Inútil sería, de existir, la contienda del Padre contra el Hijo. El Hijo ya triunfó para siempre en la Tierra, diga lo que diga, piense lo que piense, exista o no, el Dios Padre. Por eso hay, en la gran intuición de William Blake, una «rabia en el cielo», a rage in heaven. Jesús es El Hijo Desobediente. Dios Padre está encabronado.
Digo que sin los Apóstoles, pero sobre todo sin Pablo de Tarso, Jesús pudo ser ignorado por la posteridad. San Pablo se encargó de que, más allá de los testimonios del Evangelio, Cristo reinase en una institución que es la Iglesia. Lo que asegura que Jesús siga en la historia es, sin embargo, lo mismo que le impide hacerse presente en la historia: la Iglesia cristiana, sujeta a los vaivenes de la vida política, de los compromisos y las excepciones, de las traiciones a Cristo, de la seducción de lo mismo que Cristo fustigó: simonía, fariseísmo, fe de mentirijillas, hambre de poder terreno… La Iglesia se convierte en la industria de Cristo, una industria que nos aleja de Cristo. La Iglesia es la venganza de Dios padre contra un Cristo intolerable. San Agustín, brillante sofista, prevé lo que vendrá. El sacerdote, como la Iglesia, puede ser débil o malo. Pero el sacerdocio lo dignifica. La Iglesia coloca a sus ministros por encima de su propia condición. Lo que el santo de Hipona no dice es que es la Iglesia la que se perdona a sí misma, colocándose, en nombre de Cristo, por encima de su propia condición. Orígenes fue condenado porque consideró que, siendo infinita, la misericordia de Dios acabaría por perdonar al Diablo. Debió añadir que perdonaría también a la Iglesia. No me voy a Lutero y la revolución protestante.
Me quedo en mi tiempo y mi vida para rechazar a la Iglesia de Pío XII, Pacelli, y su colusión con Franco y los nazis. Y, a partir del triunfo aliado, con la CIA, las mafias y el corrupto partido de la DC italiana. El honor de la Iglesia es rescatado, es cierto, por un papa como Juan XXIII, por obispos como Óscar Romero en El Salvador, pero la vergüenza vuelve a caer sobre la Iglesia argentina que bendijo a dictaduras de criminales, asesinos y torturadores…
Lo extraordinario es que dos mil años de traiciones no han logrado matar a Jesús. Qué poco duraron los imperios del mal, el Reich destinado a un milenio según Hitler, el futuro comunista prometido por la burocracia soviética… ¿Cuántas divisiones tiene el Papa?, preguntó con sorna Stalin. Pues muchas más que el Kremlin. Pero esos ejércitos de la fe cristiana existen a pesar de, no gracias a, la institución vaticana. Ésta aprovecha, administra, pero no alcanza a apropiarse de la figura de Jesús, que constantemente rebasa a la Iglesia creada en su nombre. Jesús es el perpetuo reproche a la Iglesia. Pero la Iglesia tiene que tolerar a Jesús para seguir siendo. Jesús se le escapa a la Iglesia porque se convierte en un problema para los que están fuera de la Iglesia. A la caza de herejes e incrédulos, la Iglesia no ha podido, actualmente, reservarse a Jesús porque Jesús extiende los valores de la vida eterna a los valores de la vida en el mundo y allí se vuelve algo más que un frágil Dios que se hizo humano. Se convierte en el Dios cuya fuerza es su humanidad. Y es la humanidad de Cristo lo que lo mantiene vivo como problema para una modernidad que puede tener temperamento religioso sin fe religiosa. El católico relapso Luis Buñuel; el protestante fuera de la Iglesia, Ingmar Bergman; el religioso social y civil Albert Camus. Pero también los hombres de fe capaces de ponerla a prueba en el mundo, Francois Mauriac, Georges Bernanos, Graham Greene. Y sobre todo la mujer de la fe, Simone Weil, que se pregunta, ¿Se puede amar a Dios sin conocerlo?, y contesta: Sí. Es la respuesta terrible a la terrible pregunta de Dostoyevsky: ¿Se puede conocer a Dios sin amarlo? Stavroguin, Iván Karamazov, contestan: Sí. Éste es el dilema y sólo Jesús lo resuelve. Una persona no es Dios, pero Dios puede ser una persona. De allí que millones de hombres y mujeres crean en Jesús y sean su fuerza, más allá de las Iglesias y las clerecías. Jesus no resucita a los muertos. Resucita a los vivos. Jesús es el corrector de pruebas de la vida humana.
KAFKA
«¿Has leído a Kafka?», me pregunta Milán Kundera. «Por supuesto -le contesto-. Creo que es el escritor indispensable del siglo XX.» Kundera sonríe socarronamente: «¿Lo has leído en alemán?» «No.» «Entonces no has leído a Kafka.»
La reflexión de Milán Kundera sobre la excelencia intraducibie de la lengua alemana empleada por Kafka admite ya, en castellano, una notable y muy honrosa excepción. La traducción de Miguel Sáenz (Franz Kafka, Obras completas. Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona) es de tal manera espléndida que dudo mucho la afecte la ironía de mi amigo Milán.
Kafka, el escritor indispensable del terrible siglo XX.
Sin él, no entenderíamos nuestro tiempo.
Pietro Citati, con valor intelectual y moral, se atreve a pensar lo impensable: que en El proceso de Kafka, Josef K. sea culpable. Que la aparente víctima sea el posible culpable.
No obvia Citati los niveles biográficos de Kafka y su relación con el padre, el judaísmo, la vida burguesa y profesional y su ciudad, Praga, la madrecita con garras. Gregorio Samsa, después de todo, prefiere ser, nos dice Citati, un hijo sacrificado que un insecto libre. Es un Isaac cuyo sacrificio, en La metamorfosis, no lo interrumpe el Ángel de Dios.
Y el escritor mexicano Sealtiel Alatriste, en su novela El daño, nos ofrece a un Kafka en íntima relación con su madre, que sacrifica su propia vocación musical al genio literario del hijo.
Pero la propuesta de Citati, que puede parecer escandalosa -la víctima es culpable- se vuelve luminosamente rigurosa cuando nos hace entender que el poder es virtual y la víctima del poder actualiza una fuerza que, de otra manera, sería inexistente.
Nosotros vestimos al Emperador desnudo.
Nosotros convertimos al fantasma del poder en el cuerpo del poder.
Kafka lo único que hace es indicarnos la desproporción que existe entre el poder real y el relato del poder. De donde se deriva la cuestión: si el poder hace eficaz su propia ficción, ¿cómo puede la cultura hacer eficaz su propia realidad? ¿Basta la subjetividad?
Los Diarios de Kafka, indica el filósofo chileno Martín Hopenhayn, le dan a sus novelas la resonancia subjetiva de la cual éstas carecen. No hay ninguna interioridad en la ficción de Kafka. Los Diarios, en cambio, son el reclamo interior de pasiones externas. Ésta es una complementariedad angustiosa, toda vez que los protagonistas de las novelas son héroes de la razón. Sufren por estar marginados de la razón. Pero no entienden las «razones» que los marginan. Su «racionalidad», entonces, consiste en disolverse en un sistema indiferenciado y verse a sí mismos fuera de los procesos de formalización de la vida social.
De allí la extraordinaria escenificación kafkiana de la relación entre el individuo y el poder -sin duda, la más lúcida, la más inquietante y la más actual que se haya escrito en los últimos cien años.
El individuo en Kafka es un parásito, escribe Hopenhayn, que quisiera dejar de serlo pero que, a pesar suyo, revela el mundo de parásitos que el sistema requiere para ejercer el poder. El «héroe» kafkiano sólo quiere ser acogido por el poder. Pero al someterse al poder, rasga sin quererlo la máscara del poder. El «héroe» kafkiano, gracias a su torpeza, no a su inteligencia, revela el fondo arbitrario del poder. En Kafka, el Emperador no es desvestido por un crítico del Emperador. La desnudez del poder es revelada en la imposibilidad que tienen sus sujetos de descifrar los designios del poder.
El poder literario de Kafka deriva de un hecho: sus ficciones describen a un poder que hace eficaz su propia ficción. En El proceso, como en El castillo, Kafka describe un vacío de poder que se presenta como algo plenamente colmado. Conocemos la mentira que usurpa el poder pero, aun sabiéndola mentira, asistimos estupefactos ante la representación que la disimula. El poder en Kafka ejerce su dominio por pura virtualidad. Las autoridades del Castillo se mantienen siempre intactas porque son sólo potenciales. En consecuencia, la víctima del poder (Josef K, el Agrimensor) imagina un poder proporcional a la fuerza de su ausencia. La regla de la regla del poder es la incertidumbre respecto a su aplicación.