Invoco a Juan Bautista Alberdi: Gobernar es poblar, sí, pero poblar es educar, añadiría Domingo F. Sarmiento, y sólo una ciudadanía educada puede gobernar en beneficio de su país y el mundo.
Esa base, la única firme, la única creativa para convertir a los procesos globalizadores en oportunidades de crecimiento, prosperidad y justicia, es la identificación activa de la sociedad civil, la democracia y la cultura como depositarías inseparables de una nueva soberanía para el siglo XXI y de una refundación, acaso con un nombre que aún ignoramos, de ese plebiscito diario, que, en palabras de Renán, constituye una «nación».
Sólo puede haber buen gobierno nacional si hay un sector público y un sector privado conscientes de sus deberes para con la comunidad local a la cual deben servir primero a fin de ser parte positiva, en segundo término, de la comunidad global.
Ello exige que entre ambos sectores juegue el papel de puente, instancia supletoria y vigilancia política, el tercer sector.
Navegando en el barco de la globalidad, no arrojemos por la borda ni al sector público ni al sector privado ni a las sociedades en las que actúan. La globalización podría convertirse, sin la flotación equilibrada de esos tres factores, en un Titanic indefenso ante los icebergs imprevistos de una historia llena de peligros, tormentas, desplazamientos, sorpresas financieras, resurrección de viejos prejuicios y resistencia de viejas culturas. Lejos de haber terminado, la historia está más viva que nunca, más conflictiva, más desafiante que nunca.
Porque junto con los vicios de la aldea global, han resurgido los vicios de la aldea local. El tribalismo. Los nacionalismos reductivos y chovinistas. La xenofobia.
Los prejuicios raciales y culturales. Los fundamentalismos religiosos. Las guerras fratricidas.
No es ésta, ni mucho menos, la primera «mundialización». Lo fue, con creces, la era de los grandes descubrimientos, la circunnavegación de la tierra y la creación del jus gentium, el derecho internacional como respuesta a los procesos globales de conquista, colonización y rivalidad comercial.
Lo fue, conflictivamente, el paso de la «primera ola» agrofeudal (Toffler) a la «segunda ola» de una industrialización veloz que despojó de primacía al mundo agrario y artesanal, provocando la rebelión de Ned Ludd y sus partidarios (los ludditas) destruyendo las máquinas que le quitaban trabajo al artesano y al labriego.
Hoy, un neoluddismo que el ex presidente mexicano Ernesto Zedillo ha denominado «globalifobia», repite la actitud de oponerse a lo imparable: la nueva economía tecnoinformativa que da primacía a la calidad sobre la cantidad del producto y se manifiesta en vastas alianzas mundiales para la producción, la distribución y la rentabilidad.
Que esta revolución provoca desquiciamientos, dolor, injusticia, es tan cierto hoy como en el siglo XIX.
Que la nueva economía no va a desaparecer al golpe de manifestaciones de descontento, también es cierto, como en el siglo XIX.
Decía que la nueva economía global, como el Monte Everest, está allí. No se va a mover. El problema es cómo escalarla.
El Cristo del Corcovado está allí. No se trata de dinamitarlo porque el mundo no es perfecto. Se trata de abrazarlo para que el mundo sea menos imperfecto.
Ya hay dos mil millones de computadoras en el mundo. Más y más, los teléfonos se conectarán a las computadoras, se multiplicarán las voces y los datos, la comunicación de uno a uno se transformará en comunicación entre uno y muchos.
Y hasta los guerrilleros, como lo ha demostrado Marcos en Chiapas, harán sus revoluciones por Internet.
El hecho es novedoso y aplastante: Bill Clinton, escribiendo sobre «la lucha por el espíritu del siglo XXI» en el diario El País, nos da un dato impresionante: Cuando asumió la presidencia de los Estados Unidos, en enero de 1993, sólo existían cincuenta sitios en la red mundial. Cuando dejó la Casa Blanca, ocho años después, había trescientos cincuenta millones.
¿Resuelven las nuevas tecnologías y la informática los problemas básicos de la gran masa de pobres en Latinoamérica y el mundo?
Por sí solos, no.
Pero en la medida en que la novedad tecnológica se extiende como factor acelerado de educación en comarcas y clases sociales que pueden recibir instrucción sin necesidad de caminar tres horas a una escuela y sin la posibilidad de pagar a maestros escasos y mal remunerados, entonces sí.
En la medida en que la tecnología y la información pueden llegar a las erosionadas e improductivas tierras muertas de la América Latina y demostrar cómo se conservan tierra, agua, bosques y se moderniza y enriquece el quehacer agrícola, entonces sí.
En la medida en que la tecnología y la información se convierten en vehículos de una solución básica de la pobreza, que es generalizar el microcrédito, entonces sí.
En la medida en que la información y la tecnología pueden multiplicar los ingresos de los pequeños productores mediante la identificación de mercados, entonces sí.
En la medida en que la información y la tecnología le otorguen a los ciudadanos los poderes necesarios para reconstruir los controles políticos y sociales de la economía, entonces sí.
En la medida en que la información y la tecnología le proporcionen a cada individuo el equipo cultural necesario para aprender, producir, influir, entonces sí.
En la medida en que la información y la tecnología le permitan a los ciudadanos adquirir perfil propio, identificar intereses y asumir cultura, entonces sí.
En la medida en que la información y la tecnología le devuelvan al Estado y a la política su indispensable papel de actor central, entonces sí.
Globalización y política. Lo ha dicho con gran precisión el politólogo mexicano Federico Reyes Heroles:
«En nuestra América Latina… los agentes económicos no poseen la capacidad de sustituir al Estado… Despidamos al Estado benefactor pero fortalezcamos al Estado regulador.»
Reyes Heroles nos recuerda que no hay democracias estables sin Estado fuerte. Esto es cierto en las democracias fuertes de las economías fuertes del Hemisferio norte. Lejos de disminuir al Estado, la globalización y la apertura extienden las áreas de la competencia pública y reafirman la función redistribuidora del Estado por la vía fiscal.
El Estado latinoamericano sigue siendo factor indispensable para implementar las políticas de salud, educación y nutrición. El Estado no puede renunciar a su función recaudatoria, mejorar la eficiencia del gasto y obtener recursos adicionales para la política social.
Estado no grande, sino fuerte. Política de pie, no recumbente. Empresa privada productiva, no especulativa. Sociedad civil atenta, consciente de que los derechos sociales dependen de la acción y la organización sociales. Tercer sector como conducto de inteligencia social: cuál es mi identidad, cuáles mis intereses, cuáles mis desafíos.
No oculto por un momento los males de la economía global. El abismo creciente entre pobres y ricos. La abolición de ocupaciones tradicionales. La urbanización devastadora. La rapiña de recursos naturales. La destrucción de estructuras sociales. La vulgaridad de la cultura comercial.
Pero niego dos políticas: La del avestruz que esconde la cabeza en la arena. Y la del toro que entra a destruirlo todo en la cristalería.
La pura negación no va a ponerle fin al proceso globalizador. La cuestión es: cómo aprovecharlo.
¿Cuáles serán, una vez asimiladas las virtudes, limadas las asperezas, agotadas las oposiciones, reforzadas las resistencias, legisladas y sujetas a política las realidades de la selva y las del zoológico globales, los temas que podemos prever ya como nueva arena de disputas dentro de cuarenta, cincuenta años, cuando yo ya no esté aquí? Me atrevo a imaginar tres. La protección del medio ambiente. Los derechos de la mujer. Y la defensa de la esfera personal contra la invasión pública, así como la defensa de la esfera de lo público contra la rapacidad privada.