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En el universo de Tlön, el tiempo es negado. El presente es infinito. El futuro no tiene más realidad que la esperanza actual. El pasado no tiene más realidad que la memoria presente. Y no falta quien declare en Tlön que todo tiempo ya ha sucedido y que nuestras vidas son solamente la memoria falsificada, mutilada y crepuscular de un proceso irrecuperable. Borges anota, a pie de página, la teoría de Bertrand Russell: el universo fue creado hace apenas unos minutos y provisto inmediatamente de una humanidad que recuerda un pasado que jamás ocurrió.

La literatura fantástica postula que la realidad está en el otro rostro de las cosas, el más allá de los sentidos, la ubicación invisible sólo porque no supimos alargar a tiempo la mano para tocar la presencia fugitiva. Por eso eran tan largos los ojos de Julio Cortázar. Miraban la realidad paralela, a la vuelta de la esquina, un vasto universo latente con sus pacientes tesoros, la contigüidad de los seres, la inminencia de las formas que esperan ser convocadas por una palabra, un trazo de pincel o un gesto de la mano, una melodía tarareada, un sueño…

Imaginación: mediación entre sensación y razón, pero sólo con el propósito ulterior de disipar cualquier relación lógica entre las causas y los efectos. Ello nos obliga a recrearlo todo, liberados de la convención imperante, de esa cotidiana normalidad que tanto molestaba a Hawthorne.

Gregorio Samsa amanece convertido en insecto. Y por las tumbas de Praga corretea Obradek, el más misterioso de todos los mensajeros de Kafka en una obra poblada de Hermes inválidos. Obradek es una película plana con la forma de una estrella fabricada de cabos de hilos multicolores. Obradek, que recibe trato de niño, que se ve absurdo en su apariencia inmediata, pero que es una totalidad en sí, un espécimen completo de su género. Obradek, del cual podría pensarse que alguna vez fue útil pero ya no lo es -pero esto, añade Kafka, «sería un grave error». Obradek, que se esconde en las escaleras y los corredores, en los pasillos: en la comunicación. Obradek, que desaparece durante largos meses y luego regresa, invisible aunque fielmente. Obradek, el genio tutelar, el fantasma de la Casa de Kafka. Obradek, que es un mito, medio vivo y medio muerto, mitad objeto y mitad ser, olvidado pero presente, sin origen, sin devenir y sin meta.

¿Es la literatura fantástica el fantasma que repara todos los olvidos de los vivos?

ZURICH

A principios de 1950, acababa de cumplir veintiún años cuando llegué a Suiza para continuar mis estudios tanto en la Universidad de Ginebra como en el Instituto de Altos Estudios Internacionales. Trabajaba en la misión de México ante la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y le servía de secretario al miembro mexicano de la Comisión de Derecho Internacional de la ONU, el embajador Roberto Córdova. Todo esto le daba a mi arribo a Suiza un tono sumamente formal. Ginebra, como siempre, era una ciudad muy internacional. Me hice amigo de estudiantes extranjeros, diplomáticos y periodistas. Conocí a una bellísima estudiante suiza y me enamoré de ella, pero nuestros encuentros clandestinos fueron interrumpidos por dos casualidades.

Primero, fui expulsado de la estricta pensión donde vivía en la rué Emile Jung por razón de la clandestinidad ya dicha. Segundo, los padres de mi novia le ordenaron que dejase de frecuentar a un joven proveniente de un país oscuro e incivilizado, cuyos habitantes, según se contaba, comían carne humana.

El día en que mi novia me cortó, me consolé yendo a un cine de la rué Mollard a ver la famosa película de Carol Reed, El tercer hombre, que en ese momento era la más grande atracción fílmica en todo el mundo. La protagonizaba una de las más bellas mujeres que jamás se dejaron ver en la pantalla, Alida Valli (años más tarde mi vecina en San Ángel Inn). En El tercer hombre, la Valli era una perfecta máscara de helada sensualidad y ojos claros, llameantes, vengativos, resignados.

Lo más importante, sin embargo, era que en la película actuaba Orson Welles, cuyo Ciudadano Kane yo había visto de niño en Nueva York y que me impresionó -desde entonces y hasta el día de hoy- como la máxima película sonora jamás realizada en Hollywood.

Su belleza formal, la audacia de su iluminación, los ángulos de la cámara, la atención al detalle, eran valores todos que convergían para narrar La Gran Historia Norteamericana. El dinero, cómo ganarlo y cómo gastarlo. La felicidad, cómo buscarla sin jamás encontrarla. El poder, cómo alcanzarlo y cómo perderlo. Kane era al mismo tiempo el sueño americano y su reverso, la pesadilla americana.

Ahora, en el cinema Mollard, Welles emergía de las sombras de los alcantarillados de Viena como el cínico negociante del crimen, Harry Lime, quien justificaba sus actividades ilegales con una frase que se hizo universalmente famosa y que afectaba, directamente, a Suiza.

Italia, dijo Harry Lime-Orson Welles, la tierra de los Medicis, la corrupción y el asesinato político, había producido a Miguel Ángel. Suiza, el país de la paz, el orden y las vacas, había producido el reloj de cucú.

No recuerdo cómo fue recibida esta línea por el público ginebrino. Sé que yo me había mudado de la puritana pensión a una boardilla bohemia en la Place du Bourg du Four y desde allí, junto con un condiscípulo holandés, empecé a explorar el lado oscuro de la tierra de los cucúes, la vida nocturna de Ginebra. En ella abundaban los sub-Harry Lime en cabarets de mala reputación, prostitutas oxigenadas eternamente sentadas con sus perritos poodle en el café Canónica y un par de lindas bailarinas que el holandés y yo rápidamente convertimos en amigas íntimas. Mi felicidad se vio un tanto empañada, sin embargo, cuando pedí una cita sabatina con la bailarina, quien me dio la respuesta siguiente: «No, el sábado es el día de mi marido.»

Ah, el espectro de Calvino. ¿Ni siquiera las bailarinas de cabaret eran más que relojes de cucú animados?

Después de todo, ¿tendría razón Harry Lime?

Había leído la novela de Joseph Conrad, Bajo la mirada de Occidente, antes de venir a Ginebra. El libro evocaba para mí una ciudad de intriga política, hormigueante de exiliados rusos y temibles anarquistas. Pero aun en la atmósfera de invernadero trágico descrita por Conrad, había una similitud con la tierra del cucú: la protagonista Sofía Antonovna le dice al traidor Razumov: -Recuerda, Razumov, que las mujeres, los niños y los revolucionarios detestan la ironía.¿Pudo haber añadido, «y los suizos también»? Como mexicano, no me gustaban las generalizaciones sobre mi país o cualquier otro (salvo los Estados Unidos: soy puro mexicano). Leyendo a Conrad en Ginebra, sólo pude repetir con él que «hay fantasmas vivos así como los hay muertos».

Entonces, en el verano de 1950, fui invitado por unos viejos y queridos amigos germano-mexicanos, los Wagenecht, a visitarlos en Zurich. Nunca había estado en esa ciudad y tenía la idea preconcebida de que era la corona misma de la prosperidad suiza que tan brutalmente contrastaba con la otra Europa, la convaleciente de la guerra, Londres sujeta aún a racionamientos de los artículos básicos, Viena ocupada por las cuatro potencias vencedoras, Colonia bombardeada, Italia sin calefacción, sus trenes de tercera colmados de hombres con pantalones raídos cargando maletas atadas con mecates, los niños recogiendo colillas de cigarros en las calles de Genova, Nápoles, Milán…

Era una bella ciudad, Zurich. Los dulces días de junio dejaban escapar el aliento moribundo de mayo y anunciaban el inminente calor de julio. Era difícil separar al lago del cielo, como si las aguas se hubieran transformado en aire puro, y el firmamento en un espejo más del lago. Era imposible resistir el sentimiento de tranquilidad, dignidad y reserva que hacía resaltar aún más la belleza física del entorno. Me pregunté, ¿dónde están los gnomos, dónde tienen escondido el oro?, ¿en esta ciudad donde se suponía que los nibelungos se hacían visibles, vestidos de chaqué y con sombreros de copa, como en las caricaturas de George Grosz?

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