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Creo que el desafío primero del tercer sector en América Latina es crear puentes entre las dos naciones, confiar en que a partir del desarrollo humano se consolide el desarrollo económico, entender que los problemas globales no se resolverán si no se resuelven los problemas locales, rescatar del olvido a la aldea, la comunidad aislada, la migración interna, la aparcería, los oficios, los caminos vecinales, la escuela rural, la formación vocacional, las artesanías.

No habrá salud global si no hay salud local.

Las novedosas democracias latinoamericanas serán puestas a prueba por la capacidad o incapacidad de asociar la idea misma de la libertad política a la idea misma del bienestar social.

La sociedad civil tiene por función socializar tanto el sector público como al sector privado -iría más lejos: los debe colonizar-; pero debe saber -la sociedad civil- que ella misma es constantemente colonizada por el Estado y por la Empresa.

No se trata, pues, de compartimentos estancos. En cierto modo, la sociedad civil es como los partidos políticos, que tienen un pie en la sociedad y otro en las instituciones.

No basta, por ello, la muy difundida versión de la sociedad civil como lo no controlado por el poder público o por la empresa privada. La sociedad civil no sólo critica a las instituciones públicas y privadas: las enriquece, las contamina, ofrece soluciones alternativas para una prosperidad real.

Se trata de abrir horizontes en un mundo mutante a fin de crear nuevas estructuras y dotarlas de nuevas instituciones adaptables al cambio con justicia.

He insistido en la necesidad latinoamericana de aumentar nuestros niveles de ahorro para aumentar nuestros niveles de producción y disminuir nuestra dependencia del capital especulativo atrayendo, en cambio, el capital productivo. Éste es un gran tema, pero que tiene modalidades tan pequeñas que a veces pasan desapercibidas. Sin embargo, son tan importantes que constituyen fundamento y sentido de lo que entendemos por tercer sector o sociedad civil.

Para abrir canales entre el ahorro y la inversión productiva se necesitan, es cierto, fondos de previsión social, cajas de ahorro y uniones de crédito y, en general, acceso al crédito a fin de extender el sistema financiero y darle cobertura territorial.

Se requiere, asimismo, animar y multiplicar los sistemas de microcréditos.

Doy un solo ejemplo que me parece suficiente e ilustrativo.

En varias regiones rurales de Asia se está creando una democracia de crédito. El Banco Rural de Bangladesh ha otorgado, desde su fundación hace más de veinte años, dos mil quinientos millones de dólares a dos millones de clientes, a tasas de interés corrientes. Sólo en un año, el Banco dio créditos a los pobres por quinientos millones de dólares. El préstamo promedio es de unos doscientos dólares. El nivel de devolución es del 98 por ciento. Los pobres, a diferencia de ciertos bancos en México, Rusia, los Estados Unidos o Indonesia, pagan puntualmente. No necesitan rescates financieros sufragados por el contribuyente. La mayoría de los sujetos de minicréditos son mujeres y emplean el 90 por ciento del dinero en salud y educación para sus hijos: es decir, en la formación de ciudadanos.

Manuel Arango propone administración privada para fines públicos y Jorge Castañeda, programas cooperativos con temas definidos y metas precisas, capaces de cortar transversalmente las diferencias de clase, uniendo esfuerzos a fin de resolver problemas que pueden ser pequeños, pero son siempre concretos.

El interés público no tiene un defensor único. Cada vez más, la solidaridad y la vocación de participar llevan a la formación, en distintos campos, de organizaciones no gubernamentales cuya labor puede ser tan importante como las del Estado y la Empresa.

Doy dos ejemplos alejados pero complementarios.

En la ciudad brasileña de Curitiba, su alcalde, el arquitecto Jaime Lerner, reunió los esfuerzos de la administración pública, la empresa privada y la sociedad civil para combatir la polución, extender los espacios verdes, reciclar la basura, restaurar el centro urbano y descentralizar el crecimiento urbano, dándole nueva calidad de vida a una ciudad latinoamericana, gracias a la cooperación de los tres sectores.

El otro, más dramático ejemplo, es el de la extraordinaria función cumplida, bajo el sistema totalitario y a pesar de él, por la sociedad civil húngara en una de sus maneras extremas: como underground social en un régimen dictatorial. El gran novelista húngaro Giórgy Konrad nos cuenta que con todo y la burocracia estalinista y los tanques soviéticos, la sociedad civil húngara decidió vivir día a día, pese a la infelicidad, gracias a una cadena de actos mínimos de amor, sensualidad, creatividad y amistad.

Una escuela experimental, un proyecto de investigación, una nueva orquesta, la oportunidad para publicar clandestinamente, un pequeño restaurante, una asociación de matemáticos, una tienda atractiva, publicaciones independientes, diarios semiocultos… Todo ello, en la Hungría sujeta al Pacto de Varsovia, fueron manifestaciones mínimas pero trascendentales de la sociedad civil. ¿Cuándo, cómo, dónde? Humildemente, nos recuerda el gran novelista húngaro, «retirada, atrincherada», consciente de los peligros y de los obstáculos, dispuesta a esperar una o dos generaciones para lograr la socialización del sistema…

Si esto podía lograrlo, lleno de coraje y esperanza, un miembro activo de la sociedad civil clandestina en un estado totalitario, ¿es mucho menos ardua nuestra tarea en regímenes democráticos de mercado o, por lo contrario, nos adormece la libertad, nos engaña la ilusión, nos debilita la complacencia?

En Latinoamérica, la paradoja es que tenemos una cultura fuerte e instituciones débiles. Traducir la continuidad y el vigor de la cultura a las instituciones políticas y económicas, es el desafío latinoamericano y no puede ser contestado sin la acción creciente de la sociedad civil. La alternativa son explosiones sociales, el regreso a regímenes militares, la larga tradición autoritaria y centralista de la América Latina resurrecta, junto con el anciano vicio de la corrupción y el novedoso imperio de las drogas.

Si hemos de superar estos males, debemos fortalecer a la sociedad y a la cultura. Son inseparables. Sin ellas, tendremos una economía frágil y una política amenazada. Democracia con desarrollo y justicia. Éste es el clamor latinoamericano. Hemos tenido, a veces, democracia política sin desarrollo ni justicia (la Colombia de las alternancias liberalconservadoras). Desarrollo sin democracia ni justicia (la Revolución Mexicana hasta 1960). Y justicia sin desarrollo ni democracia (la Revolución Cubana en sus inicios). Hay muchos más ejemplos, muchas más variables. Hoy, dependemos excesivamente de los factores externos y muy poco de los internos a fin de alcanzar el equilibrio deseado. Corresponde al tercer sector -a la sociedad civil- activar las iniciativas ciudadanas para crear empleos útiles al talento laboral expulsado de los sectores estatal y empresarial por una modernización excluyente.

Devolverle poder a la gente. Crear las condiciones de una prosperidad real, desde abajo, más cierta que las prosperidades endebles que a cambio de una indispensable disciplina fiscal, no vencen al empobrecimiento ni el desempleo, o la prioridad otorgada al capital financiero a costa de la fe en el capital humano. En su libro fundamental, ¿Qué hacemos con los pobres?, Julieta Campos lo dice de manera sucinta: América Latina debe pasar de una modernización excluyente a una modernización incluyente. La lógica del mercado, por sí sola, «acentúa las asimetrías». ¿No podemos crear un nuevo modelo de modernidad a partir de proyectos locales, y participación de las comunidades, es decir, de la sociedad civil? «Sin renunciar a la eficiencia económica global… Sin romper la disciplina del gasto, la estabilidad cambiaría y de precios», debemos «atender las prioridades del desarrollo humano».

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