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Al ser la primogénita de los Kazancı, la joya había sido un regalo de su padre, que a su vez lo había heredado de su madre, no de su madrastra, Petite-Ma, sino de la madre de la que nunca hablaba, la madre que lo había abandonado cuando era pequeño, la madre a la que jamás perdonó. El broche era sublime y a la vez desgarrador. No lo sabía nadie, pero la tía Banu ponía en agua con sal la granada de oro con las semillas de rubí para lavar su triste saga.

Bajo la atenta mirada de los yinn, lo acarició, fijándose en el brillo de los rubíes. Hasta conocer a Armanoush jamás se le había ocurrido investigar la historia del broche de la granada. Ahora que conocía su historia, sin embargo, no sabía qué hacer. Por tentada que estuviera de dárselo a Armanoush, porque estaba convencida de que le pertenecía a ella más que a nadie, vacilaba sin saber cómo explicarle la razón del regalo.

¿Podía decirle a Armanoush Tchajmajchian que aquel broche había pertenecido en su día a su abuela Shushan, sin contarle el resto de la historia? ¿Cuántos datos podía compartir con los protagonistas de las historias que había desvelado a través de la magia?

Cuarenta minutos después, en el otro extremo de la ciudad, Asya atravesaba la chirriante puerta de madera del Café Kundera.

– ¡Eh, Asya! -exclamó encantado el Dibujante Dipsómano-. ¡Aquí! ¡Estoy aquí! -Le dio un abrazo y exclamó-: Tengo noticias, una buena, una mala y otra todavía sin clasificar. ¿Cuál quieres primero?

– Dame la mala.

– Voy a ir a la cárcel. Mis dibujos del primer ministro como pingüino no fueron bien recibidos, supongo. Me han condenado a ocho meses de prisión.

Asya se quedó mirándolo con un pasmo que pronto se convirtió en alarma.

– Chist, cariño -murmuró el Dibujante Dipsómano con voz sumisa, poniéndole un dedo en los labios-. ¿No quieres saber la buena noticia? -Parecía resplandecer de orgullo-. He decidido que tengo que hacer caso a mi corazón y divorciarme.

Cuando la sombra de perplejidad que le oscurecía el rostro se desvaneció, a Asya por fin se le ocurrió preguntar:

– ¿Y la noticia sin clasificar?

– Hoy es mi cuarto día sin beber. ¡Ni una gota! ¿Y sabes por qué?

– Supongo que porque has vuelto a Alcohólicos Anónimos.

– ¡No! -replicó el Dibujante Dipsómano como herido en sus sentimientos-. Porque hoy era el cuarto día desde la última vez que te vi y quería estar sobrio cuando nos volviéramos a encontrar. Tú eres mi único incentivo en esta vida para convertirme en mejor persona. -Ahora se sonrojó-. ¡El amor! -declaró-. Estoy enamorado de ti, Asya.

Los ojos castaños de Asya se fijaron en un cuadro de la pared, la fotografía de una carretera marcada con profundos surcos, del Trofeo Camel de 1977 en Mongolia. Estaría muy bien meterse ahora en esa foto, pensó, estar atravesando el desierto del Gobi con un jeep, unas botas pesadas y sucias en los pies, unas gafas de sol en los ojos, sudando sus problemas por el camino, hasta hacerse tan ligera como si no fuera nadie, tan ligera como una hoja seca al viento, y flotar así hasta un monasterio budista en Mongolia.

– No te preocupes -el granado sonrió y se sacudió la nieve de las ramas-. La historia que te voy a contar tiene un final feliz.

Hovhannes Stamboulian frunció los labios, su mente trabajaba febrilmente, y el torbellino de la escritura se lo tragó. Con cada nueva línea de este último cuento de su libro infantil, volvían a él numerosas antiguas lecciones, algunas desalentadoras, otras alegres, pero todas resonaban igual desde otro tiempo, un tiempo sin principio ni final. Los cuentos de niños eran las historias más viejas del mundo, donde los fantasmas de las generaciones desaparecidas hablaban a través de la palabra escrita. La necesidad de terminar el libro era tan instintiva, tan fascinante que resultaba irreprimible. El mundo había sido un lugar sombrío desde que empezó a escribirlo, y ahora tenía que terminarlo sin más, como si de él dependiera que el mundo dejara de ser tan desgarrador.

– Muy bien -contestó la paloma-. Pues cuéntame la historia de la paloma perdida. Pero te lo advierto: como oiga algo triste, echo a volar y me marcho.

Cuando los soldados se llevaron a Hovhannes Stamboulian, su familia no tuvo ánimos para entrar en su estudio durante días. Habían entrado y salido de todas las habitaciones menos aquella, y mantenían la puerta cerrada como si todavía estuviera él dentro escribiendo día y noche. Pero el desaliento que permeaba toda la casa era ya demasiado intenso, demasiado palpable para fingir que la vida podía volver a la normalidad. Pronto Armanoush decidió que estarían todos mejor en Sivas, donde podían quedarse con sus parientes una temporada. Hasta que no tomó esa decisión, no entraron en el estudio de Hovhannes Stamboulian y encontraron su manuscrito, La paloma perdida y el país maravilloso, todavía sin terminar. Entre las páginas hallaron también el broche de la granada.

Shushan Stamboulian vio la joya por primera vez allí, en la mesa de nogal que había pertenecido a su padre. Todos los demás detalles de aquel siniestro día se desvanecieron, pero no el broche. Tal vez fue el destello de los rubíes lo que la hipnotizó, o quizá, al ver cómo el mundo se desmoronaba a su alrededor en un solo día, aquello fue lo único que pudo recordar. Fuera cual fuese la razón, Shushan jamás olvidó aquella granada de oro y rubíes. Ni cuando cayó medio muerta en la carretera de Alepo y se quedó atrás, ni cuando la encontraron la madre y la hija turcas y la metieron en su casa para curarla, ni cuando la llevaron los bandidos al orfanato, ni cuando dejó de ser Shushan Stamboulian para convertirse en Shermin seiscientos veintiséis, ni cuando años más tarde Rıza Selim Kazancı dio con ella por casualidad en el orfanato y, al descubrir que era la sobrina de su difunto señor, Levon, decidió tomarla por esposa, ni cuando pasó a llamarse Shermin Kazancı, ni tampoco cuando supo que estaba embarazada y sería madre, como si hubiese dejado de ser una niña.

La comadrona circasiana reveló el sexo del niño meses antes de su nacimiento, observando la forma de su vientre y la comida que se le antojaba. Crème brulée de las pastelerías elegantes, apfelstrudel de la panadería que habían abierto unos rusos blancos huidos de Rusia, baklava casera, bombones y dulces de todo tipo… Ni una sola vez durante el embarazo le apeteció a Shermin Kazancı nada amargo ni salado, como habría sucedido de estar esperando una niña.

Era un niño, desde luego, un niño nacido en tiempos terribles.

– Que Alá bendiga a mi hijo con una vida más larga que la de cualquier hombre de esta familia -dijo Rıza Selim Kazancı cuando la comadrona le entregó al niño. Luego le puso los labios en la oreja derecha y le anunció el nombre que llevaría a partir de entonces-: Te llamarás Levon.

El motivo de esta decisión no era solamente honrar al maestro del que había aprendido el arte de hacer calderos. Al llamar a su hijo Levon, esperaba también tener un detalle con su mujer por haberse convertido al islam.

Y así eligió el nombre de Levon y como un buen musulmán lo repitió tres veces:

– ¡Levon!¡Levon!¡Levon!

Shermin Kazancı, mientras tanto, permaneció tan silenciosa como una piedra fuera de lugar.

El triple eco no tardó en volver a ellos en forma de pregunta desaprobatoria:

– ¿Levon? ¿Qué clase de nombre musulmán es ese? ¡Un niño musulmán no puede llamarse así! -protestó la comadrona.

– El nuestro sí -replicó áspero Selim Kazancı, una defensa que repetiría muchas veces-. Está decidido. ¡Se llamará Levon!

Pero cuando llegó el momento de llevar al niño al registro, se ablandó.

– ¿Cómo se llama el niño? -preguntó el funcionario, un hombre flaco de aspecto nervioso, sin levantar la cabeza del enorme libro de tapas de tela con el lomo granate.

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