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Escribir, pintar, componer, pensar, son ocupaciones solitarias del yo. Sólo una opresiva dictadura puede tachar de egoísmo y traición a la solidaridad la necesaria soledad para escribir un poema, como lo hiciese Stalin contra Ajmátova. En el yo se manifiestan los deseos, se cultivan las virtudes y se enmiendan los errores. Una parte de la fuerza vital tiene, pues, su raíz en el yo, que la emplea para la propia conservación. Es la parte indispensable del egoísmo. Renunciar a la propia conservación es renunciar al yo en aras de otro valor que puede ser la patria, la convicción política, el amor, la justicia.

Nuestra esperanza es que el sacrificio, en vez de aniquilarlo, fortalezca a nuestro yo. Mas cuando el yo es fortalecido, ¿no pasa a otra categoría despojada de los vicios de la egolatría? ¿No pasa el yo a ser persona?.

Ya sé que persona significa, etimológicamente, máscara. La máscara del teatro clásico, sin embargo, no fue inventada para ocultar sino para «sonar», personare, es decir, para dejarse escuchar. El yo que es persona es consciente de sí porque es consciente del mundo. El yo narcisista se ahoga en su espejo. La persona rescata de la agonía al yo protegiendo y manifestando las reservas que el yo ególatra, acaso, desconoce. Conócete a ti mismo. El yo solitario se convierte en persona describiendo cómo se formaron su corazón y su mente, cómo se alimentan su imaginación y su pasión. La soledad del individuo creativo es, de esta manera, una ilusión. Lo que escribe, pinta, compone, crea, imagina, dispone, es ya el yo personal, el yo con atributos. El yo soy se vuelve inseparable del porqué y el para qué soy.

Conocerse a sí mismo no significa, entonces, amarse a sí mismo.

Escenario de la creación, el yo personal puede ser heroico en su capacidad de dar cauce a la imaginación más poderosa. Pero la agita la tradición, poderosa también, del desorden romántico (Byron) o posromántico (Burroughs) como condición de la creación: el desarreglo de los sentidos, para regresar a Rimbaud. Son pocos y aislados los casos en que este espejismo de la creación combustible, alimentada de alcohol, sexo, droga, exceso, deje frutos perdurables. Flaubert, como lo quiso Pascal, ya no se movió de su casa, como no se movió Velázquez de su corte, ni Beethoven de su aldea, ni cambió Kant los horarios y la ruta de su prevista caminata diaria. La vitalidad de Balzac no necesitó más vicios que la gula, las mujeres y las cincuenta mil tazas de café que lo mataron. Cervantes, el modelo de ironía domeñada, pasó tiempo en cárceles y burocracias nada heroicas, y Sade, el modelo de desorden extremo, también se vio obligado, encerrado en cárceles y manicomios, a imaginar más de lo que podía hacer. Shakespeare estaba demasiado ocupado actuando y administrando teatros como para darle a su yo más respiro que la escritura misma y a Dante ni la agitación política florentina pudo apartarlo de una Commedia que no ocurre ni en el Cielo ni en el Infierno, sino a la mitad del camino de la vida, en la selva oscura del propio yo… No hay, pues, reglas estrictas respecto al yo creativo. Wordsworth es la normalidad misma. Su amigo Coleridge, el desorden. Baudelaire une disciplina y desorden. Hugo llega a escribir cómo ser un buen abuelo. Dickens, a su pesar, es un ser doméstico y Wilde transgrede la domesticidad, acaso, también, a pesar suyo. La lista de los contrastes es interminable, pero la regla de la creatividad es estricta. Se llama disciplina. Se llama saber estar solo. Se llama enmarcar el yo en una proyección que lo trasciende en la persona.

La personalidad creativa nos dice que el peor pecado del yo es dispersarse en ocupaciones banales. Y yendo un poco más lejos: trabajando en lo que no nos gusta. El yo verdaderamente desgraciado es el que disipa sus días en una ocupación que detesta y que, pesadumbre peor, no puede abandonar y convierte, inconscientemente, en costumbre y al cabo en fatalidad. Esta gama va desde el joven camarero del restorán que no oculta el desagrado de su ocupación hasta el viejo camarero resignado a que esto, servir mesas, es su destino. En medio, está el camarero alegre, orgulloso de su servicio, capaz de otorgarle valor y sentido a la gracia -no la desgracia- de contribuir al bienestar del mundo. El gruñón y el resignado se encuentran sobre todo en el mundo anglosajón, mundo de desplazamientos agrios y de insatisfacciones visibles.

El individuo orgulloso de su trabajo porque sabe que todo trabajo es digno y creativo, se da sobre todo en el mundo latino y mediterráneo. Pero la ubicación social es lo de menos. El aristócrata, rencoroso si es pobre, fainéant si es rico, y, rico o pobre, desdeñoso, ha sido desplazado y superado, en casi todo el mundo, por el empresario que puede ser enérgico, generoso y simple, o sofisticado, miserable, pero, siempre, enérgico.

Hablo desde nuestra tradición fáustica y no me concierne (porque la desconozco) la espiritualidad oriental que muchos amigos míos comprenden y practican. Acaso compartamos la convicción de que conocerse a sí mismo no significa ni adorarse a sí mismo ni poseer la verdad absoluta, sino la capacidad de vivir de acuerdo con normas mínimas de disciplina, proyectos de trabajo y saber estar en el mundo, solo o valorando la amistad y el amor. Lo demás, se lo lleva el remolino. Los héroes románticos envejecen. Las mujeres más bellas se arrugan. Las heroínas mueren temprano de la heroína. Y el yo puede perderse creyendo que es sin necesidad de lo que debe ser.

El yo establece sus jerarquías y el mundo las suyas. El desafío consiste en saber hasta dónde se aceptan y justifican el orden exterior al yo y hasta dónde el yo que es capaz de aceptar, cambiar, reordenar al mundo. El místico puede hacerlo, de nuevo, desde el sillón de Pascal. Los demás, obligados a salir al mundo, nos vemos obligados también a reflexionar sobre nuestra relación con lo que es fuera de nosotros. Yo creo conocerme porque habito mi piel («lleno de mí, sitiado en mi epidermis»: Gorostiza) pero cuando salgo de mí, creo desconocerme porque experimento la sensación de que el mundo me desconoce. ¿Cómo hacerme conocido del mundo sin perder el conocimiento de mí? ¿Cómo enriquecer al mundo enriqueciendo mi yo? Salir de uno mismo es ya transformarse descubriendo algo otro que, desde siempre, nos habitaba. Amor, amistad, experiencia. Las categorías que presiden este libro explican, desde luego, cómo se transita del yo a la persona y de la persona al mundo, a los otros, a la sociedad.

El camino no es fácil. Tenemos, en ocasiones, la fuerte sensación de que, sin caer en la egolatría, mientras más solos y más aislados, más unidos nos encontramos a lo que, siendo de todos, creíamos que era sólo nuestro. La palabra, el sueño, la memoria, el deseo, el sol, la playa que recorremos descalzos, ¿son sólo nuestros? ¿O por ser tan nuestros, son de todos? El yo primario puede sentir que reina sobre un mundo invisible para todos menos él mismo.

Hay satisfacciones del yo que consisten en saberse distinto de los demás e, incluso, ajenos al momento.

Pero esa misma calidad del yo sólo lo es porque es visitada por algo fuera del yo. Podemos celebrar nuestra plasticidad original, la ilusión de una soledad que se identifica con la primera creación. El mundo aún no nos sojuzga. Somos diferentes a las verdades recibidas y a las virtudes consagradas. El alma joven no se acobarda ante su singularidad idéntica a su libertad. El yo siente que aquí está su momento estelar. Pero si permanece en ese instante glorioso de la juventud, corre el peligro de empezar por definirse para acabar por defenderse, de negarse a enriquecer el yo para acabar admitiendo la invasión del yo por lo indeseable y lo imprevisto, de trocar el valor juvenil en temor inmaduro, de acabar arruinados, de viejos, por lo que amamos de jóvenes…

El yo debe aprender cuanto antes que no hay peor enemigo que uno mismo. Que no hay peor fantasma que el espejo propio. Y que, al cabo, como advierte Salvador Elizondo, nadie se disfraza de nada peor que de sí mismo. La juventud puede ser un terrible pleonasmo si no tiene la valentía de salir de sí misma, exponerse a la caída, no saber si la puerta da al precipicio. Sin embargo, aun quienes, como yo, vivimos ya en la edad testamentaria, guardamos como un tesoro los momentos de la juventud que siguen alimentando a nuestro yo a lo largo de los años. Basta detenerse un momento para pensar, ¿qué nutre mi yo?, ¿qué permanece para siempre en mí? Paradójicamente, la respuesta vendrá casi siempre de lo que llegó de fuera, el momento consagrado del amor, de la amistad, de la creatividad compartida.

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