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Los méritos de la globalización serán urnas vacías si no se llenan con los líquidos de la gobernanza local: las políticas de desarrollo, bienestar, trabajo, infraestructura, educación, salud y alimentación que se inician localmente a fin de crear el círculo virtuoso de un mercado interno sano como condición para contribuir a un mercado global vigoroso pero más justo, realmente global en la medida en que incluye cada vez a más hombres y mujeres en el proceso del mejoramiento real de sus vidas. La exclusión no puede ser el precio para alcanzar la eficiencia.

Creo que sólo a partir de esta gobernanza local sana se puede aspirar a un nuevo orden internacional igual, mente saludable. Pues en la medida en que el Estado nacional inicie, coopere en y proteja las medidas nacionales para resolver la galaxia de problemas que aquí he señalado, en esa medida tendrá más autoridad para proponer leyes globales sobre medio ambiente, migración y normas de trabajo, fínanciamiento para el desarrollo y jurisdicciones internacionales para combatir el crimen organizado, política familiar, feminismo, educación, salud y cuidado de la infancia.

Ante todo, gobernanza local efectiva: política.

En seguida, organización internacional reforzada por políticas locales, y viceversa. Avenidas de doble circulación, es cierto, pero si la comunidad nacional no crea sus propios instrumentos para resolver localmente los problemas, la ayuda internacional puede irse a un pozo sin fondo en el que, lo sabemos todos, la corrupción es el más insaciable de los monstruos.

La globalización sólo favorece al desarrollo humano si al mismo tiempo se fortalecen las instituciones públicas tanto nacionales como internacionales, a fin de sujetar a derecho la multitud de agentes no políticos que actualmente despojan de poder a los pobres electos a favor de los no electos.

No contribuyen a la legalidad dentro de la globalidad las decisiones que dan la espalda a los tratados protectores del medio ambiente, a los acuerdos de desarme equilibrado y sobre todo al esfuerzo máximo para hacer que coincidan la globalidad y la justicia penal.

Proclamar un eje del mal es una manera simplista de combatir al terrorismo identificándolo con dos o tres Estados mal escogidos. El terrorismo no tiene Estado. Ésa es su ventaja y su peligro. Carece de bandera. No tiene rostro. Aparece un día en Afganistán, otro en el País Vasco, un tercer día en Okiahoma y al siguiente en las calles de Belfast. La tragedia del 11 de septiembre de 2001 nos horrorizó a todos y confirmó que el terrorismo es un hecho universal. Hay que combatirlo con vigor allí donde se manifieste, sin satanizar ni a naciones ni a culturas enteras. Pero sin caer en las inadmisibles trampas de atribuir el terrorismo a un odio histórico contra los Estados Unidos o a la corrupción e ineficacia de determinados gobiernos islámicos, y mucho menos a un choque de civilizaciones, sí debemos afirmar que las causas profundas de los conflictos en nuestro mundo son la inestabilidad, la ilegalidad, la pobreza, la exclusión y, en términos generales, la ausencia de una nueva legalidad para una nueva realidad.

Por eso es tan importante ir construyendo, paso a paso, el edificio de la legalidad internacional para la era global. No abramos, como Virgilio en el infierno, una puerta de marfil para enviarle falsos sueños al mundo. Es preferible la paciencia de Job, para quien las aguas acabarán por desgastar las piedras, pero permitirán, también, que el árbol retoñe.

Pero en las calles de Seattle, de Praga, de Genova, lo que hay es impaciencia, una impaciencia que poco a poco se convierte en la inteligencia de que la globalización no debe ser, sin más, satanizada, sino transformada en arma de beneficio público, de bienestar creciente.

En un extraordinario discurso ante la Asamblea Nacional de Francia, el Presidente de Brasil, Fernando Henrique Cardoso, nos da las pautas para ello: El sistema económico internacional debe crear fondos de lucha contra la pobreza, el hambre y la enfermedad en los países más desfavorecidos. Se deben reducir o anular las deudas de los países más pobres de África y la América Latina. Se debe llegar a un nuevo contrato internacional entre Estados al servicio de los pueblos. Se debe, en una palabra, globalizar la solidaridad. En vez de la predominancia de algunos Estados y de algunos mercados, se debe instrumentar un nuevo contrato internacional entre naciones libres.

El presidente Cardoso no sólo propone un ideal -y no hay metas dignas de nuestra acción humana si primero no hay ideales dignos de nuestra condición humana-. Nos hace ver que vivimos hoy una realidad mutante y una legalidad incierta, como lo fue para las sociedades de Occidente en su pasaje del orden consagrado y seguro de la Edad Media a la incertidumbre del valiente mundo nuevo del Renacimiento, incertidumbre que expresan en su más alto grado las tragedias de William Shakespeare y las novelas de Miguel de Cervantes.

Hoy, entre los desafíos del nuevo siglo, se encuentra el desafío de imaginar el nuevo siglo.

Shakespeare y Cervantes, sí, pero también Vitoria y Bodino, Las Casas y Grocio.

Desde esta nuestra América Latina, desde estas tierras feraces, bellas, dolientes, pisoteadas y acribilladas por sí mismas y por quienes codician, yo no lo sé, si su pobreza o su belleza, pedimos hoy, simplemente, globalizar no sólo el hecho, sino el derecho, elevar a derecho el comercio y la salud, la educación y el medio ambiente, el trabajo y la seguridad.

Que el Norte, en su propio beneficio, sepa, en la era global, distribuir beneficios y reducir cargas.

Que el Sur. en vez de reiterar una y otra vez su cuaderno de quejas, su cahier de doléances, sepa limpiar primero su propia casa, no exigirle al mundo lo que antes no nos demos a nosotros mismos: la soberanía de la libertad interna, la democracia y los derechos humanos, la respetabilidad de la justicia que destierra la corrupción, la impunidad y la cultura de la ilegalidad en nuestro propio suelo.

Y sólo entonces, a partir de todo ello, hagamos válida una globalidad de derechos y obligaciones compartidas, de acuerdo con la certeza de que no hay globalidad que valga sin localidad que sirva.

HIJOS

He asistido al nacimiento de mis tres hijos. Mi primera hija, Cecilia, nació en la ciudad de México en 1962. Su madre, mi primera mujer, Rita Macedo, era una bellísima actriz de perfil mestizo, morena, de grandes ojos rasgados y pómulos altos. Empezaba a filmar El ángel exterminador con Luis Buñuel cuando los médicos le advirtieron la necesidad de reposo: estaba embarazada y su parto sería difícil. De hecho. Rita aparece en la escena final de la película, cuando los escapados del encierro se reúnen en una iglesia para dar gracias y descubren, nuevamente, que no pueden salir… Como suele suceder en el cine, la última escena es la primera en filmarse. De allí que Rita aparezca al final solamente.

Pero el parto de Cecilia no fue difícil. Sí fue, como lo es siempre este hecho natural y multiplicado entre todos, único y milagroso. Cada padre atribuye al nacimiento de un hijo cualidades maravillosas, intransferibles y difíciles de comprender en un caso que no es el propio, aunque cada padre, a su vez, sabe que él también dará carácter único al alumbramiento del hijo. El nacimiento de Cecilia fue un hecho musical. Pude haber oído o recordado palabras, imágenes, flores o frutos, animales o aves, ríos, océanos. Sólo escuché música. No lo explico. Tampoco lo imagino. Lo atestiguo. En el momento en que Cecilia apareció y gritó por primera vez, yo supe que escuchaba un dictado de la naturaleza, el más reciente pero también el más antiguo. Oír la voz del ser que nace es oír el eco del origen de todas las cosas. Es también oír un canto apasionado. Al nacer, una niña no grita sólo porque eso es lo natural. Su naturaleza, mediante la voz, está estableciendo allí mismo un puente abierto a la sociedad, la cultura, el amor. No es otro el milagro del nacimiento.

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