos un placer infinito que abarque todos nuestros sentidos. Pero no nos contentamos con ello. Deseamos siempre algo más, algo que quizás ni siquiera sepamos concebir, pero que nuestra imaginación y nuestros sentidos buscan, exigen, imaginan aunque ni siquiera lo conciban. «Oh inteligencia, soledad en llamas, que todo lo concibe sin crearlo.» Esta profunda intuición de José Gorostiza en el más grande poema mexicano del siglo XX, le da palabras al gran dilema de la residencia en la tierra: Desear una satisfacción infinita, pero que al mismo tiempo sea temporal, un aquí y un ahora.

La belleza entrega su cuerpo no para decirnos que nos contentemos con lo que el mundo nos da, no para limitar nuestro deseo y pedirnos una conformidad cualquiera, sino para hacernos el regalo de un cuerpo presente, un cuerpo aquí y ahora que no sacrifica, sin embargo, ninguna de sus posibilidades, ninguno de sus puede y ninguno de sus nunca. En el arte se encuentran, para quien sepa mirar, el ideal del cuerpo y su negación; la armonía del cuerpo con el alma pero también su posible desarmonía; la presencia del cuerpo pero también su inevitable ausencia; su placer pero también su dolor.

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