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FAULKNER

La libertad ya existe. Tal es el postulado implícito en toda legislación del progreso. ¿No son libres el empresario, el trabajador, el niño, la mujer, el individuo, la humanidad en suma, puesto que así lo declara la Ley? Si la libertad ya existe, pace Rousseau y vía las revoluciones democráticas de Francia y los Estados Unidos, nada es trágico. De Dostoyevsky a Kafka, los escritores trágicos nos dicen que no es así. La libertad verdadera consiste en la posibilidad mínima de darle sentido a la realidad y darle realidad al mundo siempre consiste en una tarea por hacer. La libertad no nos es dada. La debemos hacer y la hacemos buscándola. Ni siquiera el sombrío (aunque siempre sonriente) Maquiavelo se atrevió a decir lo contrario: «Dios no lo hará todo, pues ello nos despojaría de nuestro libre albedrío y esa parcela de gloria que nos pertenece a cada uno de nosotros.»

Tuvimos que llegar al siglo XX para consagrar simultáneamente al totalitarismo y al nihilismo de suerte que, en la legislación kafkiana, el mundo tuviese un sentido final, definido por la Ley. En consecuencia, se declara inútil buscar otro sentido a la realidad. ¿Insiste usted, Herr K.? Entonces será usted el eliminado en nombre de la Ley. La Ilustración termina en Kafka: Tiene usted la obligación de ser feliz o correr el riesgo de convertirse en insecto.

El absurdo de la libertad y la Ley en Kafka nos recuerda con extraordinaria fuerza que la verdadera coincidencia de la sociedad y el ser humano requiere una visión trágica, es decir, una visión de conflicto y reconciliación, opuesta a la visión maniquea que ha regido la historia moderna, visión de pecado y exterminio. Cuando una religión reclama fundamentos históricos, sugiere Nietzsche, lo hace para justificar su dogmatismo «bajo la mirada severa… de la ortodoxia». Tú debes ser culpable a fin de que yo sea inocente. En el Prometeo de Esquilo, la Tragedia exclama: «Cuanto existe es justo e injusto a la vez…» ¿Quién encarna estas realidades de manera más inquietante que Iván Karamazov cuando traspasa el umbral decidiendo estar del lado de la Justicia y en contra de la Verdad, cuando la Verdad y la Justicia no coinciden?

Ésta es la decisión inmoral que el héroe trágico no tiene por qué tomar. La tragedia no sacrifica la Verdad a la Justicia ni la Justicia a la Verdad porque en la Tragedia las fuerzas en conflicto son igualmente legítimas, idénticamente morales en el sentido más hondo: son capaces, cuando son derrotadas, de hermanar el valor a la derrota. Valor, no pecado. Y una de las dimensiones del valor sin pecado que, aun cuando es ignorado y a veces, violado, es el valor del otro. Éste es el valor que William Faulkner identifica maravillosamente: la restauración de la comunidad dividida, no por la historia (en esta instancia, la fuerza económica y militar del Norte) sino porque los hombres y las mujeres ya habían dividido, desde antes de la guerra, sus almas.

La literatura de los Estados Unidos de América revela la tensión constante entre el optimismo de fundación y el pesimismo crítico. Aquél, consagrado en la Constitución y las leyes de la democracia norteamericana, se convierte, asimismo, en el credo de la vida social y económica: «Nothing succeeds like success.»

El optimismo progresista se transforma en la máscara de la expansión imperial. De las trece colonias inglesas del Atlántico, los Estados Unidos se expanden hacia el Oeste – la Luisiana francesa-, los territorios del Golfo de México -Texas-, hasta el Pacífico -California- y hacia el Caribe – la Florida española, Cuba, Puerto Rico y Centroamérica hasta Panamá. Todo ello en nombre del «destino manifiesto» de una nación designada por Dios para ser, como la Roma antigua, caput mudis.

La vitalidad de la literatura norteamericana se debe, en gran medida, a la oposición crítica de sus escritores. Aparte de literatura de azúcar como la serie de Polyanna, «la niña feliz», los novelistas y cuentistas, a partir de Hawthorne y siguiendo con Poe, Melville, Henry James y el propio Mark Twain en el siglo XIX, y con Dreiser, Sinclair Lewis, Frank Norris, Fitzgerald y Dos Passos en el XX, retratan el reverso de la medalla. Las pesadillas del sueño americano, los fantasmas diurnos y las oraciones nocturnas, la brutalidad de los ascensos sociales, la mediocridad de la clase media mediadora, la desilusión del éxito, la oquedad de la fama, son temas críticos constantes de la narrativa estadounidense, William Faulkner le da a este proceso crítico su corona más rotunda, milagrosa, brillante y sombría. Porque Faulkner va más allá de la crítica para alcanzar la tragedia. Está y no está solo. Franz Kafka y Samuel Beckett son, acaso, los otros dos escritores trágicos del siglo pasado. Es natural que no abunden. «La muerte de la tragedia» anunciada por Nietzsche acaso date, como creía el filósofo alemán, de la razón socrática. Lo que me parece indudable es que en primer término, el cristianismo no podía convivir con la tragedia, toda vez que prometía la salvación eterna.

Despojado de vestiduras religiosas, el progreso laico, sobre todo a partir de Condorcet y la Revolución Francesa, renuncia a Dios pero no a la felicidad. Si, como creía Condorcet, la línea ascendente del ser humano hacia la felicidad es segura, la conciencia trágica queda excluida de las sucesivas visiones progresistas de Saint-Simon, Comte y Marx.

Convertir la experiencia en destino. Si éste es un rasgo propio de lo trágico, la filosofía del progreso y la salvación de las almas los oscurece. No creer en el Diablo es darle todas las oportunidades, escribe André Gide. Y el mundo occidental, al expulsar la tragedia de la historia, permitió que su lugar lo ocupase el crimen. En vez del progreso fatal y feliz anunciado por el Siglo de las Luces y su heredero, el siglo XIX industrial, el siglo XX se convirtió en el siglo del horror histórico, el crimen impune, la tragedia enmascarada. Kafka y Beckett le dan su más alta representación europea. En Kafka, el héroe tradicional amanece convertido en insecto, pero en insecto que se sabe insecto y piensa: Hay un abismo entre el mundo y yo pero el abismo se presenta como algo colmado por el poder. Conocemos el vacío que ocupa el poder usurpador pero, aun conociendo la mentira, asistimos estupefactos e inermes a la representación que la disimula. Dios ha muerto y no lo mataron los ateos ilustrados, sino una banda de vagabundos que, contra toda evidencia, están esperando a Godot.

La tragedia faulkneriana se inserta en esta búsqueda dolorosa de un mundo en el que, graduados de la oscuridad, podamos mirar con claridad las consecuencias de nuestra «Libertad rebelde», como la llamó Büchner en La muerte de Danton. Faulkner, entonces, escribe desde la más optimista y futurista de las sociedades, los Estados Unidos de América, donde «nada tiene más éxito que el éxito mismo». Esto convierte a los Estados Unidos en un país excéntrico, ya que la mayoría de las naciones tiene una experiencia inmediata y desastrosa del fracaso.

Faulkner disiente del optimismo fundador de «el Sueño Americano» para decirles a sus compatriotas: también nosotros podemos fracasar. También nosotros podemos portar la cruz de la tragedia. Esa cruz lleva el nombre del racismo. El Norte no derrotó al Sur. El Sur ya se había derrotado a sí mismo esclavizando, humillando, persiguiendo y asesinando al Otro, al hombre, a la mujer y al niño «diferentes» del poder blanco. Pero el dolor de la tragedia puede redimirnos, si al cabo reconocemos la humanidad compartida con los otros.

La tragedia faulkneriana se inscribe dentro de un espacio definido -el condado de Yoknapatawpha, cuya traducción de la lengua chicasó es «la tierra dividida»- y a partir de las raíces familiares que se hunden en esa tierra: los Sartoris y los Compson aristócratas, los Snopes advenedizos. Pero la tragedia es desencadenada muy a menudo por el extraño, por el «intruso en el polvo», que llega a Mississippi con otro perfil, amenazante por diferente, trátese de Charles Bon en ¡Absalón, Absalón! o de Lena Grove en Luz de agosto -la extranjera de afuera que nos revela al extranjero de adentro, el negro Joe Christmas. Expándanse en grandes genealogías familiares o en grandes etapas históricas, las novelas de Faulkner son novelas de una tierra -el Sur- pero la historia, la geografía, la sociedad y las familias se resuelven y se significan, al cabo, en dos elementos trágicos: el destino individual y el testimonio colectivo. La serenidad de Lena Grove, la amarga sexualidad de Joanna Burden y la fatalidad del negro Joe Christmas son caracteres individuales en el gran coro colectivo de la tragedia faulkneriana. En el centro de este coro, una mujer resiste y sobrevive para contar: Miss Rosa Coldfield. Fuera del coro, un descendiente sobrevive para recordar: Quentin Compson.

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