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Cowart imprimió ambos documentos, lo que sólo le llevó un momento. No sabía qué pensar. Tenía poco más de lo que le había explicado la camarera.

Se levantó. Tanny Brown tenía razón, se dijo. «Te estás volviendo loco.»

Miró en torno. Ahora había varios periodistas trabajando con los ordenadores, ensimismados en sus respectivas pantallas. Se las había arreglado para entrar en la hemeroteca sin que le viera nadie del turno de noche, lo cual era un alivio. No quería tener que dar explicaciones sobre lo que se traía entre manos. Se quedó un momento mirando a sus compañeros. Era esa hora de la noche en que todo el mundo quiere irse a casa y las frases que al día siguiente saldrán en el periódico empiezan a acortarse, a dejarse llevar por la fatiga. Podía sentir cómo la lasitud empezaba a hacer mella en él también. Echó una ojeada a las cuartillas que documentaban la desaparición de Dawn Perry. Doce años. «Sale de casa una cálida tarde de agosto para ir a nadar a la piscina municipal. Jamás regresa. Posiblemente lleve meses muerta», pensó. Más de lo mismo.

De pronto le vino un pensamiento a la cabeza, como una iluminación. Volvió al ordenador y buscó por «Robert Earl Ferguson». Al instante apareció el mensaje «veinticuatro entradas». Cowart volvió a sentarse y tecleó «directorio». El ordenador le presentó una lista. Cada entrada tenía la fecha y su extensión aproximada. Cowart repasó la lista de artículos, reconociendo todos y cada uno de ellos. Estaba el primero de sus artículos y los que siguieron, las tablas, luego los artículos sobre la puesta en libertad y por último los más recientes, los escritos tras la ejecución de Sullivan. Volvió a leer la lista y esta vez identificó un artículo del agosto anterior. Miró la fecha y recordó que en ese momento se encontraba de vacaciones en Disney World con su hija. Había pasado un mes desde que Ferguson había sido puesto en libertad, poco después de que el juez declarara nula su sentencia. Y faltaban cuatro días para que Dawn Perry desapareciera de la faz de la tierra.

La entrada pertenecía a la sección de religión. Se trataba de la agenda semanal con los sermones y discursos que iban a tener lugar en las iglesias del condado de Dade a lo largo de los días siguientes. Hacia la mitad podía leerse: «Discurso de un ex presidiario del corredor de la muerte.»

Cowart leyó:

Robert Earl Ferguson, condenado injustamente al corredor de la muerte por un crimen en el condado de Escambia y recientemente puesto en libertad, hablará sobre sus experiencias y sobre cómo su fe le permitió mantenerse firme a lo largo del proceso. En la iglesia baptista de New Hope, domingo, 11 h.

La iglesia estaba en Perrine.

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LA JOVEN DETECTIVE

La detective Andrea Shaeffer saludó el nuevo día desde su escritorio.

Había tratado de dormir, sin conseguirlo al principio, dormitando a ratos después. Con la oscuridad de primera hora de la madrugada logró deshacerse de un terrible sueño repleto de sangre y gargantas degolladas, se vistió y cogió el coche en dirección al departamento de policía del condado de Monroe, en cayo Largo. Desde su mesa en los despachos del segundo piso podía divisar un haz de luz rosada que asomaba en los confines de la noche. Pensó en la lenta desintegración de la oscuridad allá en el Golfo, donde la mañana, afilada como una cuchilla, parecía ir tallando el oleaje y por fin, con un gran corte, separar el océano del horizonte.

Por un momento deseó estar navegando con el barco de pesca de su padrastro, aparejando los anzuelos con las piernas separadas para resistir los rebrinques y los embates de la marejada, y las manos, pringadas de manipular cebos, enrollando sedal a toda velocidad y reparando los carretes. Hoy sería un buen día de pesca. Los relámpagos acecharían sobre las aguas a lo lejos y el calor haría levantar mangas que en contraste con el cielo parecerían aún más negras y temibles. Los peces subirían a la superficie, hambrientos, anticipándose a la tormenta, ansiosos de alimento. «Muévete dentro de los límites de los vientos y procura que los cebos no dejen de moverse -pensó-. Cebos rápidos, para el marlín, el wahoo y sobre todo el pez espada. Algo que rompa y remueva las olas, que abra surcos entre las aguas, algo a lo que los grandes peces en busca de sustento no puedan resistirse. Esto es lo que siempre me ha gustado de la pesca: no la lucha con cabos y anzuelos, por más espectacular que sea, ni el súbito miedo a caer del barco, ni los cumplidos ni las felicitaciones. Lo que me gusta es la caza.» Sus ojos miraron por la ventana del despacho de homicidios mientras su cabeza iba repasando lo que sabía y lo que no. Cuando por fin pareció haber vencido su batalla cotidiana, se volvió y se sumió de nuevo en el sinfín de papeles esparcidos por su mesa.

Echó un vistazo al informe que había preparado después de interrogar a los vecinos de Tarpon Drive. Nadie había visto ni oído nada relevante. A continuación cogió el informe del forense. La causa de la muerte había sido la misma en ambos individuos: seccionamiento abrupto de la arteria carótida derecha y pérdida masiva de sangre. «El muy cabrón era zurdo -pensó-. Se situó a su espalda y les cortó la garganta con la cuchilla.» La piel en torno a las heridas sólo presentaba rasguños leves. «Una hoja de navaja, tal vez un cuchillo de caza. Algo endiabladamente afilado.» Ninguna de las dos víctimas presentaba heridas post mortem. «Los mató y los abandonó.» Las heridas previas incluían hematomas en los brazos, habituales en estos casos. El asesino los había atado con tal brutalidad que el cordel les chamuscó la piel. Los había amordazado con cinta adhesiva. El varón presentaba una contusión en la frente, el labio partido y dos costillas fracturadas. Los nudillos de la mano derecha presentaban desgarrones y residuos de pintura, y las patas de la silla habían rayado el suelo de linóleo de la cocina. «Por lo menos opuso resistencia, aunque no fuera más que un momento. Debió de ser el segundo; se destrozó las manos intentando liberarse hasta que lo golpearon en el tronco y la cabeza.» La mujer no presentaba indicios de agresión sexual pese a haber sido hallada desnuda. «Humillación.» Shaeffer recordó haber visto las ropas de la anciana pulcramente dobladas en un rincón de la cocina. Pulcramente dobladas. Pero ¿quién las doblaría? ¿La víctima o el asesino? Los rastros debajo de las uñas no habían dado ninguna respuesta. Los cuerpos habían sido analizados en la morgue, pero sin éxito.

Shaeffer dejó caer el informe sobre la mesa. No era de gran ayuda. Al menos, no a primera vista.

Cogió los resultados del examen preliminar del escenario, harta ya de la jerga de aquellos documentos. La muerte reducida a los términos más fríos y asépticos posibles. Todo medido, pesado, fotografiado y examinado. El cordel utilizado para maniatar a la pareja de ancianos era de nailon textil de 6,5 mm, del que puede encontrarse en cualquier mercería o supermercado. Dos fragmentos, uno de 102 cm y el otro de 97 era, habían sido cortados de un carrete de tres metros y medio, encontrado en la puerta trasera. El asesino había hecho un lazo corredizo para inmovilizar las muñecas de las víctimas y luego había dado dos o tres vueltas de hilo más, terminando con un simple nudo para asegurarse.

Un nudo ordinario, sin nada particular, una cosa temporal, improvisada sobre el terreno. Resistió durante el rato que duró la matanza, pero con algo más de tiempo se habría soltado. Para ella esto significaba una cosa: no fue nadie de la zona, sino de fuera. La mayoría de los vecinos de los cayos saben hacer buenos nudos; todos han atado objetos pesados, como los aparejos de navegación.

Asintió con la cabeza. Medianoche. El asesino entra. Los reduce, los maniata, los amordaza. Ellos creen que es un atraco y que si no oponen resistencia salvarán la vida. Falso. Iba a matarlos. Máximo terror. Rápido. Eficaz. Ni un segundo de más. Un silencioso cuchillo. Nada de disparos que pudieran alertar a los vecinos. Ningún indicio de robo ni de violación. Nada de portazos ni de huidas despavoridas.

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