Ricardo II, obra escrita en 1595, se sitúa entre una pieza de principiante, Tito Andrónico, y el primer éxito grande del autor, Romeo y Julieta. Ricardo II es una obra sobre cómo se tiene y cómo se pierde el poder. Hay dos Ricardos. El de la primera parte, se siente ungido por Dios. Encarna el derecho divino de los reyes y lo ejerce caprichosamente. La ceremonia le da cuerpo al poder y Fiennes le da un movimiento ritualista, casi como un dandy sagrado, al personaje. Es un hombre con dos cuerpos, uno ungido, el otro físico. La imaginación del monarca, en el intento de conciliar al hombre y al rey, se encierra en sí misma. Su obsesión es ser rey a pesar de ser hombre o, dicho de otra manera, aniquilar el hombre para ser rey.
Semejante proyecto requiere un ejercicio inmenso de la imaginación y Ricardo, imaginándose, se pierde en sí mismo y pierde el poder. La corona es para él una prenda decorativa. El poder para Ricardo acaba siendo hecho interior, poder de la imaginación, una «lírica metafísica». Víctima de la imaginación del poder, el rey pierde la noción del ejercicio del poder. Su frivolidad lo conduce a la arbitrariedad. La arbitrariedad provoca la enemistad de los dañados por el poder de Ricardo. Los agravios acumulados estallan en rebelión. Vencido, Ricardo descubre que su corona es hueca y que el nombre de su corte es la Muerte.
Ralph Fiennes transita maravillosamente del primer Ricardo, frívolo y autocrático, al segundo, derrotado y adolorido. El dolor no se le queda adentro. Lo vacía con una especie de ternura culpable. Su grandeza es su derrota: su dolor, su desgracia. La historia no le da otra oportunidad más que «sentarse en la tierra y contar tristes noticias sobre la muerte de los reyes». Al mundo le dice: podéis derrocar mi poder y mi gloria, pero no mi pena.
Es una gran interpretación de un papel poco socorrido en una obra que no carece de imperfecciones formales. Es todo un acierto emparejarla con la más perfecta de las tragedias políticas de Shakespeare, Coriolano, escrita en 1607, entre Macbeth y Antonio y Cleopatra, es decir, a finales de la carrera del escritor.
Si la modulación de Ralph Fiennes en Ricardo II es doble, en Coriolano es, por lo menos, cuádruple. Éste es un personaje en lucha con Roma, su patria, con los enemigos de Roma, con su madre y consigo mismo. Coriolano, paladín del patriciado romano y detestado por la plebe de la ciudad, regresa triunfador de la guerra con las tribus que amenazan a Roma. Elegido Cónsul, se echa encima a la plebe, se exilia de Roma para unirse a sus antiguos enemigos, se dispone a saquear e incendiar a Roma, su madre lo disuade pero la clemencia le cuesta la vida. Dicho brutalmente, Coriolano se las ingenia para quedar mal con todos. Salvo con su madre. Pero ésta es la felicidad que lo destruye. Pues para la madre, Volumnia, su hijo Coriolano no es un ser de carne y hueso. Es una figura del poder, una obra de la fantasía materna. No ama al hijo, ama al conquistador militar y político. No lo deja ser él. Quiere hacerle creer que «un hombre es autor de sí mismo y no conoce otro parentesco».
Lo que la madre -en una interpretación insuperable de la extraordinaria Barbara Jefford- desconoce es que Coriolano no puede ser un gran político porque desconoce, a su vez, las artes de la adaptabilidad camaleónica. Es un hombre de principios, sin vanidad, sin «aires de importancia», todos vicios que un patricio desdeña porque no tiene nada que aparentar o pretender. Es. Pero la integridad de Coriolano pone en peligro la vanidad y la venalidad de cuantos lo rodean. Su destino es fatal. Es incómodo para todos. Se quedará solo. Y lo sabe. Será derrotado si hace y si no hace también.
El genio de Shakespeare -y el de Fiennes- consiste en darle a este hombre fatal y consciente de su fatalidad un extraordinario resquicio humano. Sorprendente resquicio en un autor tan verbal, tan discursivo, a menudo tan retórico, como Shakespeare. Esa grieta -esa rajadura- es el silencio. El personaje de la esposa Virgilia convoca a Coriolano a un amor sin palabras. En esos instantes callados con la mujer amada, Coriolano demuestra que es consciente, también, de lo que pierde: el amor, víctima de la araña política que transforma «el maná del cielo en bilis».
Obra comprometida con el acto político, con los temas del Partido y el Estado, Coriolano se ha prestado a toda suerte de confusiones ideológicas. La derecha francesa, en 1933, la aclamó y la izquierda la prohibió. Los nazis la glorificaron y el ejército norteamericano de ocupación, en 1945, prohibió su montaje alemán durante ocho años. Brecht la convirtió en épica comunista de la lucha de clase: la plebe buena contra el patricio malo. Sin ideologías congestionadas, Coriolano, obra superior del canon de William Shakespeare, es sólo la historia de un hombre abandonado por todos. Shakespeare le da un aura de inconclusión a la pieza, exactamente como el genio de Beethoven, en su propio Coriolano, termina en una inconclusa penumbra musical.
Hay, finalmente, otro Shakespeare y hay que verlo en la versión cinematográfica de Tito Andrónico, realizada por la famosa directora escénica de El Rey León, Julie Taymor. La Taymor no se anda por las ramas o, más bien, le pone ramas por manos a la hija de Tito mutilada, además, de lengua y de virgo. Shakespeare, en esta obra primeriza, decidió derrotar a Christopher Marlowe en el juego de horrores que, vistos de lejos en el teatro, son más soportables que en la cercanía de la cámara.
Hombres enterrados en la arena hasta el cuello y hasta morir de hambre. Hombres que se dejan mutilar una mano a cambio de la vida de sus hijos, sólo para verla enfrascada junto a las cabezas cortadas de los infantes.
Hombres colgados de los pies y degollados para que la sangre se derrame en cubetas. Los hijos de la proto Lady Macbeth, Tamora (furiosa Jessica Lange), servidos a su padre como pasteles vengativos cocinados por Tito Andrónico (camaleónico Anthony Hopkins)… La lista es interminable y nos recuerda que no hay nada nuevo bajo el sol. Tito Andrónico le gana, en el capítulo del horror, a American Psycho, a Crash, o a Stephen King. Ello le permitió a Voltaire despacharse al Cisne de Avon como «el colmo de la ferocidad y el horror… un histrión bárbaro… cuyas obras merecerían mostrarse en las ferias de provincia de hace doscientos años…». El atentado de Shakespeare al «buen gusto» y a la «mesura» son, en realidad, admirables, y nos recuerdan la ferocidad con que Octavio Paz respondió a la clasificación de la literatura mexicana como «fina y sutil»: «Cógelas del rabo, chillen, putas.»
Shakespeare cogió del rabo a las palabras, las hizo chillar y demostró que la gama de la expresión literaria no puede ser limitada a cánones estreñidos o famélicos. La abundancia salvaje, lírica y trágica, de William Shakespeare, continúa siendo el mejor ejemplo de que en la literatura no hay reglas inconmovibles. Y, también, que la crítica puede equivocarse de maneras a veces risibles, a veces deplorables.