La emigración irlandesa después del hambre de la patata, la potato famine que mató de hambre a la mitad de la población irlandesa en 1845, benefició tanto a los Estados Unidos como a Irlanda, que hoy es una próspera república que saltó de la economía agraria a la tecnología y los servicios, requiriendo, la propia Irlanda, trabajadores extranjeros para aumentar su desarrollo.
Hoy, el movimiento es casi siempre de Sur a Norte. Pero las razones del movimiento son las mismas del pasado: escapar a la pobreza local, rompiendo el círculo de la resignación.
Hoy como ayer, el emigrante obedece al pull factor, la demanda de la economía desarrollada que necesita trabajadores para tareas que la fuerza de trabajo doméstica, porque se hace vieja, o rehúsa realizar ciertos trabajos, o ha entrado a una esfera de ocupación más cómoda y técnicamente avanzada, ya no puede ofrecer.
Otra razón es el imán de la prosperidad proyectada por las pantallas de televisión, las revistas, los anuncios y las películas de las sociedades del Norte. Cuando los balseros albaneses llegaron a las costas de Italia hace una decena de años, inmediatamente le pidieron a las autoridades: «Muéstrenos el camino a Dallas.»
Pero el trabajador migratorio nunca llega ni a Dallas ni a Disneylandia. Más y más, él o ellas son víctimas de la violencia racial. El trabajador turco en Alemania, el trabajador argelino en Francia, el trabajador mexicano en Arizona, el trabajador negro en Italia, el trabajador magrebí en España: Ninguna política de desarrollo con justicia, ningún proyecto de globalización con orden, puede excluir la protección debida al trabajador migratorio, que es precisamente eso: un trabajador, no un criminal.
Durante quinientos años, el Occidente viajó al Sur y al Oriente, imponiendo su voluntad económica y política sobre las culturas de la periferia, sin pedirle permiso a nadie.
Ahora, esas culturas explotadas regresan al Occidente poniendo a prueba los valores mismos que el Occidente propuso universalmente: libertad de movimiento, libertad de mercado basada no sólo en la oferta y demanda de bienes sino de trabajadores, y el respeto debido a los derechos humanos que acompañan a todos y cada uno de los trabajadores migratorios.
No se puede, lo repito, tener interacción y comunicación global instantáneas sin tener, al mismo tiempo, migración global instantánea.
Una de las grandes novelas de la lengua española del siglo XX predijo y elevó dramáticamente este tema. Me refiero a Paisajes después de la batalla, el admirable libro de Juan Goytisolo, publicado en 1982. En él, Goytisolo traduce una de las más grandes y antiguas tradiciones de la novela -el tema del desplazamiento- a la ciudad moderna, sus inmigrantes indeseados y su desafío a cualquier noción de pureza lingüística, sexual, culinaria u onírica. Goytisolo efectivamente imagina el espacio de la nueva ciudad mestiza, occidental y oriental, meridional y septentrional, dándole voz a todos y cada uno de sus habitantes.
Nos plazca o no, la ciudad policultural ya está aquí, con nosotros. La energía de las ciudades hispánicas de los Estados Unidos -Los Ángeles, Miami, Chicago- es inseparable de su carácter mestizo. Los Ángeles, que es no sólo ciudad hispánica, sino coreana, vietnamita, japonesa y china, será la Bizancio del siglo XXI, proyectada desde la frontera con México (que es la frontera con toda la América Latina) a la gran comunidad del Pacífico. hasta Vladivostok, Tokio, Shanghai, Hanoi…
Creo en las preguntas de un acto fraternal rodeado de abismos: ¿Acaso no existe otra voz y acaso no es también la mía? ¿Acaso no hay otro tiempo que puedo tocar y que puede tocarme? ¿No existen otras fes, otras historias, otros sueños y no son, también, míos?
Estamos en el mundo, vivimos con otros, vivimos en la historia y tendremos que dar cuenta de nuestra memoria, de nuestro deseo y de nuestra presencia en esta tierra en nombre de la continuidad de la vida. La xenofobia interrumpe y asesina la vida.
Las culturas se influencian unas a otras. Las culturas perecen en el aislamiento y prosperan en la comunicación. Como ciudadanos, como hombres y mujeres de ambas aldeas -la global y la local- nos corresponde desafiar prejuicios, extender nuestros propios límites, aumentar nuestra capacidad de dar y recibir así como nuestra inteligencia de lo que nos es extraño. No hay globalidad que valga sin localidad que sirva. Para implementar esta idea, debemos abrazar las culturas de los otros a fin de que los otros abracen nuestra propia cultura. Recordemos, en el inicio de un nuevo siglo, que la historia no ha terminado. Vivimos una historia inacabada. La lección de nuestra humanidad inacabada es que cuando excluimos, nos empobrecemos y cuando incluimos, nos enriquecemos. ¿Tendremos tiempo de descubrir, tocar, nombrar, el número de nuestros semejantes que nuestros brazos sean capaces de hacer nuestros? Porque ninguno de nosotros reconocerá su propia humanidad si no la reconoce, primero, en los otros.
YO
«El Yo es detestable.» Arthur Rimbaud, que se sabía hacer querer o detestar en iguales medidas, se amó y se odió a sí mismo en medidas, acaso, superiores. Su clamor de un ego detestable va a contrapelo del amor que todos sentimos hacia nuestro propio yo, acariciado, admirado, vestido y revestido en ese espejo interno que casi todos quisiéramos externar, como lo hacen superiormente los italianos, en el culto y la certidumbre de «la bella figura». Que muchísimas personas no pueden, ni quieren, ni se atreven a traspasar esa vanidad de vanidades, es cierto porque en el mundo hay fealdad y hay imperfección, que no se ignoran, y hay humildad y hasta humillación, que así se quieren.
Pero el «yo» común -el ego, ese pequeño argentino que todos llevamos dentro, según un viejo e injusto chiste latinoamericano- sí puede manifestarse, bello y admirativo, como un serio defecto moral. Puede ser un estado psíquico que se convierte en un fin en sí mismo, excluyente no sólo de los otros, sino, al cabo, del yo mismo, de la virtud personal. El yo vanidoso es el pigmeo del ser. Puede representar esa parte de nosotros mismos en la que depositamos, sin darnos cuenta, lo que más odiamos en los demás. El yo se vuelve fácilmente contra sí mismo. El enano egoísta se agiganta hasta convertirse en monstruo vengador de nuestro yo detestable.
El yo puede extraviarse creyendo que existe en perfecto aislamiento ególatra. Esto significa que se engaña creyendo que puede ser sin necesidad de lo que ya es. El «conócete a ti mismo» socrático no es sólo un mandamiento dirigido a la interioridad. Pero también es eso: un llamado a la inteligencia del ser interior que a veces perdemos en la egolatría, la autosatisfacción, el espejo de la vanidad. El llamado socrático, más bien, lo es a la crítica del yo que no tiene el valor de admitir sus defectos pero también a cultivar los que sólo pueden florecer en el marco del yo. Pues aunque el mundo nos preceda y nos continúe, lo que existe fuera de nosotros pasa por nosotros. El yo filtra, resume, reflexiona y añade algo al mundo, pero sólo porque, por más detestable que pueda ser, existe. Está allí.
El yo es el marco, no de toda la realidad, pero sí de una parte indispensable sin la cual la realidad no tiene escenario donde actuar. Quizás «yo» no sea el pronombre más honorable. Pero no hay «tú» que no provenga de o se dirija a «yo», ni «tú» y «yo», al cabo, que puedan sustraerse del «nosotros». Pero a su vez, ¿puede haber «nosotros» que exilie de su peligrosa comunidad al yo y al tú, sin convertirse, a su vez, en peligrosa abstracción política?
El yo fue propuesto por los estoicos y por Rousseau como ciudadela del alma. «No te dejes conquistar por nada salvo tu alma», dijo Séneca, natural de la Córdoba latina. Y exclamó el Ciudadano de Ginebra: «¡Oh virtud! ¿No basta para aprender tus leyes volver a nuestro yo?» Llevada a su extremo, la protección del valor intrínseco del yo nos abandonaría en el sillón de Pascal, para quien todas las desgracias del mundo provenían de la incapacidad de quedarse quieto en casa, sentado en un sillón. Y, acaso, desde la ciudadela estoica y desde la silla pascaliana, el yo puede exhibir muchos de sus méritos. Puede, por ejemplo, atesorar lo que queda de la infancia. Puede, también, alimentar la imaginación y desplegarse creativamente.