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Tensa pero sin perder la seguridad en sí misma, Armanoush enderezó la espalda y recorrió la mesa con la mirada para ver la reacción de todos. Las caras inexpresivas que encontró la impulsaron a explicarse mejor.

– Soy armenia… bueno, armenia americana.

Esta vez nadie tradujo sus palabras. No hizo falta. Las cuatro tías sonrieron a la vez, cada una a su manera: una con cortesía, la segunda preocupada, la tercera con curiosidad y la última afable. Pero la reacción más visible fue la de Asya. Olvidándose del programa de televisión, miró a la invitada con auténtico interés por primera vez, dándose cuenta de que después de todo tal vez el objeto de su visita no era hacer un trabajo sobre «el islam y la mujer».

– ¿Ah, sí? -Había abierto la boca por fin, y se inclinó apoyando los codos sobre la mesa-. Dime, ¿es verdad que System of a Down nos odia?

Armanoush no tenía ni idea de qué le hablaba. Un rápido vistazo a su alrededor le indicó que no era la única sorprendida. Las tías también parecían perplejas.

– Es un grupo de rock que me gusta mucho. Son armenios y hay muchas leyendas urbanas que cuentan que odian a los turcos y no quieren que ningún turco disfrute de su música. Lo preguntaba solo por curiosidad. -Asya se encogió de hombros, visiblemente molesta por haber dado esta explicación a un grupo de personas tan ignorantes.

– No sé nada de ellos. -Armanoush frunció los labios. De pronto se sentía diminuta, débil y vulnerable, una extraña sola en una tierra extraña-. Mi familia era de Estambul. Bueno, mi abuela. -Señaló con el dedo a Petite-Ma, como si necesitara a una anciana para ilustrar mejor la historia.

– Pregúntale cómo se apellida su familia. -La abuela Gülsüm dio un codazo a Asya, como si poseyera la llave de un archivo secreto escondido en el sótano donde se guardaran perfectamente ordenados los expedientes de todas las familias estambulíes, presentes y pasadas.

– Tchajmajchian -contestó Armanoush cuando le tradujeron la pregunta-. Me podéis llamar Amy si queréis, pero mi nombre completo es Armanoush Tchajmajchian.

A la tía Zeliha se le iluminó el semblante.

– ¡Eso siempre me ha parecido interesante! -exclamó-. Los turcos siempre añaden el sufijo «cı» a todas las palabras que puedan generar nombres de profesiones. Mira el apellido de nuestra familia: Kanzancı, «caldereros». Y ahora veo que los armenios hacen lo mismo. Çakmak… Çakmakçı, Çakmakçıyan.

– Pues es una cosa más en común -sonrió Armanoush. Había algo en la tía Zeliha que le había gustado desde el primer momento. Tal vez su aspecto, con ese llamativo anillo en la nariz, las minifaldas y el abundante maquillaje. O tal vez era su mirada. Tenía la mirada de una persona que sabía comprender sin juzgar.

– Mirad, tengo la dirección de la casa. -Armanoush se sacó un papel del bolsillo-. Aquí nació mi abuela Shushan. Si me pudierais indicar por dónde está, me gustaría ir allí algún día.

Mientras la tía Zeliha leía lo escrito en el papel, Asya advirtió que algo incomodaba a la tía Feride, que miraba aterrorizada la puerta entreabierta del balcón, como quien se encuentra ante una situación peligrosa sin saber hacia dónde correr. Asya se inclinó hacia un lado y, por encima del humeante pilaf, le susurró a su tía loca:

– ¡Eh! ¿Qué pasa?

La tía Feride también se inclinó por encima del humeante pilaf y entonces, con una chispa en sus ojos gris verdosos murmuró:

– Se rumorea que los armenios vuelven a sus antiguas casas para desenterrar los cofres que escondieron allí sus abuelos antes de huir. -Entornó los ojos y alzó un poco la voz-. Oro y joyas -resolló. Luego se interrumpió para reflexionar hasta llegar a un amistoso acuerdo consigo misma-. ¡Oro y joyas!

Asya tardó unos segundos en entender de qué hablaba su tía.

– ¿Comprendes lo que estoy diciendo? Esta chica ha venido a por el cofre de un tesoro -añadió la tía Feride muy emocionada, contemplando el contenido de un cofre imaginario, el rostro iluminado con el sabor de la aventura y el brillo de los rubíes.

– ¡Tienes toda la razón! -exclamó Asya-. ¿No te lo había dicho? Cuando bajó del avión llevaba una pala y una carretilla por todo equipaje…

– ¡Ay, calla! -saltó la tía Feride, ofendida. Se cruzó de brazos y se arrellanó en la silla.

Mientras tanto la tía Zeliha, que había detectado una inquietud mucho más profunda en Armanoush, preguntaba:

– Así que has venido a ver la casa de tu abuela. ¿Por qué se marchó?

Armanoush deseaba contestar la pregunta pero algo la frenaba. ¿Era demasiado pronto para que lo supieran? ¿Qué podía revelar y qué no? Y si no lo hacía ahora, ¿cuándo? Además, ¿por qué esperar? Bebió un sorbo de té y con voz lánguida, casi trémula, explicó:

– Los obligaron a marcharse. -En cuanto lo dijo, desapareció su fatiga y alzó el mentón-. El padre de mi abuela, Hovhannes Stamboulian, era escritor y poeta. Era un hombre eminente y muy respetado en la comunidad.

– ¿Qué dice? -La tía Feride, que había entendido la primera parte de la frase pero no el resto, le dio un codazo a Asya.

– Dice que la suya era una familia muy destacada de Estambul -susurró Asya.

– Dedim sana altın liralar kin gelmiş olmalı…. ¡Os digo que ha venido a buscar monedas de oro!

Asya miró al techo con menos sarcasmo del que pretendía antes de concentrarse de nuevo en la historia de Armanoush.

– Me han contado que era un hombre de letras. Lo que más le gustaba en el mundo era leer y meditar. Mi abuela dice que me parezco a él. Yo también leo mucho -añadió Armanoush con una tímida sonrisa.

Algunas de sus oyentes sonrieron también, y cuando les llegó la traducción, sonrieron todas.

– Pero por desgracia su nombre estaba en la lista. -Armanoush tanteaba el terreno.

– ¿Qué lista? -quiso saber la tía Cevriye.

– La lista de intelectuales armenios que había que eliminar. Líderes políticos, poetas, escritores, miembros del clero… Eran en total doscientas treinta y cuatro personas.

– Pero ¿por qué? -preguntó la tía Banu, una pregunta que Armanoush eludió.

– El 24 de abril, un sábado, a medianoche, decenas de notables armenios que vivían en Estambul fueron detenidos y llevados a la fuerza a la jefatura de policía. Todos se habían vestido bien, se habían arreglado como para asistir a una ceremonia. Todos llevaban cuellos inmaculados y trajes elegantes. Todos eran hombres de letras. Los retuvieron en la jefatura sin darles ninguna explicación, hasta que al final los deportaron a Ayash o a Chankiri. Los del primer grupo estaban en peores condiciones que el segundo. En Ayash no hubo supervivientes. Los que se llevaron a Chankiri fueron muriendo poco a poco. Mi bisabuelo estaba entre ellos. Cogieron el tren de Estambul a Chankiri bajo la supervisión de los soldados turcos. Tenían que recorrer andando los cinco kilómetros de la estación a la ciudad. Hasta entonces los habían tratado decentemente, pero durante el trayecto desde la estación les pegaron con palos y mangos de picos. El legendario músico Komitas se volvió loco a resultas de lo que vio. Una vez en Chankiri los liberaron con una condición: estaba prohibido salir de la ciudad. Así que alquilaron habitaciones para vivir con los del pueblo. Todos los días los soldados se llevaban a dos o tres para dar un paseo, y luego los soldados volvían solos. Un día también se llevaron a dar un paseo a mi bisabuelo.

La tía Banu, todavía sonriendo, miró a derecha e izquierda, primero a su hermana y luego a su sobrina, para ver quién iba a traducir todo aquello, pero, sorprendida, solo vio perplejidad en los rostros de las traductoras.

– En fin, es una historia muy larga. No quiero alargarla con todos los detalles. Cuando su padre murió, mi abuela Shushan tenía tres años. Era la más pequeña de cuatro hermanos, y la única chica. La familia se había quedado sin patriarca. La madre de mi abuela se había quedado viuda. Era complicado quedarse en Estambul con los niños, así que fue a refugiarse a casa de su padre, que estaba en Sivas. Pero en cuanto llegaron, comenzaron las deportaciones. Ordenaron a la familia que dejara su casa y sus pertenencias para marchar con otros miles de personas a un destino desconocido.

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