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Cecilia llegó saliendo de la orfandad a la paternidad. Dejó oír en seguida la voz de la ternura y al abrazarla por primera vez yo sentí que mi cuerpo y el de ella se expresaban libremente. Padre e hija, distintos, pero ambos dueños, gracias a la hermosura de un instante, de una sexualidad libre en la que el deseo y el placer de la relación amorosofilial se confunden.

«La Fuentecita», «La Cordita», «La Ex Cordita» la fue llamando Luis Buñuel a medida que Cecilia crecía y Buñuel abandonaba su cruel fantasía de arrancarle a la niña la redonda cabeza y jugar al fútbol con ella. Creció con tensiones, sentimientos de abandono, una aguda mirada crítica y realista sobre las cosas y hoy, a punto de cumplir los cuarenta años, da cauce cada vez más a un tierno vigor y a un estar sin complacencias ni hacia sí misma ni hacia los demás. A mí me exime de su rigor y me incluye en su cariño.

Pero viendo pasar la vida de mi hija, yo estoy para siempre detenido en el instante de su aparición, cuando escuché una música de la necesidad y el deseo. Una voz de auxilio, alegría, tristeza, que después se va perdiendo porque el habla y el canto ya no son la misma cosa. No lo permite la vida práctica. Es privilegio del nacimiento llegar cantando. Por todo ello la llamé allí mismo Cecilia, santa de la música, condenada a muerte por sofoco en su propio baño, decapitada sólo después de tres intentos fallidos del soldado romano que la dejó agonizar durante tres días enteros. Nombramos para exorcizar. En 1972 me casé con mi segunda esposa, Silvia Lemus, y mi segunda hija, Natasha, nació en Washington en 1974. Fue una niña rebotona, alegre, llena de imaginación y humor. La gran ilusión de un padre es que su hija sea siempre una fuente de ternura y entre siempre a la sala haciendo cabriolas. Pero las fotografías se desvanecen, las gasas se rasgan, las sedas se amarillentan.

La Primera Comunión no es un evento eterno.

«Melania», entró Natasha diciéndole a una amiguita cuando ambas cumplían cuatro años y pasaban saltando por mi biblioteca, «te presento a mi papá. Tiene cien años de edad». Envejecemos a ritmos distintos. Se establecen conflictos entre separación y reunión. Cuando triunfa la separación, no debe haber inocentes ni culpables, sino el esfuerzo interminable de ajustar cuentas y encontrar equilibrios dentro de uno mismo, con nuestros padres, con nuestros hijos.

Natasha y yo hemos estado tan cerca y tan separados el uno del otro como cada cual dentro de su propia piel. Ella habla del «triste invierno» de su juventud, de sus repetidos intentos de hacerse mujer, inventarse y reinventarse una y otra vez. Quería agradar. Quería asombrar. A veces era una exiliada hambrienta en su propia casa. En una isla solitaria encontró un cajón de libros y regresó a sorprender a sus maestros, corregirlos, más adelantada que ellos, hasta exasperarlos: «Has leído demasiado, niña.»

Sabía demasiado, se escudaba en una cultura tan brillante como maldita. No sabía inventarse a sí misma en un escenario, en un pedazo de papel. Tenía que actuar su historia. Le faltaba salir de la reclusión de los placeres intangibles y brumosos a los espacios de la comunicación con los demás, escribiendo, actuando, dándole oportunidad a sus talentos. Le faltaba descubrir la plaza donde ser todo lo que se quiere ser es una virtud.

A Natasha le di el nombre del personaje de La guerra y la paz, la bella Natasha Róstova, pero también el de la Filippovna de Dostoyevsky.

Mi hijo fue un joven artista iniciando un destino que nadie podría deshacer porque era el destino del arte, de obras que al cabo sobreviven al artista. Tocando la frente afiebrada de su hijo, la madre se preguntaba, sin embargo, si este joven artista que era su hijo no hermanaba demasiado la iniciación y el destino. Las figuras torturadas y eróticas de sus cuadros no eran una promesa, eran una conclusión. No eran un principio. Eran, irremisiblemente, un fin. Entender esto la angustiaba porque la madre quería ver en el hijo la realización completa de una personalidad cuya alegría dependía de su creatividad. No era justo que el cuerpo lo traicionase y que el cuerpo, calamitosamente, no dependiese de la voluntad.

Miraba trabajar a su hijo, abstraído, fascinado, mi hijo va a revelar sus dones, pero no tendrá tiempo para sus conquistas, va a trabajar, va a imaginar, pero no va a tener tiempo para producir. Su pintura es inevitable, ése es el premio, mi hijo no puede sustituir o ser sustituido en lo que sólo él hace, no importa por cuánto tiempo, no hay frustración en su obra, aunque su vida quede trunca…

Cuando escribí estas líneas, hace pocos años, las imaginé como un exorcismo, no como una profecía.

Pensaba en mi hijo Carlos Fuentes Lemus, nacido en París el 22 de agosto de 1973 y muerto en Puerto Vallarta, Jalisco, el 5 de mayo de 1999. Apenas empezó a caminar -cuando su madre Silvia y yo vivíamos en una granja de Virginia-, su cuerpo se llenaba de moretones y sus articulaciones se hinchaban. Pronto supimos la razón. Carlos, a causa de una mutación genética, sufría de hemofilia, la enfermedad que impide la coagulación de la sangre. Desde muy pequeño, debió someterse a inyecciones del elemento coagulante que le faltaba, el Factor Ocho. Pensamos que, aunque molesto, en este procedimiento se encontraba un alivio para toda la vida. La contaminación de las reservas sanguíneas por el virus del sida desprotegió a los hemofílicos, a veces por decisiones médicas equivocadas, a veces por actos de irresponsabilidad criminal de las autoridades en Europa y en los Estados Unidos. El hemofílico quedó desamparado, abierto a terribles infecciones y al debilitamiento de su sistema inmunológico.

Carlos tuvo una infancia de dolores, pero muy pronto, de una manera más que intuitiva, como si su precocidad fuese un anticipo de la muerte y un acelerador de su vida creativa, concentró sus horas en el arte de las palabras, la música y las formas. A los cinco años de edad ganó el Premio Shankar de Dibujo Infantil otorgado en Nueva Delhi, India: sus maestros en la escuela primaria a la que Carlos asistía en Princeton enviaron sus obras iniciales, sin que él o nosotros lo supiésemos, al concurso. De allí en adelante, Carlos nunca abandonó el lápiz primero, el pincel en seguida y sus tempranas adoraciones artísticas nunca: Van Gogh y Egon Schiele. Lo recuerdo, durante un viaje de verano por Andalucía, exigiendo que el auto se detuviese a cada momento para fotografiar, admirar y a veces recoger girasoles, como si se llevase con él un cuadro del pintor holandés. Plantó semillas de girasol en el jardín de nuestra casa en la Universidad de Cambridge, pensamos que perecerían en el frío inglés, pero al regresar una primavera, florecían como dentro de un cuadro… Luego, en un notable salto al pasado, Carlos descubrió el arte preciso y luminoso del renacentista Giovanni Bellini y la formalidad expresiva del pintor japonés, Utamaru. Éste era su acervo pictórico.

La imagen empezó a ocupar el centro de la vida de Carlos. La imagen pictórica primero, en seguida la imagen literaria, al cabo la imagen fotográfica, inmóvil, y la cinematográfica, fluida. Fue como si entendiera que la imagen escapa a toda definición reductiva y abarca, en un acto casi amoroso, los sentidos visuales, auditivos, olfatorios, gustativos… Por eso fue tan dolorosa para él la meningitis que casi lo destruyó en enero de 1994, privándolo prácticamente de la vista y del oído que eran para él la compañía más íntima y sensual de su cuerpo enfermo. Sus pasiones eran Presley, Elvis Presley, Bob Dylan, los Rolling Stones, sobre todo Elvis: cada año, cada 16 de agosto, Carlos viajaba a Memphis para conmemorar el aniversario de la muerte de Elvis. Su colección de fotografías tomadas por él mismo constituyen un singular archivo de la inmortalidad del Rey del Rock.

Como a muchos padres que nos quedamos en José Alfredo Jiménez y Ella Fitzgeraid, a mí me resultaba difícil seguirle a mi hijo por los meandros de sus gustos musicales. En cambio, sentía una identificación amorosa con sus gustos literarios. La poesía de Keats, Baudelaire y Rimbaud, el teatro de Oscar Wilde, las novelas de Jack Kerouac y la filosofía de Nietzsche… Me di cuenta de que, en la lectura, Carlos trascendía la imagen para buscar afanosamente -no sé si para alcanzarla- la metáfora, es decir, la encarnación de las cosas del mundo en su parentesco más misterioso, más lejano pero más cierto: la relación más olvidada pero más natural, simplemente, entre esto y aquello.

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