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– Lo intentaré. Pero me temo que no servirá de mucho. ¿Me estás diciendo que no es inocente?

– Yo no digo nada. Tú compruébalo, ¿de acuerdo?

– De acuerdo, Tanny. Lo haré. Quizá luego podamos tener una conversación distendida, porque no me gusta tu tono de voz, hermano.

– A mí tampoco -contestó Brown, y colgó.

Se acordó de Pachoula en los momentos siguientes a la desaparición de Joanie Shriver. Podía oír las sirenas, ver los grupos que se formaban en las esquinas para partir en su busca. Los primeros equipos de televisión llegaron aquella misma noche, no mucho después de que las llamadas de los periódicos empezaran a colapsar la centralita. Una niña blanca desaparece en el camino de la escuela a casa. Una pesadilla que conmociona a todo el mundo. Pelo rubio. Sonrisa. No pasaron ni cuatro horas antes de que su foto se emitiera por televisión. A cada minuto se estrechaba más el círculo.

«¿Qué aprendió de eso Ferguson?», pensó Brown. Aprendió que un hecho como ése podía pasar inadvertido, nada de cámaras ni micrófonos, nada de voluntarios y Guardia Nacional peinando las ciénagas; sólo había que cambiar uno de los factores de la ecuación: una niña negra por una blanca.

Se levantó y fue a buscar a Cowart. De una pared de la oficina de homicidios colgaba un gran plano de Florida. Brown buscó Eatonville y luego Perrine. «Hay docenas de pequeños guetos negros en todo el estado», pensó. El olvidado Sur, al que la historia y la economía habían convertido en un conglomerado de núcleos con diversos grados de prosperidad o pobreza, pero con algo en común: no entraba en las prioridades de nadie. Todos contaban con escasos cuerpos de policía, a veces incluso mal adiestrados, con la mitad de los recursos que las comunidades blancas y el doble de casos de drogadicción, alcoholismo, atracos, frustración y desesperanza.

Buenos cotos de caza.

21

LA CONJUNCIÓN

Andrea Shaeffer regresó tarde a su habitación del motel. Cerró la puerta con doble llave, comprobó el baño y el pequeño armario, miró debajo de la cama, detrás de las cortinas, y finalmente se aseguró de que la ventana seguía bien cerrada. Reprimió el impulso de abrir el bolso y sacar la pistola de 9 mm. Una sensación de miedo distorsionado la perseguía desde que saliera del apartamento de Ferguson. Desde que la luz del día empezó a menguar se sentía constreñida, como si la ropa le fuera varias tallas más pequeña.

«¿Quién era él?», se preguntó.

Rebuscó en su pequeña maleta hasta encontrar el papel con esencia a lavanda que utilizaba para escribir las cartas a su madre que nunca enviaba. Encendió la lamparita que había sobre una mesita en un rincón de la habitación, se sentó en una silla y comenzó.

«Querida mamá: ha sucedido algo», escribió, y se quedó mirando fijamente las palabras. «¿Qué había dicho Ferguson? -se preguntó-. Había dicho que él estaba a salvo. ¿A salvo de qué?»

Mordió el extremo del bolígrafo como una estudiante que busca la respuesta en un examen. Recordaba que la habían llevado a una sala para la rueda de identificación, a pesar de que ella había insistido en que no podría reconocer a los dos hombres que la habían agredido. Habían atenuado las luces y ella estaba flanqueada por dos detectives cuyos nombres ya no recordaba. Luego había observado atentamente a los dos grupos de hombres que habían entrado y se habían colocado en fila contra la pared. Siguiendo las órdenes, se habían vuelto primero hacia la derecha y luego a la izquierda, para que ella viera sus perfiles. Se acordaba de los comentarios que los detectives le susurraron: «Tómese su tiempo» y «¿Alguno de ellos le resulta familiar?». Pero ella no había logrado identificar a nadie. Había negado con la cabeza y los detectives se habían encogido de hombros. Recordó sus miradas de desánimo, y que en aquel instante había decidido que no se quedaría de brazos cruzados, que jamás volvería a permitir que alguien saliera impune después de haber causado tanto dolor.

Volvió a aquella carta que nunca enviaría y escribió: «He conocido a un hombre rebosante de malas vibraciones.»

Analizó todo lo que Ferguson le había mostrado: ira, burla, arrogancia. «Y miedo -pensó-, aunque sólo hasta que supo el motivo de mi presencia. Entonces el miedo desapareció. ¿Por qué? Porque no tenía nada que temer. Y ¿por qué? Porque yo estaba allí por la razón equivocada. -Dejó el bolígrafo junto al papel y se incorporó-. Así pues, ¿cuál es la razón correcta?», se preguntó.

Se dirigió a la ancha cama. Se sentó y colocó las rodillas bajo la barbilla, rodeando las piernas con los brazos. Se balanceó con equilibrio inestable, tratando de determinar qué línea de actuación debía seguir. Finalmente ordenó sus pensamientos, estiró el cuerpo y alcanzó el teléfono.

Necesitó varias llamadas para localizar a Michael Weiss, hasta que al fin la pasaron con él en la oficina del comisario.

– ¿Andy? ¿Eres tú? ¿Dónde te habías metido?

– Mike. Estoy en Newark, Nueva Jersey.

– ¿Nueva Jersey? ¿Qué haces en Nueva Jersey? Se suponía que tenías que seguir la pista de Cowart en Miami. ¿Está en Nueva Jersey?

– No, pero…

– Entonces, ¿dónde demonios está?

– En el norte de Florida. En Pachoula, pero…

– ¿Y por qué no estás tú allí?

– Mike, deja que te lo explique.

– Más vale que lo hagas. Y otra cosa. Se suponía que ibas a estar en contacto permanente. Soy yo quien está a cargo de esta investigación, ¿recuerdas?

– Mike, dame un segundo, ¿vale? Vine aquí a ver a Robert Earl Ferguson.

– ¿El cabroncete al que Cowart sacó del corredor?

– Exacto. El que estaba en la celda contigua a la de Sullivan.

– Hasta el momento en que intentó estrangularlo a través de los barrotes.

– Sí, ése.

– ¿Y bien?

– Fue… -Vaciló-. Bueno, extraño.

Hubo una pausa antes de que el policía veterano preguntara:

– ¿Extraño en qué sentido?

– Todavía estoy intentando identificarlo.

Weiss suspiró.

– ¿Y qué tiene que ver con nuestro caso?

– Bueno, le he estado dando vueltas, Mike. Mira, Sullivan y Cowart eran como dos lados de un triángulo. Ferguson era el tercero, el vínculo que los unía. Sin Ferguson, Cowart nunca habría llegado hasta Sullivan. Así que decidí hacer algunas averiguaciones sobre él. Comprobar si tenía una coartada en el momento de los asesinatos. Comprobar si sabía algo. Y echar un vistazo al tipo, ya sabes.

Weiss vaciló antes de decir:

– Vale, de acuerdo. No sé qué nos aporta, pero al menos no es un disparate. Crees que existe algún vínculo entre los tres, vale. ¿Algo que quizá contribuyó a los asesinatos?

– Puede.

– Bueno, y si lo hubiera, ¿por qué crees que el capullo de Cowart no lo habría incluido en sus artículos?

– No lo sé. ¿Tal vez por miedo a que eso lo hiciera quedar mal?

– ¿Quedar mal? Vamos, Andy, pero si es un puta. Todos los periodistas son unos putas. Para ellos lo pasado, pasado está; sólo les preocupa el hoy. Si hubiera tenido algo lo habría sacado en el periódico sin pensárselo. Ya veo el titular: «Se descubre conexión en el corredor de la muerte.» No sé si tendrían letras suficientemente grandes para un titular así. Se pondrían como locos. Probablemente ganaría otro maldito premio.

– Ya.

– Claro que sí -gruñó Weiss-. Bien, ¿tienes algo, aparte de corazonadas, que sitúe a ese Ferguson en Tarpon Drive?

– No.

– ¿Nadie que lo haya visto en Islamorada? ¿Alguna de las personas que interrogaste en Tarpon Drive mencionó a un negro?

– No.

– ¿Y algún recibo de hotel o billete de avión? ¿Y muestras de sangre o huellas o un arma del crimen?

– No.

– ¿Así que te trasladaste hasta allí sólo porque de alguna manera él estaba relacionado con los dos sujetos de aquí?

– Eso es. Fue una corazonada, como has dicho.

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