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¡La situación empeoraba! Quaid abrió la puerta. Él y Melina salieron y treparon por lados opuestos del montacargas. Richter siguió disparándoles, y ellos le devolvieron el fuego. Ahora ya se encontraban todos en el exterior, y Richter había dejado de estar protegido por el metal invulnerable del montacargas. Debía mantener su cuerpo fuera de la línea de fuego.

Melina esquivó una bala, perdió el equilibrio y tuvo que soltar su arma, salvándose gracias a que se sujetó con ambas manos mientras sus pies se balanceaban en el vacío.

Richter apuntó a Quaid. Quaid le sujetó el brazo.

En ese momento, Quaid alzó la vista. Detrás de Richter vio que estaba la segunda plataforma. El montacargas se dirigía hacia ella. ¡Cualquier cosa que hubiera fuera de la cabina sería guillotinada! Quaid era como un pan observando al panadero cortar sus extremidades. Richter también lo vio. Sonrió con una mueca brutal.

Quaid intentó trepar al techo junto a Richter, pero éste le empujó. Quaid aferró el otro brazo de Richter…, y quedó colgado de ellos. En cualquier instante los cuatro brazos serían cortados.

En ese instante Richter tiró hacia atrás, sacando sus brazos del peligro al tiempo que le brindaba a Quaid el tirón suficiente con el que subir al techo del montacargas. Lo último que deseaba hacer era salvar a Quaid, pero valoraba su propio cuerpo. Quaid apenas pudo retirar las piernas del peligro del borde que se les venía encima.

Melina se metió en el interior del montacargas un centímetro antes de que la hoja metálica descendiera por su costado de la cabina.

Cohaagen estaba cerca de la sala de control alienígena mientras los expertos en demolición descargaban sus equipos. Había tenido la esperanza de conseguir algo útil de este aparato alienígena; sin embargo, no podía permitir que empezara a producir aire para Marte. No sabía a quién podía haberle contado Quaid sus sospechas acerca del aire, y tampoco estaba seguro de que hasta el último rebelde hubiera sido exterminado. Resultaba obvio que la mujer rebelde había corrompido a Quaid, y quizás ella hizo público el secreto por todas partes. De modo que debía destruirlo ahora, antes de que a otros pseudopatriotas se les ocurrieran algunas ideas inteligentes. El monopolio era algo peculiar: una vez lo perdías, resultaba casi imposible volver a recuperarlo. El espectro del aire gratis generaría un número interminable de revolucionarios potenciales. Ya era hora de acabar con todo el asunto, eliminando la posibilidad. Había sido un tonto en retrasar tanto esta medida, pero había surgido un problema con la ley de preservación de artefactos alienígenas, y los enviados del gobierno de la Tierra le habían estado acosando. Bueno, una vez concluyera esto, les daría libre acceso a la Mina Pirámide; entonces podrían admirar los restos alienígenas a su entera satisfacción. Una cosa era segura: no habría aire gratis, y su poder quedaría asegurado.

Escudriñó por el hueco del montacargas. Vio a dos figuras diminutas luchando en el techo de la cabina que subía. Eso significaba que Quaid había sobrevivido a la misión de exterminio de Richter y que aún causaba problemas. Tenía que admirar la persistencia de Quaid; estaba empleando las habilidades de Hauser, que no había tenido rival como agente. Fue una pena que el hombre se rebelara. Era mucho mejor de lo que jamás sería Richter.

Sin embargo, ya era hora de que tomara las riendas un verdadero profesional. Cohaagen sacó una granada y la colocó con cuidado en el mecanismo del montacargas. Luego volvió al trote a la sala de control.

¡Buuum! La granada, aplastada por los dientes de tracción, estalló, destruyendo el mecanismo y arrancando el puente transversal de sujeción de su lugar.

Cohaagen contempló la escena con satisfacción. Eso acabaría con Quaid y con Richter, que ya había vivido más de lo que era útil.

Quaid y Richter, luchando ferozmente, escucharon la explosión y sintieron la sacudida del montacargas. Los cables se agitaron peligrosamente. El ascensor se detuvo.

El puente transversal de sujeción de los cables se soltó lentamente, con un ritmo medido parecido al del segundero del reloj.

Richter alzó la vista, descubrió lo que había ocurrido.

– ¡Mierda! ¡Me ha dejado a mí también aquí! -exclamó.

– Es tan difícil encontrar buenos amigos en el foso de las serpientes -dijo Quaid con fingida simpatía.

Entonces los dos se agarraron para salvar la vida, mientras el puente caía en el abismo como si fuera un maderamen suelto.

Quaid, a pesar de burlarse de su enemigo, no estaba muy seguro de que su vida fuera a continuar mucho tiempo. ¡Parecía un largo camino hacia abajo!

En ese momento, el puente de sujeción quedó enganchado en uno de los enormes armazones y formó un puente a través de un pequeño arco del abismo. No caerían… de momento.

Pero, mientras el puente se enganchaba, el impacto de la sacudida bajó hasta ellos, y los dos se vieron lanzados fuera de la cabina del montacargas. Ambos alargaron los brazos con desesperación, intentando sujetarse a cualquier cosa.

Quaid agarró un cable suelto del ascensor. Richter hizo lo mismo. Pero eso no sirvió de nada; los cables no se hallaban sujetos a nada. Estaban caaaaayyeeeeendooooo…

La vida de Quaid no pasó ante sus ojos en un relámpago, ni siquiera su reciente vida como Quaid. Sólo pensó en Melina, que sacó la cabeza de la cabina para ver cómo desaparecía, y experimentó una pena fugaz ante la idea de que su relación tuviera que terminar aquí. La suya…, y la de toda la humanidad, una vez se activara la nova preparada por los No'ui.

¡Tuang! Su zambullida, de repente, se vio detenida. El cable se había enganchado a algo.

No… Quaid y Richter pendían de los extremos opuestos de un mismo cable largo que pasaba por encima del puente de arriba. Oscilaban frenéticamente de uno a otro lado, dos contrapesos mutuos, unos ocho metros más abajo. Se habían salvado el uno al otro: una nueva ironía.

Quaid miró a su alrededor en busca de alguna salida. No había ninguna; pendían debajo del puente, y no tenían nada más a su alcance. Quaid vislumbró la puerta abierta del montacargas y vio parte de una forma inmóvil. Ésa debía ser Melina, semiinconsciente en la cabina del montacargas, atontada por la misma sacudida que les había arrojado a ellos. ¿Qué podría hacer ella, aunque estuviera alerta y activa? Quaid y Richter tenían que sobrevivir o caer juntos, y por sus propios medios.

Mientras oscilaban, Richter aprovechó la distracción de Quaid para maniobrar y situarse más cerca. Le lanzó a Quaid una patada en la entrepierna. En el último momento, Quaid consiguió retorcerse lo suficiente como para encajar el golpe en el muslo, y su oscilante cuerpo se alejó con el impacto, reduciendo la fuerza del golpe; no obstante, le dolió.

El movimiento hizo que el cable se deslizara un poco. Quaid era un poco más pesado y fue él quien bajó, mientras Richter era subido la misma distancia.

– ¡No! -gritó Quaid.

En la siguiente oscilación, Richter se encontraba más arriba. Pateó a Quaid en las costillas. De nuevo Quaid intentó volverse con el fin de que sólo le rozara; pero, una vez más, resultó ser un golpe demasiado sólido como para no sentirlo.

– ¡Estúpido…! -aulló Quaid-. ¡Escúchame! -En ese momento, el efecto del movimiento les apartaba, aunque sólo momentáneamente-. ¡Si me derribas, tú también caerás!

– ¡Una mierda! -replicó Richter. Al acercarse de nuevo, le lanzó una patada a la cabeza.

Una vez más, Quaid logró amortiguar la fuerza del golpe, aunque no pudo evitarlo. Los oídos le palpitaban.

– ¡Piénsalo! -exclamó-. ¡Si yo me suelto, mi extremo del cable pasará por encima del puente y tú también caerás!

Richter alzó la vista y, finalmente, se dio cuenta de que Quaid tenía razón. Detuvo la patada que le iba a lanzar. No había sido lo suficientemente inteligente como para percatarse del peligro, y tampoco era lo bastante listo como para descubrir la solución al problema. Daba igual.

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