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– Levon Kazancı.

El oficial se subió las gafas de lectura sobre el puente de la nariz y miró por primera vez a Rıza Selim Kazancı durante un largo momento.

– Kazancı es un buen apellido, pero ¿qué clase de nombre musulmán es Levon?

– No es un nombre musulmán, pero sí es un buen nombre -replicó tenso Rıza Selim Kazancı.

– Señor. -El oficial alzó un poco la voz, haciéndose el importante-. Sé que la familia Kazancı tiene mucha influencia. Un nombre como Levon no les hará ningún bien. Si registramos ese nombre, este hijo suyo podría tener problemas en el futuro. Todo el mundo pensará que es cristiano, aunque sea musulmán al cien por cien… ¿O me equivoco? ¿Acaso no es musulmán?

– Desde luego que sí -se apresuró a corregirle Rıza Selim-. Elhamdülillah.

Por un instante pensó confesarle al hombre que la mujer del niño era una huérfana armenia convertida al islam, y que el nombre era un gesto hacia ella, pero algo en su interior le impulsó a callarse.

– Muy bien, entonces, con el debido respeto al buen hombre cuyo nombre quiere usted ponerle a su hijo, vamos a hacer un ligero cambio. Que sea un nombre parecido a Levon, si usted quiere, pero que sea un nombre musulmán. ¿Qué le parece Levent? -El oficial, amablemente, demasiado amablemente para la dureza de sus palabras, añadió-: En caso contrario, me temo que tendré que negarme a inscribirlo.

Y así el bebé se llamó Levent Kazancı. El niño nacido sobre las cenizas de un pasado que todavía humeaba; el niño del que nadie supo que iba a llamarse Levon; el niño que un día sería abandonado por su madre y crecería malhumorado y amargado; el niño que sería un padre terrible para sus propios hijos…

De no ser por el broche de la granada, ¿habría sentido Shermin Kazancı la necesidad de abandonar a su marido y su hijo? Es difícil saberlo. Con ellos había creado una familia y comenzado una nueva vida que solo podía avanzar en una dirección. Para tener un futuro tuvo que convertirse en una mujer sin pasado. Su identidad infantil solo eran retazos de memoria, como migas de pan que hubiera esparcido a sus espaldas para que se las comieran los pájaros, puesto que ella jamás podría desandar aquel camino para volver a casa. Aunque al final hasta los más queridos recuerdos de la infancia se desvanecieron, el broche seguía vívidamente grabado en su memoria. Y años más tarde, cuando apareció en su puerta un hombre de Estados Unidos, sería ese mismo broche lo que la ayudaría a comprender que aquel desconocido no era sino su hermano.

Yervant Stamboulian apareció en su puerta con los ojos oscuros y brillantes resaltados por unas pobladas cejas negras, nariz aguileña y un grueso bigote que le crecía hasta el mentón, que le daba aspecto de estar sonriendo incluso cuando estaba triste. Con voz trémula y casi sin palabras, anunció quién era y le contó, mezclando turco y armenio, que venía desde América para buscarla. Por mucho que quisiera abrazar a su hermana en ese mismo momento, sabía que ahora era una mujer musulmana casada. Se quedó en la puerta. A su alrededor soplaba la brisa de Estambul y por un instante fue como si los hubieran sacado del tiempo.

Al final de la breve conversación, Yervant Stamboulian le dio a Shermin Kazancı dos cosas: la granada de oro y tiempo para pensar.

Perpleja y aturdida, ella cerró la puerta y trató de asimilar aquella revelación. Levent gateaba por el suelo junto a ella y gorjeaba con un entusiasmo sin límites.

Shermin Kazancı fue corriendo a su cuarto y escondió el broche en un cajón de su armario. Al volver se encontró al niño riéndose. Acababa de conseguir ponerse en pie. El pequeño mantuvo el equilibrio durante un segundo, dio un paso, luego otro y se cayó bruscamente de culo, con el delicioso miedo de sus primeros pasos brillándole en los ojos. De pronto esbozó una desdentada sonrisa y exclamó:

– ¡Ma-má!

Toda la casa asumió una extraña luminosidad, casi fantasmagórica, cuando Shermin Kazancı salió de su estupor y repitió para sus adentros:

– ¡Ma-má!

Era la segunda palabra que salía de labios de Levent, después de experimentar un tiempo con «da-da» y finalmente decir «ba-ba» el día anterior. Ahora Shermin Kazancı se dio cuenta de que su hijo había pronunciado la palabra «padre» en turco, pero la palabra «madre» en armenio. No solo había tenido ella que desaprender un idioma antes tan querido, sino que ahora se veía obligada a enseñarle el mismo proceso a su hijo. Se quedó mirando al niño, pasmada e inquieta. No quería cambiarle la palabra «mamá» por su equivalente en turco. Subieron a la superficie los perfiles de sus antepasados, lejanos pero todavía vívidos. Su nuevo nombre adquirido, la nueva religión, nacionalidad, familia y personalidad no habían logrado dominar su auténtico ser. La granada de rubíes susurraba su nombre, y era en armenio.

Shermin Kazancı abrazó a su hijo, y durante tres días enteros consiguió no pensar en el broche.

Pero el tercer día, como si su mente hubiera estado reflexionando y su corazón sufriendo sin que ella lo supiera, corrió hacia el cajón; apretó la granada en la mano y sintió su calor.

Los rubíes son valiosas gemas conocidas por su fiero color rojo. Pero no es raro que su color se altere, oscureciéndose más y más por dentro, sobre todo cuando sus dueños están en peligro. Existe una particular clase de rubí que los expertos llaman Sangre de Paloma; un precioso rubí de color rojo sangre con un ligero tono azul, como apagado, en el centro. El rubí era el último recuerdo que quedaba de La paloma perdida y el país maravilloso.

La tarde del tercer día, Shermin Kazancı encontró un breve momento de soledad después de la cena para entrar a escondidas en su habitación. Buscando un consuelo que nadie podía ofrecerle, se quedó mirando la Sangre de Paloma.

Entonces se dio cuenta de lo que tenía que hacer.

Una semana después, una mañana de domingo, fue al puerto donde la esperaba su hermano con el corazón palpitante y dos billetes para Estados Unidos. En lugar de maleta, Shermin solo llevaba un bolso pequeño. Dejó atrás todas sus posesiones. En cuanto al broche de la granada, lo metió en un sobre con una carta explicando su situación y pidiéndole a su marido dos cosas: que le diera la joya a su hijo para que se acordara de ella, y que la perdonara.

Cuando el avión aterrizó en Estambul, Rose estaba exhausta. Movió con cuidado los pies hinchados, temerosa de que no le entraran ya en los zapatos, aunque llevaba un cómodo calzado de piel naranja. Se preguntó cómo demonios podían las azafatas aguantar de pie todo el día en el avión con aquellos tacones.

Mustafa y Rose tardaron media hora en que les sellaran los pasaportes, pasar la aduana, recoger el equipaje, cambiar el dinero y encontrar un servicio de alquiler de coches. Mustafa pensó que sería mejor tener su propio vehículo, en lugar de utilizar el de la familia. Rose eligió primero en un catálogo un Grand Cherokee Laredo 4x4, pero Mustafa aconsejó algo más pequeño para las atestadas calles de Estambul. Al final se pusieron de acuerdo en un Toyota Corolla.

Poco después salían los dos a la zona de llegadas, empujando un carrito cargado con un juego de maletas. Encontraron fuera un semicírculo de desconocidos. Entre el grupo avistaron primero a Armanoush, que saludaba sonriente; junto a ella estaba la abuela Gülsüm, con la mano derecha en el corazón, a punto de desmayarse de emoción. Un paso detrás aguardaba la tía Zeliha, alta y distante, con unas gafas de sol de oscuros cristales púrpura.

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