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– Andará metido en algo.

Shaeffer meneó la cabeza y subió los peldaños de la entrada secundada por los dos agentes de paisano. Se fijó en los buzones y leyó el nombre de Ferguson en uno de ellos. Apuntó los nombres de algunos vecinos y dio con uno con la abreviación «Port.». Llamó y esperó junto al interfono. No hubo respuesta.

– No va -dijo el agente negro.

– Aquí esos cacharros nunca funcionan -añadió el otro.

Empujó la puerta del edificio. Cedió. Se sintió ligeramente incómoda.

– Me imagino que en Florida sí funcionan los interfonos y cerrojos -dijo el negro.

El interior estaba oscuro como una caverna. Los pasillos eran estrechos, había pintadas en las paredes y olía a una mezcla de basura y orines. El policía rubio debió de ver que ella arrugaba la nariz, pues dijo:

– Oiga, este lugar es mejor que la mayoría, y de largo. -Hizo un gesto-. ¿Ve usted a algún borracho instalado en el vestíbulo? Esto de aquí es un lujo.

Encontró el piso del portero bajo el hueco de la escalera, llamó tres veces y al cabo oyó ruido en el interior. Después una voz:

– ¿Qué quiere?

Acercó la placa a la mirilla.

– Policía -contestó.

Se oyó el chacoloteo de tres o cuatro cerrojos. Por fin se abrió la puerta, dejando ver a un negro de mediana edad, descalzo y vestido con ropa de trabajo.

– ¿Es usted el señor Washington, el portero?

Asintió.

– ¿Qué quiere? -repitió.

– Quiero salir de este vestíbulo -dijo sin rodeos.

Él abrió la puerta y dejó pasar a los tres policías.

– Yo no he hecho nada.

Shaeffer echó un vistazo a los muebles desnudos y las alfombras raídas; luego preguntó:

– Robert Earl Ferguson. ¿Se encuentra en casa?

El hombre se encogió de hombros.

– Puede. Supongo. No me fijo mucho en quién entra o sale.

– ¿Quién vigila, entonces?

– Mi mujer -dijo señalando a un lado.

Shaeffer vio a una mujer negra de poca estatura que tenía de gruesa lo que su marido de enclenque; guardaba silencio ante la entrada del pasillo, asida a un andador de aluminio.

– ¿Señora Washington?

– Sí.

– ¿Robert Earl Ferguson está en el edificio?

– Debería estar. Hoy no ha salido.

– ¿Y cómo lo sabe?

La mujer dio un paso colocando con cuidado el andador delante de sí. Resollaba.

– Me cuesta mucho moverme. Me paso el día aquí… -Señaló una ventana-. Veo lo que pasa por el mundo antes de que me toque abandonarlo, hago un poco de punto y cosas así. Suelo estar al tanto de la gente que entra y sale.

– ¿Ferguson sigue algún horario? ¿Tiene hora de entrada y salida?

Asintió. Shaeffer sacó su bloc y tomó algunas notas.

– ¿Adónde va?

– Pues no lo sé exactamente, pero siempre lleva una bolsa con libros de texto. Una mochila. Como esas del ejército o para ir de excursión o algo así. Sale por la tarde y no vuelve hasta bien entrada la noche. A veces lleva una maleta pequeña y no vuelve en un par de días. Supongo que viaja.

– ¿Usted está aquí hasta tarde? ¿Vigilando?

– También me cuesta dormir. Me cuesta caminar, me cuesta respirar, me cuesta todo últimamente.

Andrea Shaeffer sintió que la emoción la embargaba por momentos.

– ¿Qué tal anda de memoria? -preguntó.

– De momento no me flojea, si se refiere a eso. Tengo buena memoria. ¿Qué quiere saber?

– ¿Ferguson se fue de la ciudad hará una semana o diez días? ¿Lo vio con la maleta? ¿Se ausentó durante un día o dos? ¿Hizo algo fuera de lo normal, fuera de la rutina?

La mujer se quedó pensativa. Shaeffer la observó mientras repasaba mentalmente todas las entradas y salidas que había presenciado. Entornó los ojos y luego los abrió, como si de repente le hubiera venido a la cabeza un recuerdo o una imagen. Abrió la boca como dispuesta a decir algo y levantó una mano del andador de aluminio. Sin embargo, antes de pronunciar palabra alguna, la mujer recapacitó, como si un segundo pensamiento le hiciera desestimar el primero. Sus ojos volvieron a encogerse mirando el bloc que la detective sostenía, expectante. Finalmente, negó con la cabeza.

– Me parece que no. Pero seguiré pensando. Una no puede estar segura si no piensa con calma. Ya sabe cómo es esto.

Shaeffer la observó. «Seguro que recuerda algo. Pero no quiere decirlo.»

– ¿Está segura?

– No -dijo la mujer-. Puede que recuerde algo dentro de un rato. ¿Ha dicho hace una semana o diez días?

– Sí.

– Trataré de recordar.

– Muy bien. Haga el favor. ¿Hay alguien más que pueda saber algo?

– No, señora. Ese joven es muy reservado. Sólo sale por la tarde y vuelve por la noche. Nunca hace ruido, nunca arma jaleo, es muy discreto. Ni siquiera tiene novia. ¿Para qué quiere saber todo esto? ¿Ha tenido problemas con la policía?

– ¿Sabe algo de la vida que ha llevado en los últimos años, en Florida?

El señor Washington interrumpió:

– Hemos oído que pasó una temporada entre rejas. Pero nada más.

– Pero eso no es nada raro aquí, señora mía. Casi todo el mundo pasa una temporada entre rejas -comentó la mujer. Miró a su marido-. Y el Señor sabe que quien aún no la ha pasado acabará pasándola. Así son las cosas por aquí, señora mía.

– ¿Cómo paga el alquiler? -preguntó Shaeffer.

– En metálico. El primero de cada mes. Nunca se ha retrasado.

Tomó nota de ello.

– No tiene nada de extraño. Éste no es un bloque de lujo precisamente, por si no se había dado cuenta.

– ¿Lo han visto alguna vez con un cuchillo? Uno de caza. ¿Alguna vez han visto alguno en su apartamento?

– No, señora.

– ¿Alguna pistola?

– No, señora, yo diría que no. Pero la mayoría de la gente de por aquí tiene un arma escondida en alguna parte.

– ¿No recuerda nada de él? ¿Nada fuera de lo normal?

– Bueno, aquí no es muy normal perder el tiempo con libros.

Shaeffer asintió y les tendió a marido y mujer sendas tarjetas ornadas con el escudo de la policía del condado de Monroe.

– Si recuerdan algo, por favor llámenme. Estaré en este número el próximo par de días. -Anotó el número del motel cercano al aeropuerto donde se alojaba.

Ambos miraron las tarjetas con atención mientras se marchaba. Ya en el vestíbulo, el policía negro se quedó mirándola.

– ¿Ha sacado algo en limpio? A mí no me ha parecido que dijeran gran cosa. Además, la vieja mintió al decir que no recordaba nada.

– Esa ha recordado algo, puede estar segura -dijo el rubio.

– ¿También ustedes lo han notado?

– Por supuesto. Pero no sé por qué demonios lo ha hecho. Seguramente por nada en especial. ¿Usted qué cree, detective?

– Ya me gustaría saberlo -contestó-. Ha llegado la hora de ver si nuestro hombre está en casa.

18

CABEZA DE TURCO

Inspiró aire profunda y lentamente, tratando de controlar su corazón acelerado, y luego llamó a la puerta. El vestíbulo estaba a oscuras, a excepción de una ventana al fondo que dejaba entrar una luz mortecina a través de la mugre grisácea. No sabía qué podía encontrarse. «Un asesino atípico -pensó-. Uno de los lados del triángulo. Alguien que estudia pero que de tanto en tanto hace las maletas y se marcha unos días a alguna parte.» Llamó de nuevo y al poco llegó la previsible respuesta:

– ¿Quién es?

– Policía.

La palabra revoloteó en el aire ante ella, resonando en el minúsculo espacio. Transcurrieron unos segundos.

– ¿Qué quiere?

– Hacerle unas preguntas. Abra.

– ¿Qué clase de preguntas?

Podía sentir la presencia del hombre a sólo unos centímetros, tras la oscura puerta de madera.

– Abra.

Detrás de ella, los dos agentes se pusieron en guardia y retrocedieron un paso, apartándose de la línea de fuego. Ella volvió a llamar a la puerta.

– Policía -repitió. No sabía qué hacer si se negaba a abrir.

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