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Al morir en 1924, Franz Kafka no podía predecir, con puntualidad de historiador cronológico, que diez años más tarde su infernal imaginación del poder se volvería la realidad histórica del poder. Pero al arribar de noche a arrestar sin razón ni disculpa a sus víctimas, la Gestapo o la NKVD estaban arrestando a Franz Kafka. ¿Hay algo más kafkiano que el arribo a Minsk, en 1937, del Camarada Comisario I. V. Kovalev para asumir sus funciones y encontrarse unas oficinas absolutamente vacías porque su predecesor y la totalidad de los funcionarios habían sido ejecutados como traidores a Stalin? Kovalev, fatalmente, tomó el escritorio de la siguiente víctima, él mismo. Mijail Koltsov, el corresponsal de Izvestia durante la guerra de España, declaró, kafkianamente, que si Stalin lo declaraba a él, Koltsov, un traidor, Koltsov lo creería, aunque no fuese cierto. Y en efecto, Koltsov fue encarcelado y ejecutado como parte de la cuota de detenciones que la policía secreta debía cumplir para satisfacer al dictador, a sabiendas de que ellos mismos, los verdugos, acabarían siendo las próximas víctimas de la paranoia estalinista.

Pero Kafka no es un politólogo. Es un escritor. Lo cual significa que, al contrario de lo que puede suceder en la historia política, en la historia personal y sobre todo en la imaginación personal, tiene lugar un drama de dudas, cegueras, ambivalencias y mudas heroicidades que se complementan, en el espacio de un dormitorio, de una oficina, de un lecho, con el ejercicio del poder.

Gregorio Samsa, en La metamorfosis, se convierte en escarabajo, no sólo para huir de su padre sino para huir del gerente, del comercio, de los burócratas, nos indican Félix Guattari y Gilles Deleuze en su estudio Kafka: por una literatura menor. Hopenhayn añade con perspicacia: Samsa el escarabajo no es totalmente escarabajo. Sigue pensando. La conciencia usa al cuerpo como pantalla a la vez que lo encarcela. Si en ello hay ironía, se debe a que lo propio de la ironía es sacarnos de contexto y abrir un abismo entre el mundo y el yo. El vacío se convierte en el nexo entre el mundo y yo. Quiere decir que la ironía (concluye brillantemente Hopenhayn) es ella misma metamorfosis. La ley está loca pero es la ley. Y una representación inagotable del deber impide a Samsa, a Josef K, al Agrimensor, cumplir con el deber. Serán, por ello, castigados.

Si Franz Kafka le dio un rostro a los horrores del poder en el siglo XX, es posible que también sea el profeta del poder en el siglo XXI. Aquél se hizo visible, demasiado visible, en los Auschwitz de Hitler y en el Gulag de Stalin. Hoy, el poder ha aprendido las maneras de hacerse invisible, contando, más que nunca, con que la propia víctima le otorgue poder al poder.

LECTURA

Don Quijote es un lector. Más bien dicho: su lectura es su locura. Poseído de la locura de la lectura. Don Quijote quisiera convertir en realidad lo que ha leído: los libros de caballería. El mundo real, mundo de cabreros y asaltantes, de venteros, maritornes y cuerdas de presos, rehusa la ilusión de Don Quijote, zarandea al hidalgo, lo mantea, lo apalea.

A pesar de todas las golpizas de la realidad, Don Quijote persiste en ver gigantes donde sólo hay molinos. Los ve, porque así le dicen sus libros que debe ver.

Pero hay un momento extraordinario en que Don Quijote, el voraz lector, descubre que él, el lector, también es leído.

Es el momento en que un personaje literario, Don Quijote, por primera vez en la historia de la literatura, entra a una imprenta en, where else?, Barcelona. Ha llegado hasta allí para denunciar la versión apócrifa de sus aventuras publicadas por un tal Avellaneda y decirle al mundo que él, el auténtico Don Quijote, no es el falso Don Quijote de la versión de Avellaneda.

En Barcelona, Don Quijote, paseándose por la ciudad condal, ve un letrero que dice «Aquí se imprimen libros», entra y observa el trabajo de la imprenta, «viendo tirar en una parte, corregir en otra, componer en ésta, enmendar en aquélla», hasta darse cuenta de que lo que allí se está imprimiendo es su propia novela. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, un libro donde, para asombro de Sancho, se cuentan cosas que sólo él y su amo se dijeron, secretos que ahora la impresión y la lectura hacen públicos, sujetando a los protagonistas de la historia al conocimiento y al examen críticos, democráticos. Ha muerto la escolástica. Ha nacido el libre examen.

No hay momento que mejor revele el carácter liberador de la edición, publicación y lectura de un libro, que éste. Desde entonces la literatura y, por extensión, el libro, han sido los depositarios de una verdad revelada no por Dios o el poder, sino por la imaginación, es decir, por la facultad humana de mediar entre la sensación y la percepción y de fundar, sobre dicha mediación, una nueva realidad que no existiría más sin la experiencia verbal del Quijote de Cervantes, o del Canto General de Neruda, o del Rojo y negro de Stendhal.

¿Es esta mediación íntima pero compartible, secreta pero pública, entre el lector y el libro, entre el espectador y la obra de arte, lo que se está perdiendo en la llamada posmodernidad? ¿Asistimos en verdad al fin de la era de Gutenberg y Cervantes, los cinco siglos de primacía cultural del libro y la lectura, a favor de la era de Ted Turner y Bill Gates, en la que sólo lo que vemos directamente en la pantalla de televisión o en la computadora es digno de crédito?

Yo crecí en la era de la radio, cuando para confirmar la gran faena del torero Manolete dicha por el locutor de la cadena de radio XEW, había que acudir a los periódicos a fin de cerciorarse de la verdad: sí, era cierto, el Monstruo de Córdoba cortó oreja y rabo. Era cierto porque estaba escrito. Hoy. el bombardeo de Bagdad ocurre al mismo tiempo que es visto en la pantalla de televisión.

No hay que confirmarlo por escrito. Es más: ni siquiera hay que entenderlo políticamente. Hemos visto, gracias a la ubicuidad e instantaneidad de la imagen, un espectáculo deslumbrante a colores. A los muertos, ni los vimos ni los oímos.

El dilema del destino del libro y la lectura en nuestro tiempo: dos ilustraciones extremas.

Basta internarse en el mundo indígena de México para conocer, con asombro, la capacidad de los hombres y mujeres de los pueblos aborígenes para contar historias y rememorar mitos. Pobres e iletrados, los indios de México no son seres culturalmente desprovistos. Tarahumaras y huicholes, mazatecos y tzotziles, poseen un extraordinario talento para recordar e imaginar sueños y pesadillas, catástrofes cósmicas y deslumbrantes renacimientos, así como los detalles minuciosos de la vida cotidiana.

Con razón dijo Fernando Benítez, el gran escritor mexicano que los documentó exhaustivamente: cada vez que muere un indio, mueren con él o ella toda una biblioteca.

En el otro extremo se encuentra una fantasía terriblemente actualizable. el libro Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. en el que una dictadura, ésta sí, perfecta, prohíbe las bibliotecas, quema los libros y sin embargo no puede impedir que una tribu final de hombres y mujeres memorice la literatura del mundo, hasta que él o ella se convierten, realmente, en la Odisea, La isla del tesoro, o Las mil y una noches.

Lo que ambas bibliotecas -una en la cabeza de un indígena de cultura puramente oral, otra en la memoria de un suprayupi posmoderno, poscomunista, poscapitalista, postodo- poseen en común es la posibilidad universal de escoger entre el silencio y la voz, la memoria y el olvido, el movimiento y la inmovilidad, la vida y la muerte. El puente entre estos opuestos es la palabra, dicha o no dicha, desdichada o feliz, escrita o para siempre en blanco, visible o invisible, decidiendo, en cada sílaba, si la vida ha de continuar, o si habrá de terminar para siempre.

Pero, ¿no podríamos decir lo mismo de la imagen visual? ¿No cumplen análogas funciones vitales un cuadro de Goya, la escultura de la Coyolxauqui, una película de Buñuel o un edificio de Oscar Niemeyer? La pintura, dijo Leonardo, es cosa mental. ¿Lo es también la supercarretera de mil canales de televisión? ¿Lo son los llamados medios modernos de comunicación visual que, supuestamente, le están robando lectores al libro, sepultando la era de Gutenberg y Cervantes, y saturando la comunicación visual con tanta información que todos nos sentimos supremamente bien informados, sin preguntarnos si lo que se informa importa y lo que importa es lo que no se informa?

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