Las otras versiones personales de la belleza cinematográfica nacen de culturas menos seguras o autocelebratorias que la de los Estados Unidos. Jean Renoir es quizás el epítome del espíritu francés: la ironía aclara, salva de las ilusiones de la razón y de las desilusiones de la fatalidad. Una inteligencia humana, comprensiva, abarcadora, pálida, nos aleja del fácil maniqueísmo. Fierre Fresnay y Erich von Stroheim se entienden porque ambos son iguales, pero Jean Gabin y Marcel Dalio se entienden a pesar de ser distintos.
La gran ilusión es la película europea que compite por el laurel del siglo con Ciudadano Kane (muchos argumentarían a favor de otra gran cinta de Renoir, La regla del juego). Pero no están lejos de ellos los cineastas que fueron capaces, más allá de la gran imaginación política de Welles y Renoir, de darle imagen a la preocupación espiritual, formulada acaso como temperamento religioso sin fe religiosa: el católico a su pesar, Luis Buñuel, y el protestante a pesar suyo, Ingmar Bergman, sin olvidar al jansenista de todo corazón, Robert Bresson. ¿Y es devaluar a Alfred Hitchcock creer que el miedo -el gran tema del gran director inglés- no es la mejor dramatización moderna de la Caída, de la lejanía de Dios? Éste es el verdadero suspense de Hitchcock: ¿Dónde está Dios, por qué nos ha dejado tan solos en un mundo de asechanzas imprevisibles? ¡Qué miedo!
El cine ha sabido, excepcionalmente, ser poesía -L’Atalante de Vigo y La noche del cazador de Laughton-. Con más constancia, ha sabido reunir comentario social y narración dramática. Es la gran contribución italiana de Rossellini, De Sica y Visconti. Ha sabido, con excelencia, crear ambientes sombríos -el cinema noir americano- o luminoso -¿hay película con más luz, interna y externa, que El mago de Oz?-. Pero si el «género» ha lastrado incluso a grandes directores como Ford y Kurosawa, hay dos grandes directores asiáticos que han devuelto al cine la suprema libertad creativa frente a la tiranía genérica: el japonés Kenji Mizoguchi en una de mis películas favoritas, Ugetsu Monogatari [4], y el hindú Satyajit Ray en su trilogía de Apu. Mizoguchi logra el milagro de demostrarnos la emoción de lo fantasmal. Ray, el de la caridad de la mirada.
Hay algo, al fin y al cabo, que no puede dejarse fuera del amor del cine y es el amor y fascinación por los rostros del cine. Viendo con Buñuel la Juana de Arco de Dreyer, el gran aragonés me confesó su fascinación por la facies, el rostro cinematográfico. No hay más que una Falconetti, es cierto, y quizás por eso la Pucelle de Dreyer hizo sólo una película.
Pero repetidos, únicos, polvo enamorado, ¿qué sería de nuestras vidas como seres humanos del siglo XX sin la belleza, la ilusión, la pasión que para siempre nos dieron los rostros de Greta Garbo y Marlene Dietrich, de Louise Brooks y de Audrey Hepburn, de Gene Tierney y de Ava Gardner? Me encantan, por esto, las referencias a la mirada dentro de la mirada en el cine.
Bogart a Bergman en Casablanca: «Nos estamos mirando, muñeca.»
Gabin a Morgan en El muelle de las brumas: «Tienes muy lindos ojos, ¿sabes?»
Éste ha sido el milagro mayor del cine: ha vencido a la muerte. El rostro de la Garbo en la escena final de La reina Cristina, el de Louise Brooks y su perfil con peinado de ala de cuervo en Pandora, el de Marlene entre las gasas y filtros barrocos de El expreso de Shanghai y La emperatriz escarlata [5], el de María Félix soñando despierta mientras oye una serenata en Enamorada, el de Dolores del Río viendo su propia muerte en la de Pedro Armendáriz en Flor silvestre, el de Marilyn descendiendo escaleras diamantinas o resistiendo el vapor veraniego de Nueva York entre sus muslos blancos y su falda blanca en La comezón del séptimo año [6] Ellas son la realidad final y absoluta del cine: ninguna de ellas ha envejecido, ninguna de ellas ha muerto, el cine las volvió eternas, el cine venció a la vejez y a la muerte.
Ninguna teoría, ningún triunfo artístico supera o sustituye esta simple realidad. Es la nuestra, la de nuestro amor más íntimo pero más compartido, gracias al cine.
DIOS
– Nietzsche dijo: «Dios ha muerto.»
– Dios tuvo paciencia y un día susurró desde un sanatorio en Weimar: «Nietzsche ha muerto.»:
– ¿Era humana, demasiado humana, la voz de Nietzsche? Porque nos deja oír una gran contradicción. Si Dios ha muerto, significa que, alguna vez, Dios vivió.
– Pero, ¿cuándo empezó a vivir Dios? ¿Qué fue primero, Dios o el Universo? ¿El huevo o la gallina? Si admitimos que el Universo es infinito, Dios deberá ser más infinito que el infinito, lo cual es manifiestamente absurdo.
– Imagínate entonces que Dios y el Universo existen juntos desde siempre.
– Me parece que eso derrota a la Razón pero, bien visto, contribuye a la Fe. La Ciencia y la Tecnología se reconcilian. Ni Dios ni el universo tienen principio ni fin. En cambio, si aceptamos la teoría del big bang, ¿fue ésta, la explosión originaria, obra del fiat divino?
– ¿Quieres decir que Dios habitaba en el Universo previo al big bang y un día, por divertirse, ordenó la expansiva explosión universal, a sabiendas de que todo acabaría, no en otro estallido final, sino en el último sollozo? «Not with a bang, but a whimper.» Porque Dios, que todo lo sabe, todo lo supo, incluyendo la Tierra baldía de T. S. Eliot.
– Perdóname, dudo mucho que Dios lea literatura.¿Para qué? Si ya lo sabe todo de antemano.
– Eso es lo que disputo contigo. Vamos por partes.
Supongamos que la oscuridad precede a Dios. Convenimos -lo dice la Biblia – que la luz brota de Dios cuando aparece. Pero, ¿qué le precede? ¿Qué es esa oscuridad anterior a la palabra divina: Hágase la luz? ¿Es imaginable siquiera?
– Yo te contestaría que si admitimos la existencia de Dios, debemos admitir también que Dios sojuzgó a la Nada.
– Pero si Él era Todo, ¿podría haber Nada? ¿Coexistían Dios y la Nada, gemelos absurdos, o, más bien, confundimos la Nada, simplemente, con la ausencia del mundo y del hombre?
– Te acercas peligrosamente a un argumento que nos deja sin argumentos: Dios es criatura del hombre, no al revés. Pero si Dios sólo existe porque lo imagina, piensa o desea el hombre. Dios no tiene existencia propia.
– Aunque puede tener la mejor de las existencias como producto del deseo y la imaginación humanas.
– No es eso lo que discutimos ahora. Estamos tratando de imaginar un Dios solitario que, por alguna razón que desconocemos, decidió crear un ser a su imagen y semejanza, el Hombre.
– ¿Para qué? Si Dios es Dios, no necesita al mundo y al hombre. Existe en sí. Se basta a sí mismo. ¿Por qué creó lo innecesario? Ahí está el detalle.
– Quizás Dios creó al mundo porque se sentía solo y un buen día experimentó el horror del vacío.
– ¿Somos entonces criaturas de un Dios barroco que reacciona, como Góngora o Bernini, ante el horror vacuii?
– Te propongo, más bien, otra imagen: un Dios que se pasa la Eternidad pensando qué cosa habría ocurrido si Él no crea al mundo.
– Puedo imaginar también a un Dios que se pasa la Eternidad sin preocuparse en lo más mínimo de hacernos el favor de crearnos, introduciendo, de paso, un intruso en su creación.
– El hecho es que hubo un fiat divino y fueron creados el Mundo y el Hombre. Podemos discutir si Dios nos creó, pero no que aquí estamos, vivimos, somos y morimos. La cuestión sería, ¿guarda o no guarda nuestra existencia relación con Dios, somos o no sus criaturas, y si lo somos, qué posición nos corresponde en el plan de la creación?
– Bueno, por principio de cuentas, la Biblia nos presenta a un Dios como mero organizador de las cosas. El mar y sus pescaditos aquí, la tierra allá, aunque sin cacao ni café ni tomates ni maíz ni papas. Los animales en su lugar y, como lo demuestra el cuento de Noé, emparejados. Pero en la creación no hay búfalos ni iguanas ni quetzales. Muy bien. Dios como gerente de un vasto zoológico preamericano. Manager del acuario precolombino más grande. Fautor de Eolo, dueño de las tormentas, del movimiento de los cielos.