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– Hágame caso.

Cowart se levantó de la silla y se quedó mirando fijamente al detective. Los ojos de ambos se enzarzaron en un pulso visual. Cuando el detective por fin le dio la espalda, Cowart se volvió y salió por la puerta, la cerró de un portazo y apretó el paso entre las brillantes luces fluorescentes de la jefatura de policía; los agentes uniformados y otros detectives se hacían a un lado, como si levantara una ola ante sí. Notaba sus ojos sobre la espalda al avanzar por los pasillos, acallando a su paso una docena de conversaciones. Oyó que mascullaban a sus espaldas, que pronunciaban su nombre con desagrado en varias ocasiones. Él no miró alrededor ni alteró el paso. Bajó solo en el ascensor y salió a la calle por las amplias puertas de cristal. Luego se dio media vuelta y levantó la mirada hacia el despacho de Brown. Por un momento lo vio de pie junto a la ventana, observándolo. Una vez más se sostuvieron la mirada. El periodista sacudió ligeramente la cabeza.

Entonces vio que el detective desaparecía de la ventana.

Por un instante Cowart se quedó inmóvil, dejando que la noche lo envolviera. Luego se marchó, caminando despacio al principio y después apretando el paso, hasta marchar enérgicamente por la ciudad, con las palabras que darían vida a su artículo empezando a cobrar forma en su mente.

7

PALABRAS

De regreso en casa, sin embargo, el cansancio acumulado hacía que los vivos se perdieran en sus libretas y los muertos se apoderaran de su imaginación.

Era tarde, pasadas ya las doce, una clara noche de Miami en que el cielo parecía una vasta negrura salpicada de grandes pinceladas sobre un infinito de estrellas titilantes. Necesitaba a alguien con quien compartir su inminente victoria, pero no tenía a nadie. Todos se habían ido, se los habían robado la edad, el divorcio y demasiadas muertes. Necesitaba especialmente a sus padres, pero ya hacía tiempo que lo habían dejado.

Su madre había muerto cuando él no era más que un muchacho. Una mujer tranquila y menuda, de una delgadez huesuda y atlética, que compensaba su abrazo duro y a la vez frágil con una voz suave y casi sensual, muy habilidosa para contar historias. Hija de una época que la había condenado al papel de ama de casa, los había criado a él y a sus hermanos y hermanas siguiendo un interminable ciclo, primero de pañales, biberones y dentición, y luego de rodillas rasguñadas y heridas imaginarias, deberes, entrenamientos de baloncesto, y los esporádicos e inevitables desengaños de adolescencia.

Había tenido una muerte rápida a las puertas de la vejez. Cáncer de colon inoperable. Cinco semanas, una progresión mágica y continua de la vida a la muerte, marcada por una piel día a día más amarillenta y una voz y un andar cada vez más débiles. Su padre había muerto justo después de ella, lo cual resultaba extraño. Cuando Cowart se hizo mayor, llegó a enterarse de las escandalosas infidelidades de su padre, siempre fugaces y mal disimuladas. En retrospectiva parecían menos desgraciadas que su aventura con el periódico, la cual le había robado tiempo y entusiasmo para estar con su familia. Así que, cuando después del funeral de la madre, el padre había dedicado seis obsesivos meses de interminables semanas al trabajo, sólo para anunciar acto seguido que se jubilaría anticipadamente, todos los hijos se llevaron una sorpresa.

Habían mantenido largas conversaciones telefónicas, en las que él ponía su decisión en entredicho y se preguntaba qué haría, flotando él solo en un enorme y mudo vacío, recordando su hogar aburguesado y la proximidad de sus jóvenes hijos, a quienes su presencia había resultado inusual y posiblemente incómoda. Matthew era el menor de seis hermanos -dos profesores, un abogado, un médico, un artista y él mismo- dispersos a lo largo y ancho del país; sin embargo, ninguno de ellos se encontraba lo bastante cerca para ayudar a su padre, que había envejecido de repente. Todos habían obviado la realidad. Acabó disparándose un pistoletazo en su aniversario de boda.

«Debería habérmelo imaginado -pensó Cowart-. Debería haberme adelantado a los acontecimientos.» Su padre lo había llamado por teléfono dos noches antes. Habían conversado vagamente y con cautela sobre noticias y cobertura informativa. Su padre le había dicho: «Recuerda: no son los hechos lo que quieren, sino la verdad.» Pocas veces había dicho algo así a su hijo, pero cuando Cowart procuró que continuara hablando, se despidió con brusquedad.

La policía lo había encontrado sentado en su escritorio, con un pequeño revólver en una mano, una herida de bala en la frente y una fotografía de su esposa en el regazo. Mathew, el eterno periodista, pidió a los policías que le describieran la escena con todo lujo de detalles; una vez conocidos, jamás lograría olvidarlos, y despojarían a la muerte de su halo trágico: su padre llevaba unas gastadas zapatillas rojas y un traje de ejecutivo azul con una corbata floreada que su esposa le había regalado con ocasión de algún día del Padre; un ejemplar de la edición de aquel día, con notas escritas en rojo, estaba abierto sobre la mesa, delante de él, al lado de un refresco bajo en calorías y medio sándwich de queso. Había recordado extender un cheque a la señora de la limpieza y dejarlo sujeto con cinta adhesiva a su antigua lámpara verde oscuro. Había media docena de papeles arrugados que su padre había arrojado al suelo y habían quedado esparcidos alrededor de la silla; todos eran notas empezadas y nunca terminadas dirigidas a sus hijos.

El cielo estaba estrellado.

«Yo era el menor -pensó-. El único que siguió sus pasos en la profesión. Pensaba que eso nos acercaría, que podría mejorar las cosas, que él se sentiría orgulloso… o celoso.» En cambio, se había vuelto más distante.

Pensó en la sonrisa de su madre. La de su hija se la recordaba. «Y he dejado que mi esposa se la llevara sin apenas rechistar.» Aquel pensamiento le produjo una repentina sensación de vacío, que enseguida se llenó con el recuerdo dantesco de las fotografías de la pequeña Joanie Shriver en la escena del crimen.

Bajó la cabeza y contempló la calle. A lo lejos, vio que el bulevar resplandecía con la luz amarillenta de las farolas y los faros de los coches al pasar. Se giró al oír una sirena unas calles más allá, y entró en su edificio. Subió en ascensor, recorrió el pasillo y abrió la puerta de su apartamento. Por un instante se detuvo en el recibidor y, acto seguido, encendió las luces y echó un vistazo alrededor. Vio el desorden propio de un soltero: libros amontonados en los anaqueles, pósteres enmarcados en las paredes, un escritorio lleno de papeles, revistas y recortes. Buscó algo familiar que le dijera que estaba en casa; luego suspiró, cerró la puerta y, antes de acostarse, se puso a deshacer las maletas.

Cowart pasó una larga semana hablando por teléfono y reconstruyendo el contexto de la historia. Hubo abruptas llamadas a los fiscales que habían condenado a Ferguson y no querían hablar con ningún periodista, y llamadas más largas a los hombres que llevaban los casos contra Blair Sullivan. Un detective de Pensacola había corroborado la presencia de Sullivan en el condado de Escambia cuando se produjo el asesinato de Joanie Shriver; el comprobante de la tarjeta de crédito por repostar en una gasolinera próxima a Pachoula databa del día anterior a la muerte de la niña. La fiscalía de Miami le enseñó el cuchillo que Sullivan llevaba encima en el momento de su detención: era un cuchillo barato sin marca distintiva y con una hoja de unos diez centímetros, parecido aunque no idéntico al que él había encontrado en aquella alcantarilla.

Cowart sostuvo el cuchillo en sus manos y pensó: «Encaja.»

Otras piezas encajaban.

Habló largo y tendido con funcionarios de Rutgers, que le facilitaron el modesto expediente académico de Ferguson. Había sido un estudiante aplicado pero bastante mediocre; un alumno cuyo único interés parecía consistir en completar los estudios, lo que había logrado de manera correcta, mas en absoluto notable. El encargado de una residencia de estudiantes lo recordaba como un tipo tranquilo y poco sociable, del grupo de los marginados, y poco dado a las fiestas y la vida social. Según aquel hombre, era un joven solitario y reservado que se había mudado a un apartamento al poco tiempo de acabar el primer año de universidad.

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