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Acaso mi actual distancia de Nueva York se deba a mi anterior cercanía. El Nueva York que yo viví en los sesenta era un espacio tribal de reconocimientos juveniles. Éramos banda de amigos, compartíamos mujeres, lecturas, bares. Nos unía el fervor entusiasta de la época. Nos unía el descubrimiento mutuo de la nueva literatura de Hispanoamérica por los norteamericanos y de Norteamérica por los latinoamericanos. Manhattan se extendía hasta la punta de Long Island y su tribu de jóvenes y vitales dramaturgos, hasta Martha’s Vineyard y de vuelta a la Segunda Avenida para recalar cada noche en los feudos de Elaine y sus habitués, y las gloriosas muchachas que estrenaban minifaldas, luengas melenas y cuerpos ondulantes al ritmo del watusi entre las luces y sombras del Peppermint Lo unge antes de amanecer melancólicamente oyendo al genial Cannonball Adderley y recompensar lo que nos pudo faltar de noche con mañanas de verano en lechos de penumbra dejando apenas pasar un calor de julio filtrado por las sombras frescas de una juventud que imaginábamos interminable… Como no he vuelto a encontrar lo que sólo puedo evocar, culpo injustamente a una ciudad que sentí tan mía y que hoy se me ha vuelto tan ajena. ¿Quién toca hoy la flauta africana del melancólico Hermano Yusef Lateef en una ciudad entregada a la celebridad, el dinero y el desdén darwiniano? Oh paradoja: la primera y la única potencia mundial, tan pagada de sí misma, se da el lujo de desdeñar la información internacional. Salvo en las dos costas -Nueva York y Los Ángeles- se buscarán en vano las noticias del mundo en prensa o televisión.

Y un día terrible -el 11 de septiembre de 2001- el horror despierta a Manhattan, desvanece todas sus liturgias egoístas y resucita todas sus solidaridades, todos sus heroísmos, toda su fraternidad humana en la hora del terror. ¿Por cuánto tiempo? No lo sé. Sólo sé que nada puede vencer la energía de Nueva York.

Toma más tiempo volar de Nueva York a Los Ángeles que a Londres o París. Un Los Ángeles cada vez más perdido en su enjambre de carreteras y en su azoro continental: ¡cómo es posible!, aquí se acabó América, aquí todo se derrumba hacia el mar y ya no hay más frontera que conquistar. California, the slide area. Y en medio del continente, brilla una gran ciudad enamorada y amorosa, ciudad que se quiere a sí misma y se hace querer por el visitante, Chicago, that toddlin’ town, la ciudad de los hombros grandes, donde los hombres sacan a bailar a sus esposas…

El espacio norteamericano impone las generalizaciones de la uniformidad, el vacío, el inmenso y tedioso llano, la ignorancia, la falta de información, el provincialismo… Pero ello mismo impulsa a buscar cuanto desmienta el lugar común, celebrando el hallazgo de una casa desconocida de Frank Lloyd Wright en las llanuras del Medio Oeste, el maravilloso retrato de Pedro Romero, el fundador del toreo moderno, pintado por Goya, en Fort Worth, la librería más vasta y completa del mundo entre las rías bellísimas de Portland, Oregón, Richard Ford en una calle de sencillez, evocación y elegancias calladas de Nueva Orleans, William Styron y su perro caminando por las playas de las viejas islas balleneras de Massachusetts, el perfecto Martini del Hotel Plaza, Dorothea Straus conquistando cada tarde las calles de Manhattan con paso de amazona y atuendo de Belle Époque, un burdel de maricas chinos en San Francisco, los manuscritos originales de la colonia española en la Biblioteca Ann Arbor, las risas cantarinas y los senos cálidos de las chicas de Boulder, Colorado, el perfil orgulloso de un estudiante chicano en San Antonio, Texas, el olor embriagante de la tinta, la madera, el cuero y el barniz en la Biblioteca Widener de Harvard, la irónica sabiduría de los grandes demócratas, Arthur Schlessinger, John Kenneth Galbraith.

Llego entonces a una conclusión. Las ciudades no soportan ser comparadas. Y «América» es una ilusión uniforme que esconde mil misterios accidentados. Hay la «América» que se sueña en Hollywood como Gene Kelly y Cyd Charisse: «Bailo, luego existo.» Hay la «América» que se afirma en la hegemonía sólo para descubrir que el poder fue en vano (Ciudadano Kane). Hay la «América» que lamenta sin cesar la pérdida de su inocencia en Bostón o en Long Island (Henry James, Scott Fitzgerald). Hay la «América» que nunca fue inocente (la Natchez, Mississippi, de Richard Wright, el Harlem, Nueva York, de James Baldwin) y la «América» que siempre fue violenta, corrupta y supremamente indiferente al idilio nacional (el Los Ángeles de Chandler, el Poisonville de Hammett).

Tengo una ciudad a la que le debo pasar de adolescente a adulto, disciplinar mi vida, ordenar mi mente, organizar mi trabajo de escritor. Esa ciudad es para mí Ginebra, mi altillo incomparable en la Place du Bourg du Four, el Forum Boarium fundado por Julio César, el Café de la Clémence enfrente para discutir con los amigos, el Café Canónica con vista al lago para recoger putas de pelo oxigenado y perritos falderos, la universidad para conocer y enamorar muchachas fragantes de juventud y asombro amoroso, el ambiente de disciplina y Anden Régime intelectual del Instituto de Altos Estudios Internacionales y su pléyade de internacionalistas-estrella, Brierly, Bourquin, Ropke, Scelle, que me privilegiaron con sus enseñanzas, las librerías de la Vieille Ville para comprar ediciones antiguas de los clásicos franceses y leerlas en la tranquilidad de la Isla Jean-Jacques Rousseau entre el Ródano y el Leman…

Ciudades de paz y contemplación supremas. Sevilla de equilibrio árabe, judío y cristiano. Oaxaca color de jade, única ciudad de perfil conyugal indígena y español. Berlín resurrecta en medio de sueños mecidos por la cercanía de cien lagos. Cartagena de Indias, la ciudad perfecta del Caribe colonial, amurallada ayer contra los piratas ingleses, hoy contra las guerrillas del narco: el oasis milagroso de un país desangrado y fantasmal. Savannah, Georgia, ciudad que Borges debió inventar, plazas de donde nacen calles que van a dar a más plazas de donde irradian más calles en una red geométrica infinita, perfecta, al cabo desolada como un cuadro metafísico de Chirico.

Pero no hay ciudad sin clima. La temperatura es la venganza de una naturaleza que, al cabo, no puede ser dominada por techo o calle, por puerta, llama del hogar o hielo del congelador. La naturaleza circundante proponiendo una y otra vez: Escoge. Nadie escapa al dilema de abandonarme para salvarse de mi abrazo sofocante, aun al precio de la orfandad errabunda, o permanecer para siempre en mi selva salvaje y protectora, aun al precio de abdicar los riesgos de la libertad…

México: el verano llegará con un llanto de polvo vencido. Londres: la primavera brotará en dos tetas juveniles detrás de una gasa transparente. Nueva York: el otoño tendrá una corona de oro. París: el invierno será un río de brumas.

Y afuera de las ciudades, lagos y vías fluviales, bosques y tierras, se mueren a una velocidad sin precedente. Corremos el riesgo de perder el equilibrio de la biosfera y condenar a nuestra descendencia a vivir y morir sin naturaleza. «El universo requiere una eternidad», escribió Jorge Luis Borges. Y en el cielo, añadió, los verbos conservar y crear son sinónimos. En la tierra, se han vuelto antagónicos. Conservar y crear son verbos enemigos en este inicio de siglo.

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