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Entonces el taxista extendió su brazo y cerró el puño. Había algo extraño en la forma del brazo, y el estómago de Quaid se agitó cuando vio algo rebullir debajo de la manga. El taxista tiró de la manga hacia arriba, y un segundo antebrazo se desprendió del primero, un miembro grotesco con largos, huesudos y palmeados dedos que se cerraban y abrían lentamente. Incluso los rebeldes retrocedieron ante aquella visión…, pero sirvió para su propósito. Todos quedaron convencidos de que Benny era uno de ellos.

– Seguidme -dijo el rebelde. Siguieron a los hombres armados a través de un angosto túnel hasta una amplia caverna excavada donde había más luchadores de la Resistencia acampados en pequeños grupos. Se veían armas y municiones apiladas en torno a la estancia, y unos cuantos hombres examinaban unos mapas al fondo. El resto estaban comiendo, jugando a las cartas, limpiando armas, leyendo y durmiendo, pero había poca conversación y ninguna risa. El talante general era sombrío.

Quaid perdió algo de respeto hacia los rebeldes. No cabía ninguna duda de que eran una fuerza organizada; sin embargo, estaba averiguando demasiado acerca de ellos. Un espía lograría dar un informe bastante exacto sobre la cantidad de miembros de que disponían y su naturaleza, si era traído hasta allí de aquel modo. El procedimiento más sensato habría sido drogarle, traerle aquí inconsciente, y luego matarle si resultaba ser un espía.

El rebelde que iba en cabeza se volvió hacia Benny.

– Aguarda aquí -ordenó. Y luego, a Melina y Quaid-: Vosotros, venid conmigo. -Los escoltó hasta la mesa al fondo de la estancia. Ahora Quaid pudo ver que había un videófono entre los mapas y planos que cubrían la mesa. También pudo ver que el hombre sentado a la mesa, el hombre que estaba evidentemente al mando, era George, el afable minero del Último Reducto. Hablaba urgentemente por el videófono, y había autoridad en su tono.

– ¡Entonces bajad los sellos de presión! -dijo.

– No podemos -respondió una voz, y Quaid se envaró al oírla. Pertenecía a Tony, el ardoroso minero que había estado con Melina en el bar. Miró por encima del hombro de George y vio que el minero no estaba en forma para luchar con nadie en aquellos momentos. Parecía estar respirando con dificultad, y Quaid pudo ver a otros al fondo, tendidos en el suelo del bar o caídos sobre las mesas, jadeando en busca de aire.

– Cohaagen ha despresurizado los túneles -prosiguió Tony-. Y están preparados para hacerlos saltar.

George miró por encima del hombro a Melina y luego volvió los ojos a la videopantalla.

– De acuerdo, no pierdas la calma. Melina acaba de llegar aquí con Quaid.

– Espero que haya valido la pena -dijo Tony. George cortó la transmisión e hizo una momentánea pausa, con aspecto ceñudo. Se volvió para mirar a Melina, y una débil sonrisa cruzó sus labios.

– Me alegra que lo hicieras -dijo.

– No pareces tan alegre como eso -respondió Melina.

George se levantó de su silla, y su expresión ceñuda regresó.

– Cohaagen ha sellado Venusville.

– Lo sabemos -dijo Melina-. Casi nos atrapó a nosotros.

– Lo que no sabes es que está bombeando fuera el aire.

Melina se llevó una mano a la boca. Había sabido que Cohaagen era despiadado, pero hasta ahora no había sabido hasta qué punto lo era. George miró a Quaid.

– Tiene que saber usted algo malditamente importante, Quaid. Él le quiere a usted. -Quaid se sintió abrumado-. Si no lo entregamos, por la mañana todo el mundo estará muerto. -George les condujo hacia una puerta blindada. Tecleó una serie de números. La cerradura hizo clic.

– ¿Qué es lo que vais a hacer? -preguntó Melina.

– Eso es cosa de Kuato -respondió George. Hizo un gesto con la cabeza a Quaid-. Vamos.

¿Sería Kuato capaz de desbloquear su memoria? Puesto que el propio Quaid no sabía lo que se suponía que debía saber, dudaba de que nadie fuera capaz de decirlo simplemente mirándole. Quizá tenían intención de drogarle e interrogarle. Eso era muy poco probable que funcionara tampoco. Seguía sin poder recordar claramente su experiencia en Rekall, pero creía que se habían encontrado con serios problemas con el condicionamiento de su memoria anterior. No sería diferente aquí.

Quaid miró a Melina antes de seguir a George. Ella alzó la mano en un pequeño gesto de adiós y, por un momento, pareció exactamente igual que en su sueño. Deseó ir hasta ella, apretarla contra él y no soltarla nunca, pero deseaba su memoria, la necesitaba, incluso más. No sólo por su bien, sino también por el bien de aquellos que estaban muriendo en Venusville. Había algo atrapado fuera de su alcance en su cabeza, y tenía que liberarlo y liberar al pueblo de Marte antes de ser libre él para amar a Melina. Apartó con un esfuerzo sus ojos de ella y siguió a George a través de la puerta.

Entró en una oscura estancia en forma de domo que estaba tan vacía como la otra había estado llena. No había rebeldes a la vista, y ninguna señal de Kuato. El hombre no iba a llegar tras ellos tampoco, porque la puerta se cerró a sus espaldas y Quaid pudo oír el clic de la cerradura al actuar de nuevo.

George lo llevó hasta una mesa con dos sillas.

– Siéntese -dijo.

Quaid se dejó caer en una de las sillas y escudriñó la habitación en busca de otra entrada. Naturalmente, Kuato dispondría de la suya propia, independiente de la que utilizaban las tropas. Con la salvedad de que no había ninguna entrada más. A menos que fueran más diestros en ocultarla que sus ojos entrenados en desenmascararla, lo cual dudaba bastante. Sabía que eran los ojos de Hauser los que realizaban la inspección. Hauser…

Algo chasqueó en su interior. Melina le había conocido como Hauser, no como Quaid. No obstante, en el recuerdo del sueño, ella le llamó Doug. ¿Cómo podía ser?

La respuesta resultaba tan obvia que le hizo sonreír. ¡No le cambiaron el nombre, únicamente el apellido! Douglas Hauser se había convertido en Douglas Quaid. Ya lo recordaba, o eso creía. Lamentablemente, no se trataba de un recuerdo importante.

Sus pensamientos volvieron al presente.

– ¿Dónde está Kuato? -preguntó.

– De camino -respondió secamente George. Pareció meditar algo antes de hablar de nuevo-. ¿Ha oído los rumores acerca de los artefactos alienígenas? -Quaid asintió-. Son ciertos. Cohaagen encontró algo en la Mina Pirámide, y eso lo asustó mortalmente.

Lo cual explicaba por qué había sido cerrada la Mina Pirámide. Quaid sintió el aleteo de la memoria. Había algo más profundamente enterrado en su mente que el turbinio en el helado suelo marciano, pero no conseguía perforar hasta ello.

– ¿Qué pasa con eso?

– Dígamelo usted -respondió George-. Hace un año, fue usted al encuentro de Melina y le dijo que deseaba ayudarnos. Así que nos dijimos: «Estupendo. ¿Está de nuestro lado ahora? Que nos diga lo que hay en la mina». Usted fue allá a descubrirlo. Y eso es lo último que supimos de usted.

– ¡Mi sueño! -exclamó Quaid-. ¡Mi memoria! Fui con Melina, y caí al pozo…

George se quitó la chaqueta y la arrojó al respaldo de la otra silla.

– No supimos si había muerto en la caída o sido capturado -continuó-. O quizá simplemente estaba jugando con nosotros. Pero si ése era el caso, ¿por qué está Cohaagen tan desesperado en apoderarse de nuevo de usted? -George sacudió la cabeza-. No, el gran secreto de Cohaagen se halla enterrado en ese agujero negro que usted llama el cerebro. Y tenemos que averiguar qué es.

No había ninguna duda al respecto, admitió Quaid. Estaba claro que no murió en la caída, y que había sido capturado. Pero, ¿cuánto tiempo permaneció en libertad en aquel complejo alienígena antes de que le atraparan? ¿Qué descubrió? Puesto que sabía que había averiguado algo sorprendente, algo mucho mayor que lo que ninguno de ellos imaginara. Le faltaba todo un capítulo de su vida, y lo quería recuperar.

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