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En un magnífico cuento, «Instrucciones para Richard Howells», Julio Cortázar nos da otra clave de la memoria y el olvido. El personaje del cuento, el epónimo Richard Howells, asiste a una representación teatral. Hay una mirada de terror en la actriz principal, quien le susurra a Howells el espectador: «Sálvame. Me quieren matar.» ¿Qué ha sucedido? ¿Ha entrado Howells a la reresentación teatral, o ha ingresado la heroína al mundo cotidiano de Howells?

Lo que Cortázar propone es una circulación de géneros, blasfemia que la Ilustración -Voltaire notablemente- le reprochó a Shakespeare por ofrecer una vulgar ensalada de tragedia y comedia, personajes nobles y burlescos, lírica y regüeldo, todo en la misma obra. Cervantes también rompió géneros, mezclando épica y picaresca, novela pastoril y novela de amor, pero sobre todo, novelas dentro de la novela. Allí se reúnen Shakespeare y Cervantes: en la circulación de géneros, la «impureza» que ofendía a Voltaire, la mancha manchega de Quijote y las manos sucias de Macbeth.

Ambos, Shakespeare y Cervantes, acaban reuniéndose en esta circulación de géneros, verdadero bautizo de la libertad de creación moderna. La circulación adopta una clara y paralela forma en ambos autores: la de la novela dentro de la novela en Cervantes, que se convierte en teatro dentro del teatro en el retablo de Maese Pedro, dándole la mano al play wíthin the play de Shakespeare, teatro dentro del teatro, a fin, dice Hamlet, de «capturar la conciencia del rey». Harry Levin, analizando ambos teatros dentro del teatro, sugiere que en Hamlet el rey Claudio interrumpe la representación porque el teatro empieza a parecerse demasiado a la realidad. En cambio, en Don Quijote, el Caballero de la Triste Figura interrumpe violentamente una representación que empieza a parecerse demasiado a la imaginación. Claudio quisiera que la realidad fuese una mentira oculta, la muerte del padre de Hamlet. Don Quijote quiere que la fantasía sea realidad, una princesa prisionera de los moros, salvada por el valor enfurecido de Don Quijote.

Claudio debe matar al teatro para matar a la realidad. Quijote debe matar al teatro para darle vida a la imaginación. Quijote es el embajador de la lectura. Hamlet es el embajador de la muerte. Para obligar al mundo a recordar, Hamlet el héroe del Norte impone la muerte para sí y para los demás, como la única medida de su energía histórica. Para obligar al mundo a imaginar, Quijote el héroe del Sur impone el arte, un arte absoluto que ocupa el lugar de una historia muerta. Hamlet es el héroe de la duda, y su loco escepticismo desencadena un torrente de energía mortal. Hamlet le ofrece, al cabo, un sacrificio a la razón, que es la hija triunfadora de su enfermedad. Don Quijote es el héroe de la fe. El Hidalgo cree en lo que lee y su sacrificio consiste en recobrar la razón. Debe, entonces, morir. Cuando Alonso Quijano se vuelve razonable, Don Quijote ya no puede imaginar.

Hay otra cosa en común entre Don Quijote y Hamlet. Ambos son figuras incipientes, inimaginables antes de ser puestas en marcha, desde la arcilla de la imaginación, por Cervantes y Shakespeare. Los héroes antiguos nacen armados, como Minerva de la cabeza de Zeus. Son de una pieza, enteros. Don Quijote y Hamlet son inimaginables antes de ser descritos. Ambos pasan de ser figuras inimaginables a ser arquetipos eternos mediante la circulación contaminante de géneros. Su impureza los configura. Claudio Guillen describe al Quijote como un intenso diálogo de géneros que se encuentran, dialogan entre sí, se burlan de sí mismos y desesperadamente exigen algo más allá de sí mismos. Y en Hamlet, la libertad de género shakespeariana, la magnífica mezcla de estilos, sublime y vulgar en la misma diástole, tan simultánea como la retórica del rey Enrique V y el eructo del cobarde Ancient Pistol, ¿no coinciden acaso con la confrontación de estilos cervantina?

Sancho Panza le da a esta démarche -paso, aproximación, demarcación- su más loco sentido cuando el escudero, el representante mismo del realismo terreno, se convierte en el ilusorio gobernador de la Ínsula Barataría, y debe, igual que su amo Don Quijote, aunque menos felizmente, actuar en otra ficción dentro de la ficción.

Shakespeare tiene su anti-Sancho, el pomposo Polonio, quien de la manera más gratificante deletrea su falta de respeto hacia el género (que Polonio, obviamente, respeta porque el género es respetable y Polonio es el guardián de la respetabilidad cortesana) cuando anuncia la excelencia de la compañía de actores llegada a Elsinore: «Los mejores actores del mundo, trátese de tragedia, comedia, historia, pastoral, pastoralcomedia, históricopastoral, trágicohistórico, tragicómicohistóricopastoral: escena indivisible y poema sin límite.»

Los mundos limitados y divisibles de Shakespeare y Cervantes rehúsan la unidad de lo indivisible, la poesía de la eternidad. El hombre de la Mancha y el cisne del Avon son aquí y ahora, son hombres renacentistas. Uno más triste que el otro porque su historia española está cansada, agotada por la gesta imperial que circunnavegó el orbe y conquistó un nuevo mundo, y vaciada por la persecución y la intolerancia hacia las herencias árabe y hebrea, y por eso Cervantes adopta la máscara de la comedia. El otro más triste aún porque no cultiva ilusiones acerca de los actores que se pavonean una hora por el escenario rememorando su gloriosa gesta en Roma o Egipto, en Inglaterra o Escocia, y por eso, en la hora del triunfo isabelino, Shakespeare adopta la máscara de la tragedia.

Creo que ninguno de los dos cree en Dios pero no pueden decirlo y si el inglés cree en la tragedia de la voluntad y el español en la comedia de la imaginación, ambos saben lo difícil que es mantener imaginación a voluntad excepto mediante «palabras, palabras, palabras…».

Quijote el bueno y Macbeth el malo quieren olvidar. Hamlet el ambiguo quiere recordar. Pero Quijote es personaje de novela; Hamlet y Macbeth, de teatro. Quijote usa la máscara de la comedia; Hamlet y Macbeth, las de la tragedia. Quijote lee y es leído. Hamlet y Macbeth representan y son vistos. Borges se pregunta por qué motivo nos inquieta tanto que Don Quijote sea lector de Don Quijote y Hamlet espectador de Hamlet. Tales inversiones, sugiere Borges, sugieren a su vez que si los personajes de una obra de ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, lectores y espectadores también, también podemos ser ficciones. Pero Shakespeare es teatro, es espectáculo, es espacio público.

Evocaba un día con Terenci Moix, en Barcelona, la gloria de los viejos estudios de cine Gainsborough de Londres, de donde salieron películas en las que Margaret Lockwood no cabía en sus escotes aunque, ubérrima, los disfrazaba para salir de noche vestida de hombre, a asaltar caminos en compañía de James Masón, y a recompensar, sin duda, a su amante con la desnudez de unos senos que casi eran anginas.

Hoy, los viejos estudios se van a convertir en condominios. Pero como un postrer homenaje artístico, uno de sus gigantescos foros fue transformado, durante cuatro meses, en escenario para un doble evento teatral. Ante salas a reventar, Ralph Fiennes interpretó, en noches alternadas, dos tragedias políticas de Shakespeare, Ricardo II y Coriolano. El muy atractivo actor cinematográfico de El paciente inglés, La lista de Schindier y El final de la aventura es sobre todo un animal escénico. Su Hamlet en 1995 ganó el Tony (el Oscar teatral) en Broadway. Su Ricardo y su Coriolano son un premio que el actor se da a sí mismo.

Ambos se cuentan entre los papeles más difíciles del canon shakespeariano, porque son, por así decirlo, obras desnudas. En Otelo, Romeo y Julieta y el Rey Lear, los protagonistas ignoran su destino pero el público lo conoce y casi quisiera gritarle a Romeo, «No te suicides, Julieta vive», o a Otelo, «Iago te engaña, Desdémona te es fiel». En Ricardo II y Coriolano, los protagonistas poseen perfecta conciencia de quiénes son y el público, también, lo sabe. No hay, en este sentido, sorpresas. Lo que hay, a partir de esta decidida publicidad de ambas obras, es la más intensa reflexión dramática sobre la naturaleza de la política y el ejercicio del poder.

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