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Quaid cogió el pie de Richter y, con rapidez, ató el extremo suelto del cable del hombre alrededor de su tobillo. Richter intentó apartarle con furia.

– ¿Qué estás haciendo?

Quaid trepó por su parte del cable y le lanzó una colérica andanada de golpes y patadas a Richter, que quedó desconcertado al verse atacado de forma tan inconsciente.

– ¡Para! -gritó, igual que Quaid momentos antes-. ¡Estúpido!

Quaid machacó a Richter, que intentaba protegerse todo lo posible, temeroso de atacarle. Vio el vacío abierto bajo sus pies, y se sintió muy preocupado.

– ¡Si yo caigo, tú también caerás!

– Estás equivocado -dijo Quaid.

Con un poderoso puñetazo al rostro, hizo que Richter soltara el cable. Con el pie sujeto, Richter cayó boca abajo. Su ímpetu hizo que el cable se deslizara por el puente, bajándole otros siete metros y, al mismo tiempo, elevando a Quaid toda la distancia que le separaba del puente transversal.

Quaid trepó por el puente y le habló a Richter, que pendía boca abajo como si fuera un saco de arena.

– Te veré en la fiesta, Richter.

Richter intentó decir algo, pero el miedo le deformó el rostro cuando comprendió que le habían engañado.

Entonces, Quaid soltó el cable.

– ¡Hasta el fondo!

Dos metros y medio más de cable se deslizaron por entre sus manos, pasando por encima del puente, haciendo que Richter cayera boca abajo. Su aullido de terror le siguió todo el trayecto.

Quaid esperaba que hubiera otra forma rápida de subir. Aún tenía que impedirle a Cohaagen destruir el reactor…, y a toda la especie humana.

Cohaagen y su equipo se hallaban ocupados en la sala de control. Se trataba de una cámara de roca llena de complejos sistemas mecánicos y consolas electrónicas, tal como la recordaba Quaid de la exploración mental a la que le sometió Kuato. Todas las enormes columnas se habían convertido aquí en pilares pequeños. La luz del sol atravesaba el techo de cuarzo. A un lado había la pared de piedra con el jeroglífico del mandala.

Los soldados trabajaban en distintas partes de la estancia, plantando explosivos, colocando cables y abriendo agujeros con martillos perforadores para depositar las cargas. El ruido era insoportable.

Un soldado se hallaba concentrado perforando un agujero. Alguien le tocó el hombro. Alzó la vista. Se trataba de Melina. Perplejo, se quedó congelado.

Detrás de él, Quaid recogió el marrillo y le atravesó el pecho con él.

Un experto en demolición que estaba cerca vio a Quaid y se lanzó contra él, blandiendo la perforadora. Pero se trataba del arma que mejor manejaba Quaid.

– ¿Quieres que nos conozcamos un poco más a fondo? -inquirió, mientras perforaba a su oponente y a dos más que convergieron sobre él mientras se dirigía hacia el mandala.

Cohaagen agarró el detonador y se ocultó.

Melina recogió el arma de un soldado caído. Miró a su alrededor.

Un hombre del equipo de demolición se acercaba sigilosamente a Quaid por la espalda y estaba a punto de atravesarlo con su perforadora. Melina lo abatió con el tiempo justo.

Cohaagen conectó los cables al detonador.

Quaid libró un duelo con el hombre que trabajaba en el mandala, convirtiéndole en pulpa. Entonces arrojó a un costado el martillo perforador, arrancó la carga explosiva de un agujero que habían abierto en el mandala y la tiró lejos.

Alargaba el brazo para colocar la palma de su mano en el hueco de piedra del jeroglífico cuando Cohaagen gritó:

– ¡Lo siento, Doug! ¡No puedo permitirte hacer eso!

Quaid se volvió, para ver a Cohaagen sosteniendo el detonador. Hizo una seña para que Quaid se apartara del altar. Quaid retrocedió.

– Una vez se inicie la reacción, se transmitirá a todo el turbinio del planeta -dijo Cohaagen-. Marte sufrirá un proceso de fusión total. Es por eso por lo que los constructores nunca lo activaron.

– No sabes de qué estás hablando -murmuró Quaid.

– ¿Y tú sí? -La voz de Cohaagen goteó sarcasmo-. El gran Doug Quaid, aquí para salvar el planeta. Lamento decepcionarte, pero dentro de treinta segundos el gran Doug Quaid estará muerto. Entonces yo haré estallar este lugar, y estaré en casa a tiempo para ver el espectáculo tomando palomitas de maíz.

Cohaagen suspiró y agitó tristemente la cabeza. Había pasado tanto tiempo entrenando a Hauser, convirtiéndolo en una máquina perfecta para la Agencia. Juntos habían hablado de los usos del poder, del terror. Hauser había sido un natural. También había sido lo más cercano a un amigo que Cohaagen hubiera tenido nunca. Lo echaría en falta.

– Yo no quería que las cosas terminaran de este modo -dijo-. Deseaba a Hauser de vuelta. Pero no. Tenías que seguir siendo Quaid.

– Soy Quaid.

– ¡No eres nada! -gritó Cohaagen, repentinamente furioso contra el hombre que había ocupado el lugar de su amigo-. Eres un estúpido programa andante que se pasea sobre dos piernas arriba y abajo. Todo lo que a ti se refiere lo inventé yo: tus sueños, tus recuerdos, tus patéticas ambiciones. Podrías ser alguien -se burló-. Podrías ser real. Pero, en vez de ello, has elegido ser un sueño. -Cohaagen sujetó el detonador con una mano, mientras sacaba una pistola de su chaqueta con la otra. La alzó-. Y todos los sueños tienen su final.

El sonido de un disparo resonó en el reactor. Cohaagen cayó hacia atrás, alcanzado en el hombro y brazo. Melina estaba de pie junto al montacargas, con su arma humeando. Quaid corrió y le dio una patada a la pistola de Cohaagen para ponerla fuera de su alcance, y vio que de alguna forma el hombre había conseguido seguir sujetando el detonador. No, pensó Quaid, el hombre estaba faroleando. Cohaagen deseaba vivir tanto como los demás. No se sentiría ansioso de desencadenar la explosión que lo mataría.

Cohaagen vio la duda en sus ojos. Sonrió malignamente. Y activó el detonador.

Una enorme explosión sacudió la estancia, destrozando casi todo menos el mandala, cuya carga explosiva Quaid había retirado. ¡Cohaagen no había mentido!

Un agujero se formó en el techo de cuarzo. Una tremenda succión lo arrastró todo hacia la abertura. Objetos y cuerpos remolinearon en una espiral ascendente, como un tornado invertido. Cohaagen se aferró a una parte del reactor. Melina se inmovilizó en un rincón. Quaid, sorbido a medias hacia el agujero, realizó un esfuerzo hercúleo para descender en contra del viento en dirección al mandala. Estaba intacto, y ésa era la clave; si aún seguía operativo, ¡quedaba una oportunidad! ¿Cuánta destrucción toleraría el reactor antes de activar su propio mecanismo de destrucción? ¿Habían tenido en cuenta los No'ui la posibilidad de un daño aislado, como el de un meteoro cayendo sobre él? Quizá no fuera tan sensible. ¡Esperaba tener razón!

Cogió una cuerda tensa a causa del viento y se empujó hacia abajo. El domo había sido agujereado; pero, mientras el viento siguiera saliendo por la abertura, habría aire para respirar. Cuando éste se agotara…

Cohaagen avanzó y se plantó entre Quaid y el mandala. Sabía que aún no había acabado.

Quaid se aferró con la mano izquierda a la cuerda y alargó la derecha hacia la palma del jeroglífico.

– ¡No lo hagas! -gritó Cohaagen, por encima del espantoso rugir-. ¡Matarás a todo el mundo!

Quaid vaciló. La voz de Cohaagen sonaba con apasionada intensidad. Quaid se vio asaltado por repentinas dudas. ¿Cómo sabía que los recuerdos que Kuato había hecho salir a la superficie eran reales? ¿Y si también habían sido implantados? Si Cohaagen tenía razón, la máquina alienígena mataría a todo el mundo en Marte. Y Quaid sería el responsable.

Cohaagen le lanzó una patada, aún argumentando.

– ¡Hasta el último hombre! ¡Hasta la última mujer! ¡Hasta el último niño! -Golpeó furiosamente la mano izquierda de Quaid con su tacón-. ¡Morirán todos, Quaid! ¡Morirán todos!

La mente de Quaid se vio repentinamente llena con los rostros de todos los hombres, mujeres y niños que había visto en Venusville, los apáticos rostros de la gente que había sido drenada de todo vestigio de orgullo y autoestima. Gente que había sido usada y desechada como simples restos humanos, despiadadamente, sin el menor remordimiento, por el mismo hombre que ahora estaba suplicando por sus vidas.

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