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Como la lista «moderna» de estos escritores intemporales va desde Voltaire (Cándido) y Beckford (Vathek) en el siglo XVIII hasta Ray Bradbury, Arthur Clarke o Isaac Asimov en el XX y como sus temas abarcan desde la evocación del pasado más remoto (Frazer y Frobenius) hasta el futuro más próximo (Verne y Wells), mi propia selección me lleva de la imaginación fantástica de los descubridores de América y sus bestiarios de Indias, a la más atroz forma de réplica a la naturaleza: la creación artificial del ser humano en el laboratorio de la ciencia, el progreso mecánico y la sustitución divina: Mary Shelley y Frankenstein.

Mary Shelley imaginó el horror de un antiparto: el nacimiento de una criatura fabricada con retazos de la muerte. Víctor Frankenstein es el nombre del padre que quisiera ser madre y da a luz la monstruosidad anónima que cada vez se parece más a su creador, huraño, cruel, nacido sin pasado, pero distinto del Dios que podría también tener estas características porque Dios no es curioso, Dios no es la madre Eva que come la manzana de la curiosidad, Dios no es la Pandora que desparrama los secretos de una caja llena de desgracias, Dios no ambiciona una identidad, un nombre o una percepción: es, lo sabe todo, nombrarle es reducirlo.

El monstruo de Frankenstein es doblemente monstruoso: no es un hombre, como su creador lo quisiera; tampoco es un Dios, como su creador quisiera serlo. El Prometeo moderno de Mary Shelley no roba el fuego divino: sale en busca de él, pero ese fuego es una ilusión, es el fuego fatuo de la luz polar, es la pira funeraria que espera al creador y a la criatura: la helada hoguera de la ciencia cuando no es el hombre quien crea a la ciencia, sino la ciencia la que crea o destruye al hombre. El Prometeo moderno de Mary Shelley no crea a un ser humano: crea a un ser anónimo. Acaso por ello la viuda del poeta Shelley tampoco firmó su libro. ¿Dónde iba a estar el nombre del monstruo nacido de la cópula de un hombre inquisitivo con una muerte enmudecida?

Una noche tormentosa del verano de 1816, se reunieron en una villa alquilada a orillas del Lago de Ginebra el locatario Lord Byron, sus amigos Percy Shelley y su mujer Mary, el insoportable doctor Polidori y mujeres surtidas por las paternidades, incestos y amores de Byron. Se propusieron contar cuentos de terror para pasar las horas de tormenta. Byron inventó al vampiro; Mary Shelley, al monstruo. Drácula y Frankenstein nacieron en esta Villa Diodati que es posible visitar hoy. La vista ha cambiado poco, pero ahora hay sinfonolas, televisores y mesas de ping-pong. Yo prefiero la visión de la película de James Whale, La novia de Frankenstein, porque allí la actriz Elsa Lanchester encarna a Mary Shelley en 1816 y nos cuenta una historia que sucede en 1935, donde la propia actriz interpreta el papel de la mujer monstruosa creada por el doctor Frankenstein para darle una pareja a su monstruo primero, interpretado por el actor Boris Karloff. El juego del tiempo es fascinante; lo es todavía más el hecho de que estos monstruos a los que la literatura no quiso o no pudo darles nombres -genial sabiduría de Mary Shelley- tienen ahora el nombre que les da su imagen fotográfica.

El monstruo tiene un nombre gracias a la fotografía. Y ese nombre es el de su creador. El público le da el nombre de Frankenstein al monstruo de Frankenstein. Esto es como nombrar Dios a cada una de sus criaturas. ¿Pero no es el género fantástico, en palabras de Borges, tronco, una de cuyas ramas es la teología?

Dios no tiene, en la literatura fantástica, peor enemigo que Drácula, el hombre-vampiro que vence todas las leyes divinas y humanas. Fornica sin amor, bebe por necesidad, no desea nada ni nadie salvo su propia inmortalidad, vence a la muerte y no se refleja en espejo alguno. Duerme de día. Mata de noche. Y viaja para huir de su propia leyenda y vivificar sus fuentes de vida y placer: la sangre.

Roland Barthes ha indicado que en el universo de Sade se viaja con un solo objeto: encerrarse. Aislarse y proteger la lujuria. Pero también experimentar el encierro como una cualidad de la existencia, como una voluptuosidad del ser. ¿Hace otra cosa Drácula cuando abandona su claustro transilvánico y se hace transportar en un barco de la muerte y dentro de un féretro lleno de la tierra original, al corazón de la metrópoli imperial y burguesa, Londres? Todos los seres de identidad extrema, de la novela gótica al cine surrealista, efectúan ese viaje de un encierro a otro: agotan el origen, viajan hacia lo subvertible, hacia el futuro.

Drácula busca la sangre que lo alimenta. Pero esta metáfora del horror esconde una realidad del amor. Drácula busca ser reconocido, aun al precio de convertir en muerte la vida que necesita y ama. Y sus víctimas, esas mujeres atraídas hacia él, esas mujeres que constantemente olvidan cerrar las ventanas de noche, dormir bajo un crucifijo o colgarse un collar de ajos al cuello, ¿no están invocando la presencia de ese otro que al identificarse en ellas, les permite a ellas identificarse en él? ¿Buscan las novias de Drácula el deseo inédito que sólo el monstruo, sin más deseo que la inmortalidad propia, les ofrece en la frontera entre el sueño y la pesadilla?

Drácula y Frankenstein son zebras literarias que cuentan con habitáts que les preexisten: castillos en ruinas, Transilvania y los Alpes, laboratorios de la fe en el progreso, aldeas que son santuario de la tradición milenaria… De la leyenda popular a la memoria del linaje, Europa cuenta con el escenario para la literatura fantástica. América, no. Quiero decir la América inglesa, protestante, puritana, la América del Norte. Hawthorne se queja de la ausencia de misterio en un país sin otra cosa que «una prosperidad común y corriente», en un país «sin sombra, sin antigüedad». ¡Cómo se las ingenia un gran escritor para descubrir el misterio en ese mundo próspero y corriente! Solteronas que viven en perpetua oscuridad, casas pintadas de sangre, muros murmurantes, la propia madre de Hawthorne, viuda encerrada con la comida enfriándose en la puerta de su recámara, hermana espectral que sólo se deja ver al caer la tarde…

Pero quien realmente descubre el terror de lo fantástico norteamericano es Edgar Allan Poe y su descubrimiento es que lo fantástico ocurre, no en los castillos del Rin o en las mazmorras de Roma, sino en la cabeza y el corazón de los seres humanos. «El corazón delator», podría llamarse la obra entera de Poe, el autor que niega el proyecto de la felicidad y el progreso norteamericanos («No tengo fe en la perfectibilidad humana») y revela, en cambio, el revés del optimismo norteamericano. Sus narraciones no ocurren en el meridiano solar de los Estados Unidos, sino en el turbio amanecer del mundo. En una aurora que aún no abandona la noche, surgen formas difíciles de soportar. Los muertos escuchan. Las tumbas se abren. Los fantasmas tocan con los nudillos a la entrada de los sepulcros. Con razón se ha dicho que Poe nació y se crió dentro de un féretro. Henry James lleva esta manera de terror imaginario a su punto más alto: el duelo con el mundo ocurre sólo en la cabeza de los personajes. No hay escenario exterior como en Frankenstein o Drácula. Londres, Bostón, fines de semana ingleses, vida social aristocrática, casas de campo bien atendidas. No: el terror está en la imaginación, en la vuelta de la tuerca

Paradójicamente, Poe, autor favorito de Stalin -el poder fascinado por la tortura y el terror-, pudo serlo también del más lógico de los cartesianos. La lógica deductiva de «El escarabajo de oro» y de «La carta robada» eleva la razón al misterio y antecede al gran fabulista latinoamericano, Jorge Luis Borges, perverso neoplatonista que primero postula una totalidad y en seguida comprueba su imposibilidad. Borges abre muchos de sus cuentos con la premisa irónica de una totalidad hermética. Evoca la nostalgia antigua de la unidad original. Pero, acto seguido, traiciona el afán idílico (eco de la utopía fundadora del Nuevo Mundo) mediante el incidente cómico y el accidente particular. Funes el memorioso lo recuerda todo (premisa fantástica). Pero para vivir necesita reducir, seleccionar, limitarse a un número manejable de recuerdos (conclusión cómica).

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