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Cambió de canal. El rostro de Vilos Cohaagen llenó la pantalla, y Quaid se sentó en la cama para mirar más atentamente. Cohaagen estaba pronunciando un discurso desde su oficina.

– Esta noche, a las 6:30 p.m., he firmado la orden declarando la ley marcial en toda la Colonia Federal de Marte. No toleraré más daños a nuestras operaciones de exportación de mineral. El señor Kuato y sus terroristas deben de comprender que sus esfuerzos abocados a la derrota sólo traerán miseria…

Quaid contempló el rostro de su enemigo. ¿Por qué declaraba Cohaagen la ley marcial? ¿Cuál era su utilidad? Con su poder como Administrador y con la Agencia en la punta de sus dedos, parecía ridículamente redundante. Pero así actuaban los políticos. Mientras las cosas parecieran exteriormente claras, podrían seguir con todo el trabajo sucio que les pareciera bajo mano.

El noticiario cambió. Aquí había otra cosa que no se mencionaba nunca a los terrestres que consideraban el emigrar a Marte.

La escena era en una cámara de descompresión en la que había de pie cuatro prisioneros con grilletes. Estaban despresurizando poco a poco la cámara. Resultaba claro que los prisioneros conocían la situación y se hallaban indefensos.

– Francis Aquado, por destrozar una propiedad pública -explicó el locutor-. Judith Redensek y Jeanette Wyle, por ofrecer resistencia al arresto. Thomas Zachary, por traición.

La descompresión continuaba. Los prisioneros jadeaban, sofocándose. Sus membranas mucosas sangraban. Tenían los ojos desorbitados. La cámara se centró en ellos de uno en uno, mientras los primeros planos mostraban todos los detalles que podría desear un sádico. No cabía duda de que eso era muerte por tortura. No sólo resultaba evidentemente estándar, sino que se encontraba tan firmemente arraigado que se hacía de forma abierta, televisado para una audiencia masiva. Eso no hablaba muy a favor del público. Por lo menos en la Tierra, normalmente, el polvo se barría debajo de la alfombra.

La pantalla se quedó a oscuras. La había apagado de modo involuntario. Se llevó las manos a la cabeza, sintiéndose perdido.

Si el castigo por estropear una propiedad pública en Marte era una muerte agonizante, ello significaba que si se atrapaba a alguien en el acto de realizar una pintada estaba perdido. Si una persona inocente era arrestada por un cargo falso y se resistía, la resistencia ofrecida daba pie a una ejecución. La traición quizá sólo significara que alguien había objetado en voz alta contra semejante política. ¡Él ya era culpable de todos esos cargos! Odiaba a Cohaagen y, de hecho, había destrozado propiedades públicas cuando se resistió al arresto, ya que seguro que le culparían por el ventanal roto del espaciopuerto. No cabía duda de que era culpable de traición, debido a que él ya había condenado al gobierno de Marte. Si alguna vez aparecía ante él un botón mágico con la frase abolición del gobierno de Marte, no vacilaría un instante en oprimirlo. Sin embargo, las posibilidades eran que el gobierno marciano le cogiera a él primero y apretara el botón de abolición de Hauser/Quaid.

Pero se suponía que en su cabeza había un secreto que podía desenmascarar toda la situación. ¡Si pudiera recordarlo!

Le sorprendió escuchar una llamada en la puerta. Permaneció inmóvil, alerta. ¿Llamarían los matones?

Repitieron la llamada.

– Señor Quaid…

Titubeó un instante y, luego, tomó la decisión de contestar. Después de todo, los matones, probablemente, habrían irrumpido por la fuerza o disparado una ráfaga a través de la puerta.

– ¿Sí?

– Tengo que hablar con usted… acerca del señor Hauser.

Quaid no había empleado ninguno de esos dos nombres en el hotel. Estaba registrado bajo el nombre de Brubaker. Eso significaba que la persona que llamaba no lo hacía por nada rutinario. La voz, sin embargo, parecía familiar, y Quaid frunció el ceño en un esfuerzo por situarla. No lo consiguió.

No podía arriesgarse. Sacó la pistola y le quitó el seguro. Lo primero que había hecho, apenas llegar al hotel, fue montar los diversos segmentos que llevaba en los bolsillos y que, a su vez, habían sido montados de los diferentes objetos que aparentaban ser los componentes. Con suma cautela, se acercó a la puerta y se colocó a un lado.

– ¿Quién es usted? -preguntó.

– El doctor Edgemar -replicó la voz apagada-. Trabajo para Rekall, Incorporated.

– ¿Cómo me encontró?

– Es difícil de explicar -repuso Edgemar-. ¿Podría abrir la puerta, por favor? No voy armado.

Quaid abrió la puerta con precaución, dispuesto a disparar al menor movimiento brusco.

Una persona de aspecto intelectual y poco amenazador, con una chaqueta de tweed, estaba allí de pie. Al verle, Quaid supo finalmente dónde había oído antes su voz. Era el narrador del anuncio de Rekall que había visto en el metro, allá en la Tierra. El anuncio que había desencadenado toda aquella cadena de acontecimientos.

Apuntó con el arma al hombre y miró a ambos lados del pasillo.

– No se preocupe -le dijo Edgemar-. Vengo solo. ¿Puedo pasar?

Quaid metió rápidamente al hombre en el cuarto y cerró la puerta. Cacheó a Edgemar, sin hallar ningún arma.

– Le resultará muy difícil aceptar lo que voy a decirle, señor Quaid.

– Le escucho -comentó Quaid sucintamente.

– Me temo que usted, en este instante, no está aquí de verdad.

Quaid no pudo evitar una risita, a pesar de hallarse en tensión.

– ¿Sabe, Doc?, me podría haber engañado.

¡Lo cual era quizá exactamente lo que el hombre estaba haciendo! De momento, no había mencionado ni a Cohaagen ni a Melina…, y en cualquier caso a Quaid le resultaba imposible confiar en él. Podía afirmar que venía de parte de Melina, tentar a Quaid y conseguir que le acompañara tranquilamente a una trampa tendida por Cohaagen. Sin embargo, la trama que le exponía resultaba interesante, incluso en esta situación de tensión nerviosa. ¿Qué ganaría Cohaagen si convencía a Quaid de que se hallaba en alguna otra parte? Resultaría más fácil enviarle a otra parte…, como al infierno con una bala en el cráneo.

– Tal como le decía, usted no está aquí de verdad -insistió el hombre-. Y yo tampoco.

¡Vaya engaño si el doctor lo compartía con el paciente! Quaid apretó el hombro de Edgemar con la mano libre para comprobar la solidez del hombre.

– Sorprendente. ¿Dónde nos encontramos?

– En Rekall.

La seguridad e ironía de Quaid titubearon. ¿Podía tener aquello algún sentido? Él había ido a Rekall y había experimentado una gran desorientación. De hecho, su mundo se derrumbó, convirtiéndole en un fugitivo buscado.

– Se encuentra sujeto por unas correas a un sillón de implantes -continuó Edgemar-. Y yo le estoy monitorizando en una consola de sondeos psíquicos.

– Ya lo entiendo…, ¡estoy soñando! -exclamó Quaid con sarcasmo-. Y todo esto forma parte de aquellas deliciosas vacaciones que me vendió su compañía.

Con la salvedad de que ningún sueño almacenado podría incluir aquella escena con Melina donde, en vez de una satisfacción, recibió un rechazo. ¡Sólo la realidad le hacía eso a un hombre!

– No exactamente -dijo Edgemar, sin sentirse molesto por la actitud de Quaid. Los médicos aprendían pronto a no verse perturbados por las reacciones de sus pacientes-. Lo que usted experimenta es un engaño libre sacado de nuestras cintas de recuerdos. No obstante, usted mismo es quien lo inventa.

Ese comentario hizo que Quaid se detuviera. ¿Y si la cinta tenía a Melina programada para una reunión gozosa, con un acto sexual completamente satisfactorio, mientras su mente cínica era incapaz de conformarse con el resultado? De esa forma, dentro del sueño, su sospecha se convertía en la sospecha de ella, haciendo que le rechazara. Tenía entendido que la mente de una persona podía conseguir algo así; se lo llamaba transferencia, o algo parecido. ¡Se podría haber destruido a sí mismo!

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