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Thérèse Desqueyroux, Le Désert de l’amour, Le Noeud de vipéres. Le Baiser au lépreux, Le Mal mismo, son novelas de un mal pervertido que, proponiéndose hacer el bien, destruye o rebaja la capacidad de amar manipulada por la religión, el dinero y, sobre todo, la convención social y el fariseísmo. Thérése Desqueyroux, en el colmo de este drama de las buenas intenciones empedrando los infiernos, asesina en nombre de una antigua falta para rescatar la hubris familiar al precio de su propia salud. La sociedad, la familia, el honor, determinan así, en nombre del amor debido a esas instituciones, la esclavitud erótica y el crimen pasional de la heroína.

El elogio del amor como realidad o aspiración suprema del ser humano no puede ni debe olvidar la fraternidad del mal aunque, en esencia, la supera en la mayoría de los casos. La aplaca, pero nunca la vencerá del todo. El amor requiere una nube de duda contra el mal que lo acecha. Pero no sólo esa nube, sino la rabia misma del cielo, se disipan en el placer, la ternura, la ciega pasión a veces, la felicidad así sea pasajera, del amor tal y como lo vivimos los hombres y las mujeres. La más viva pasión amorosa puede degenerar en costumbre, en irritación a lo largo del tiempo. Una pareja empieza a conocerse porque ante todo se desconoce. Todo es sorpresa. Cuando ya no hay sorpresas, el amor puede morir. A veces, aspira a recobrar el asombro primerizo pero acaba dándose cuenta de que, la segunda vez, el asombro es sólo la nostalgia. Acomodarse a la costumbre puede ser visto por algunos como una pesada carga -un desierto final, repetitivo y tedioso cuyo único oasis es la muerte, la televisión o la recámara aparte. Pero ¿cuántas parejas, también, no han descubierto en la costumbre el amor más cierto y duradero, el que mejor acoge y cobija la compañía y el apoyo que también son nombres del amor? ¿Y no es otro desierto, ardiente de día pero helado de noche, el de la pasión sin tregua, mortificante al grado de que los grandes protagonistas del amor romántico prefirieron la muerte joven y apasionada en su climax, que la pérdida de la pasión en la grisura de la vida cotidiana? ¿Pueden envejecer juntos Romeo y Julieta? Quizás. Pero el joven Werther no puede terminar sus días viendo el Big Brother en televisión como única forma de participación vicaria en pasiones menos dormilonas que la suya.

El amor quiere ser, por el mayor tiempo posible, plenitud de placer. Es cuando el deseo florece por dentro y se prolonga en las manos, los dedos, los muslos, las cinturas, la carne erguida y la carne abierta, las caricias y el pulso ansioso, el universo de la piel amorosa, reducidos los amantes al encuentro del mundo, a las voces que se nombran en silencio, al bautizo interno de todas las cosas. Es cuando no pensamos en nada para que esto no termine nunca. O cuando pensamos en todo para no pensar en esto y darle su libertad y su más larga brevedad al placer carnal cuando le damos la razón a San Agustín, sí, el amor es more bestiarum, pero con una diferencia: sólo los seres humanos (complicaciones aparte) hacemos el amor dándonos la cara. Para el animal no hay excepciones. Para nosotros, la excepción animal es la regla humana.

¿Cuándo es mayor la felicidad del amor? ¿En el acto de amor o en el salto adelante, en la imaginación de lo que sería la siguiente unión amorosa? ¿La alegría fatigada del recuerdo y nuevamente el deseo pleno, aumentado por el amor de un nuevo acto de amor: felicidad? Este placer del amor nos deja asombrados. ¿Cómo es posible que el ser entero, sin desperdicio o abandono alguno, se pierda en la carne y la mirada del ser amado y pierda, al mismo tiempo, todo sentido del mundo exterior al amor? ¿Cómo es posible? ¿Cómo se paga este amor, este placer, esta ilusión?

Los precios que el mundo le cobra al amor son múltiples. Pero, como en los teatros y los estadios, hay precios de entrada diferentes y butacas de preferencia. La mirada es boleto imprescindible del amor. Por los ojos entra el amor, dice el dicho. Y en verdad, cuando amamos, todo el mundo huye de nuestra mirada. Sólo tenemos ojos para el ser amado. Una noche en Buenos Aires, descubrí, no sin pudor, emoción y vergüenza, otra dimensión de la mirada amorosa: su ausencia. Nuestra amiga Luisa Valenzuela nos llevó a mi mujer y a mí a un sitio de tango en la larguísima avenida Rivadavia. Un salón de baile auténtico, sin turistas ni juegos de luces, las cegadoras strobelights. Un salón popular, de barrio, con su orquesta de piano, violín y bandoneón. La gente sentada, como en las fiestas familiares, en sillas arrimadas contra la pared. Parejas de todas las edades y tamaños. Y una reina de la pista. Una muchacha ciega, con anteojos oscuros y vestido floreado. Una Delia Garcés renacida. Era la bailarina más solicitada. Dejaba sobre la silla su bastón blanco y salía a bailar sin ver pero siendo vista. Bailaba maravillosamente. Le devolvía al tango la definición de Santos Discépolo: «Es un pensamiento triste que se baila.» Era una forma bella y extraña de amor bailable, simultáneamente, en la luz y en la oscuridad. La media luz, sí.

El «crepúsculo interior» nos enseña también, con el tiempo, que se puede amar la imperfección del ser amado. No a pesar de ser imperfecto, sino por ser imperfecto. Porque una cierta falla, un defecto conmensurable, nos hace más entrañable a la persona querida, no porque nos haga creer en nuestra propia superioridad -los griegos castigaban la hubris como la ofensa trágica, más que contra los dioses, contra los límites humanos-, sino, por el contrario, porque nos permite admitir nuestras propias carencias y, estrictamente, emparejarnos. Esto difiere de otra forma del amor, que es la voluntad de amar. Acontecimiento ambiguo que puede ondear con las banderas de la solidaridad, pero también lucir los harapos del provecho propio, la astucia o esa forma de amistad por conveniencia que describe Aristóteles. Hay que distinguir muy claramente estas dos formas de amor, pues la primera abarca la generosidad y la segunda concierne al egoísmo.

«Un perfecto egoísmo entre dos» es la fórmula, bien francesa, como Sacha Guitry definía al amor, dándole un cierto aire de ironía a la intimidad misma. El egoísmo compartido supone, por una parte, aceptar, tolerar o guardar discreción frente a las múltiples miserias que, en palabras de Hamlet, «la carne hereda». Pero el egoísmo sin más -la soledad radical y avara- no sólo es separación del otro, sino de uno mismo. No falta quien diga que, a pesar de todo, el mejor momento del amor es la separación, la soledad, la melancolía del recuerdo, el momento solitario… Situación preferible a la melancolía del amor que nunca tuvo lugar por premura, por indiferencia, por falta de tiempo. «No hubo tiempo. No hubo tiempo para la última palabra. No hubo tiempo para decirse tantas cosas del amor.»

Voluntad o costumbre, generosidad o imperfección, belleza y plenitud, intimidad y separación, el amor, acto humano, paga, como todo lo humano, el precio de la finitud. Si del amor hacemos la meta más cierta y el más cierto placer de nuestras vidas, ello se debe a que, por serlo o para serlo, debe soñarse ilimitado sólo porque es, fatalmente, limitado. El amor sólo se concibe a sí mismo sin límite. Al mismo tiempo, los amantes saben (aunque apasionadamente se cieguen, negándolo) que su amor tendrá límites -si no en la vida, entonces seguramente en esa muerte que es, según Bataille, el imperio del erotismo real: «La continuidad del amor más intenso en ausencia mortal del ser amado.» Cathy y Heathcliff en Cumbres borrascosas. Pedro Páramo y Susana San Juan en la novela de Rulfo. Pero en la vida misma, ¿nos satisface plenamente el más absoluto y pleno de los amores? ¿No es verdad que queremos siempre más? Si fuésemos infinitos, seríamos Dios, dice el poeta. Pero queremos por lo menos amar infinitamente. Es nuestro acercamiento posible a la divinidad. Es nuestra mirada de adiós y nuestra mirada de Dios.

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