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Armanoush observó con atención a su audiencia y decidió terminar la historia.

– Caminaron y caminaron. La madre de mi abuela murió en el camino, y los viejos no tardaron en caer también. Los hijos, al quedarse sin padres que los cuidaran, se perdieron unos a otros en la confusión y el caos. Pero después de pasar meses separados, milagrosamente, los hermanos se reunieron de nuevo en Líbano, con la ayuda de un misionero católico. La única que faltaba entre los supervivientes era mi abuela Shushan. Nadie sabía qué había sido de la niña. Nadie sabía que se la habían llevado de vuelta a Estambul para meterla en un orfanato.

Asya advirtió de reojo que su madre la miraba intensamente. Al principio sospechó que intentaba indicarle que censurara la historia al traducirla, pero luego se dio cuenta de que lo que asomaba en los impresionantes ojos de su madre no era más que interés en el relato de Armanoush. Tal vez ella también se preguntaba qué partes de aquella difícil historia estaba su hija dispuesta a traducir para las mujeres Kazancı.

– El hermano mayor de mi abuela Shushan tardó diez largos años en dar con ella, pero por fin mi tío abuelo Yervant la encontró y se la llevó a América con el resto de la familia -añadió suavemente Armanoush.

La tía Banu volvió la cabeza y empezó a desgranar las cuentas de su rosario de ámbar entre sus dedos huesudos y sin manicura, mientras murmuraba:

– «Todo lo que hay en la tierra perecerá, pero por siempre perdurará el rostro de tu Señor, lleno de majestad, abundancia y honor».

– Pero no lo entiendo. -La tía Feride fue la primera en manifestar dudas-. ¿Qué les pasó? ¿Se murieron solo por andar?

Antes de traducir aquello, Asya echó un vistazo a su madre para ver si debía seguir traduciendo. La tía Zeliha enarcó las cejas y asintió.

Al oír la pregunta, Armanoush guardó silencio un momento y acarició el colgante de san Francisco de Asís de su abuela. Vio a Petite-Ma, sentada al otro extremo de la mesa. Su cetrino rostro surcado de las arrugas de tantos años la miraba con una expresión de compasión tan profunda que Armanoush solo pudo pensar en dos posibilidades: o no había prestado ninguna atención a la historia, y su mente estaba en otra parte, o había escuchado con tanta atención la historia que había llegado a vivirla, y su mente estaba en otra parte.

– Se les negó agua, comida y descanso. Los obligaron a recorrer una larga distancia a pie, a todos: mujeres, algunas de ellas embarazadas, niños, ancianos, enfermos y débiles. -La voz de Armanoush se desvaneció-. Muchos murieron de hambre, a otros los ejecutaron.

Esta vez Asya lo tradujo todo sin dejarse una palabra.

– ¿Quién cometió esa atrocidad? -exclamó la tía Cevriye como si se dirigiera a una clase de alumnos indisciplinados.

La tía Banu se unió a la reacción de su hermana, aunque ella tendía más a la incredulidad que a la ira. Con los ojos muy abiertos tironeaba las puntas de su velo, como hacía siempre en momentos de tensión, y luego pronunció una oración, como hacía siempre que tirar del pañuelo no la llevaba a ninguna parte.

– Mi tía pregunta quién hizo eso -tradujo Asya.

– Los turcos -contestó Armanoush, sin prestar atención a las implicaciones.

– ¡Qué vergüenza! ¡Qué pecado! ¿Es que no son humanos? -soltó la tía Feride.

– Desde luego que no. ¡Algunas personas son monstruos! -declaró la tía Cevriye sin entender que las repercusiones podrían ser mucho más complejas de lo que ella querría reconocer. Tras ejercer veinte años de profesora de historia turca, estaba tan acostumbrada a trazar una frontera impermeable entre el pasado y el presente, entre el Imperio otomano y la moderna república turca, que había escuchado todo el relato como una mala noticia de un país lejano. El nuevo Estado de Turquía había sido creado en 1923 y hasta ahí se extendía la historia de este régimen. Lo que pudiera haber pasado o no antes de esa fecha pertenecía a otra era y a otra gente.

Armanoush las miró una por una, pasmada. Era un alivio que la familia no se hubiera tomado aquello tan mal como ella temía, pero, por otro lado, no estaba segura de si se lo habían tomado de alguna manera. Es cierto que no se habían negado a creerla ni la habían atacado con objeciones. De hecho, habían escuchado con atención y todas parecían apesadumbradas. Pero ¿hasta dónde llegaba su compasión? ¿Y qué esperaba ella exactamente? Armanoush estaba un poco desconcertada. Se preguntó si habría sido distinto de haber estado hablando con un grupo de intelectuales.

Poco a poco se fue dando cuenta de que tal vez lo que esperaba era que admitieran una culpa, o por lo menos se disculparan. Pero nadie había pedido perdón, no porque no se hubieran compadecido, puesto que parecía que sí, sino porque no veían relación alguna entre aquellos crímenes y ellas mismas. Armanoush, como armenia, encarnaba los espíritus de muchas generaciones pasadas de su pueblo, mientras que, en general, los turcos no tenían esa noción de continuidad con sus predecesores. Los armenios y los turcos vivían en dos marcos temporales distintos. Para los armenios el tiempo era un ciclo donde el pasado se encarnaba en el presente y el presente daba a luz al futuro. Para los turcos, el tiempo era una línea formada de guiones separados, donde el pasado terminaba en un punto muy concreto y el presente empezaba de cero, y entre uno y otro no había sino ruptura.

– ¡Pero si no has comido nada! Anda, niña, que has hecho un viaje muy largo. Come -dijo la tía Banu, recurriendo al tema de la comida, uno de los dos remedios que conocía para la pena.

– Está muy bueno, gracias. -Armanoush cogió el tenedor. Habían preparado el arroz exactamente igual que su abuela, con mantequilla y piñones fritos.

– ¡Bien, bien! ¡Come, come! -La tía Banu asintió tan vigorosamente como pudo.

A Asya se le cayó el alma a los pies al ver que Armanoush aceptaba cortésmente la oferta y cogía el tenedor para volver a su kaburga. Ella bajó la cabeza, había perdido el apetito. No era la primera vez que escuchaba la historia de la deportación de los armenios. Había oído algo antes, algunas cosas a favor y la mayoría en contra. Pero era muy distinto oírselo contar a una persona de primera mano. Asya jamás había conocido a nadie tan joven con una memoria tan vieja.

Sin embargo, la nihilista que había en ella no tardaría mucho en rechazar la aflicción. Se encogió de hombros. ¡Bah! El mundo era una mierda de todas formas. Pasado y futuro, aquí o allí… era lo mismo. El mismo sufrimiento en todas partes. O Dios no existía o estaba demasiado distante para ver la miseria en la que nos había hundido a todos. La vida era malvada y cruel, y muchas otras cosas que estaba cansada de saber desde hacía tiempo. Deslizó su brumosa mirada hacia la pantalla donde el Donald Trump turco acribillaba a preguntas a los tres miembros más culpables del grupo perdedor. El uniforme que habían diseñado para el equipo de fútbol era tan espantoso que hasta el más complaciente de los jugadores se había negado a llevarlo. Ahora había que despedir a alguien. Como si una mano invisible hubiera pulsado un botón, los tres concursantes empezaron a insultarse unos a otros para evitar ser eliminados.

Asya, retraída, esbozó una sonrisa desdeñosa. Ese era el mundo donde vivían. Historia, política, religión, sociedad, competición, marketing, mercado libre, lucha de poder, todos apuñalándose unos a otros por un bocado de triunfo… Ella desde luego no necesitaba nada de toda aquella…

…mierda.

Con un ojo todavía en la pantalla, Asya, que había recuperado el apetito, adelantó bruscamente la silla para servirse. Cogió un trozo grande de kaburga y comenzó a comer. Al levantar la cabeza se encontró con la penetrante mirada de su madre, y apartó deprisa la vista.

Después de la cena Armanoush se retiró al cuarto de las chicas para hacer dos llamadas telefónicas. La primera a San Francisco. Tenía delante un póster de Johnny Cash, colgado en la pared justo encima de la mesa.

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