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Los rebeldes supervivientes de la batalla del Último Reducto miraron cautelosamente a través de los restos de cristal que asomaban de los marcos de las destrozadas ventanas del local. Los soldados habían dejado de disparar hacía un cierto tiempo, y ahora parecían estar recogiendo sus cosas y batiéndose ordenadamente en retirada. Los rebeldes no sabían qué pensar de todo aquello.

Mientras los soldados desaparecían de su vista, la gente de Venusville empezó a emerger de los agujeros donde se habían apresurado a esconderse durante la batalla. Hablaban en voz baja. Algunos parecían desconcertados. Otros suspicaces. Se sobresaltaron cuando las puertas de presión resonaron en sus lugares y nadie supo qué esperar a continuación. Una multitud se congregó en la plaza, pero permanecía extrañamente silenciosa. Luego se volvió más silenciosa aún.

Los gigantescos ventiladores que hacían circular el aire a través del sector redujeron su velocidad y finalmente se detuvieron. El silencio fue absoluto. Todos los rostros se llenaron de temor. Luego…

¡Los ventiladores empezaron a girar de nuevo! Alguien se echó a reír, aliviado, pero la risa se convirtió en un estrangulado grito de desesperación cuando los papeles que sembraban la plaza empezaron a volar hacia arriba, hacia las grandes palas.

¡Los ventiladores estaban girando al revés! ¡Estaban sorbiendo el aire de Venusville!

Quaid se tambaleó cuando el túnel se abrió a un espacio más amplio. Melina tomó una linterna de un estante cerca de la abertura del túnel y paseó su haz en torno a una cámara excavada, iluminando las paredes, acribilladas de nichos.

– Los primeros colonos están enterrados aquí -dijo.

Quaid observó que había cadáveres humanos en los nichos, momificados de forma natural, sin mortajas. Sabía que se habían dado casos semejantes en algunas partes de la Tierra. La momificación dependía del clima, no de las mortajas.

Melina abrió camino a través de un laberinto de angostos corredores alineados con tumbas abiertas. Recordaba la primera vez que había estado allí, cuando era una niña, temerosamente aferrada a la mano de su madre. Su madre había calmado sus miedos contándole historias acerca de cada forma desecada, hasta que se habían convertido en individuos reconocibles, casi vivos.

Las historias de su madre habían iniciado a Melina en el sendero que la condujo a unirse a las fuerzas rebeldes. Los habitantes de los primeros asentamientos habían sido una raza resistente, decidida a crear una colonia que fuera la envidia de todos los demás planetas.

Habían construido unos firmes cimientos, pero el descubrimiento del turbinio los había minado. Al Bloque Norte sólo le importaban las minas, con exclusión de casi todo lo demás, y las condiciones de vida se deterioraron en consecuencia.

Vilos Cohaagen había hecho que las cosas se volvieran intolerables. El hombre era un monstruo insensible. No hacía el menor esfuerzo por escuchar a la gente de su colonia. Respondía a las peticiones con arrestos, y declaraba que cualquier critica dirigida a él era punible con la muerte. Melina no podía soportar el ver los sueños de los primeros colonos disolverse en polvo, así que se había unido al Frente de Liberación de Marte. Tenía intención de ver la visión de los primeros colonos convertirse en realidad.

La voz de Benny interrumpió sus pensamientos.

– He oído hablar de este lugar -susurró.

– Vinieron para edificar una vida mejor -dijo Melina-. Pero las cosas no funcionaron como esperaban. Cohaagen escatimó en los domos y nos convirtió en fenómenos. Nos hace trabajar como esclavos en nuestro propio planeta, y no nos permite abandonarlo. Incluso nos hace pagar por el aire que respiramos.

Algo encajó en su lugar en la mente de Quaid. Aire…

– Somos como sus malditos peces en su pecera -gruñó amargamente Benny.

– En la actualidad podríamos tener un planeta donde vivir -prosiguió Melina-. Pero el Bloque Norte decidió que crear una atmósfera no era «económicamente viable». No si significaba retirar dinero y mano de obra de las minas de turbinio. -Se mostraba profundamente disgustada.

Aire. Quaid luchó por aferrar el pensamiento que casi tenía al alcance de la mano pero que le eludía. En vez de ello se centró en la situación de los mineros. Había sabido que la minería del turbinio era peligrosa; de hecho, era algo más que una sospecha el que el índice de mutaciones en Marte era tanto culpa de la radiación en las minas como de la luz del sol no protegida que llegaba al interior de los domos. Sin las enormes bonificaciones, nadie emigraría voluntariamente para trabajar en las minas.

Y no era hasta que llegaban a Marte que se daban cuenta de que habían tenido que gastar la mayor parte de esa bonificación en aire, pensó lúgubremente Quaid. Puesto que las minas eran lo único disponible en la ciudad, la gente normal tenía que trabajar en ellas, simplemente para poder seguir respirando. Aunque sospecharan lo que les costaba…, ¿qué otra elección tenían? La mutación lenta era mejor que la muerte rápida.

Empezó a recordar por qué Hauser había cambiado de lado. Si la gente de Marte tuviera alguna alternativa a la minería del turbinio, habría una revolución. En realidad ya había una, pero no era suficiente, porque Cohaagen controlaba el suministro de aire.

– Y a nadie allá abajo en la Tierra le importa en absoluto -prosiguió Melina-. Mientras el turbinio siga fluyendo, mientras el Bloque Norte pueda mantener su superioridad militar en la Tierra, nadie va a volcar el pequeño y cómodo carrito de manzanas de Cohaagen. -Se detuvo y se volvió hacia Quaid, con esperanza en los ojos-. Pero quizá tú puedas cambiar todo eso.

Él desvió la vista, embarazado. ¡Si tan sólo pudiera desenterrar esos recuerdos, fuera lo que fuese lo que se suponía que sabía que podía hacerlo cambiar todo! Pero las cadenas de su mente permanecían firmes.

– Haré lo que pueda -dijo hoscamente.

Avanzaron a través de las catacumbas, Quaid al lado de Melina, Benny demorándose detrás.

– Es algo que tú sabes -indicó Melina-. Kuato va a hacer que recuerdes algunas cosas.

– ¿Como qué?

– Todo tipo de cosas. -Dudó, y cuando continuó su voz era ronca por la emoción-. Quizá incluso recuerdes que me quisiste.

Quaid no pudo soportar el oír el pesar en su voz. Sujetó su brazo y la hizo volverse de cara a él. Tenía que convencerla de que lo que había en su corazón era real; de que los falsos recuerdos en su cabeza no importaban.

– ¡Melina, escúchame! -dijo-. ¡No necesito a Kuato para eso! Soñé contigo cada noche, allá en la Tierra. Borraron todo lo demás; sin embargo, no consiguieron destruir lo que sentía por ti. Cuando dormía, te veía, y te deseaba, cada noche. El recuerdo de nuestra vida juntos puede haber desaparecido, pero el sentimiento permanece. Simplemente no pude soltarlo, puesto que sin él no hubiera podido seguir viviendo.

Melina le miró directamente a los ojos, y él vio que empezaba a creerle.

– Entonces, tú, realmente…

– ¡Siempre! -Se le acercó más, pero antes de que sus labios pudieran unirse Benny dejó escapar un grito de alarma.

¡Los cadáveres a su alrededor se estaban moviendo! Toda una sección de la pared de la catacumba se deslizó como una puerta. Tras ella había siete hombres armados.

Quaid se tensó, pero Melina apoyó una mano en su brazo, tranquilizándole.

– Todo va bien -dijo-. Son de los nuestros.

Uno de los rebeldes avanzó e hizo un gesto hacia Benny con el cañón de su arma.

– ¿Quién es ése? -preguntó.

– Nos ayudó a escapar -respondió Melina.

– Hey, no se preocupe por mí, amigo -dijo Benny-. Estoy de su lado. -Apoyó su mano izquierda sobre la derecha y tiró. Hubo un clic; luego la mano derecha se soltó, como si fuera el apéndice de una marioneta. Era artificial. Debajo había un deformado muñón con unos pocos dedos vestigiales. Quaid se sintió ligeramente enfermo ante la visión, pero los otros miraron con muda simpatía.

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