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El miedo y la exaltación lo estremecieron. Se incorporó y dio tres cortos pasos, manteniendo aún el contacto con la pared con la mano del arma. Estaba húmeda y suave al tacto. Pensó en ratas y arañas y en Ferguson.

No pudo contenerse más.

– Ferguson, chico, sal de ahí. Quedas arrestado. Ya sabes quién soy. Levanta las putas manos y sal de ahí. -Las palabras resonaron brevemente y luego se extinguieron.

No hubo respuesta.

– Maldita sea, Bobby Earl. Venga, acaba ya con esta mierda. Todo este lío no vale la pena. -Dio otro paso-. Sé que estás aquí, Bobby Earl. Maldita sea, no me lo pongas tan difícil.

De pronto una duda lo asaltó. «¿Acaso no estás aquí, hijoputa?» Los músculos se le agarrotaron por la tensión, el miedo y la rabia.

– Bobby Earl, ¡te voy a sacar los putos ojos de un tiro como no salgas de ahí ahora mismo!

Oyó un chirrido a su derecha. Intentó volverse rápidamente en esa dirección, apuntando hacia el ruido. Su mente no lograba procesar qué estaba ocurriendo, sólo acertaba a entender que aquello estaba oscuro como boca de lobo, y que no estaba solo.

Durante una fracción de segundo fue consciente de que una figura se abalanzaba sobre él, consciente de que alguien había emergido de la oscuridad y lo atacaba. Wilcox trató de retroceder y levantar su mano herida para parar el golpe. Disparó una vez presa del pánico, sin apuntar a nada excepto al miedo; la detonación iluminó el recinto por un instante. Entonces un trozo de tubería le golpeó el hombro y la oreja. De pronto, Bruce Wilcox vio una cegadora luz blanca y a continuación se despeñó a un abismo de negrura. Sacudió la cabeza, sabiendo que no era momento para quedarse inconsciente. Sintió el cemento húmedo bajo su mejilla y comprendió que había caído al suelo.

Alzó la mano para desviar el segundo golpe, que llegó tras un silbido similar cuando la tubería de plomo cortó el frío aire del sótano. Dio contra su brazo, ya roto, lo que hizo que unas rojas vetas de dolor atravesaran la oscuridad de sus ojos.

No sabía ni dónde ni cómo había perdido su revólver, pero ya no lo tenía. Extendió el brazo izquierdo para buscarlo y sus dedos encontraron algo. Se arrastró, oyó un rasgón, luego notó que un cuerpo se abalanzaba sobre el suyo.

Los dos hombres se enzarzaron en una pelea a ciegas, sus alientos mezclándose. Wilcox intentaba encontrar su cuello, sus genitales, sus ojos, algún punto débil donde cebarse. Rodaron por el suelo lleno de charcos y chocaron contra una pared. Ninguno de los dos hablaba, salvo gemidos y gruñidos.

Pelearon en la negra oscuridad, unidos por el dolor.

Wilcox alcanzó por fin el cuello de su atacante y apretó con todas sus fuerzas, tratando de estrangularlo. Su inútil mano derecha ascendió y se sumó a la izquierda, completando un círculo mortal. Wilcox gimió por el esfuerzo. «Ya te tengo, cabrón», pensó.

Luego el dolor se le clavó en el estómago.

No sabía qué lo estaba matando ni quién lo estaba matando; sólo que algo le había rajado el estómago y ascendía hacia el corazón. Sintió un arrebato de pánico previo a la agonía; sus manos se desprendieron del cuello del asesino, desplomándose sobre su cintura, donde asieron el mango del cuchillo que tenía clavado. Un débil gemido escapó de sus labios y se derrumbó sobre el suelo mojado.

Él no lo supo, ya no podía saber nada, pero transcurrieron casi noventa segundos antes de que exhalara el último aliento y muriera.

24

LA CAJA DE PANDORA

Su soledad era absoluta.

Andrea Shaeffer escudriñaba las calles desiertas, sus ojos escrutaban la penumbra y la neblina en busca de algún rastro de su compañero. Desanduvo el camino por décima vez, o eso le pareció, tratando de razonar con lógica ante aquella desaparición, pero cada paso la sumía un poco más en la desesperación. Se negaba a pensar en lo peor y desahogaba su impotencia profiriendo improperios, como si no encontrar a Wilcox sólo fuera un molesto inconveniente, en lugar de un auténtico desastre.

Se detuvo y se apoyó contra una farola para tratar de calmarse.

Habría recibido con los brazos abiertos a un coche patrulla de Newark, pero no apareció ninguno. Las calles continuaban desiertas. «Pero ¿qué está pasando aquí? -pensó-. No es tarde, aún no es de noche. ¿Dónde se ha metido todo el mundo?» La llovizna la iba empapando cada vez más. Cuando al fin vislumbró a una mujer que hacía la calle en una esquina, casi se sintió agradecida de ver a otro ser humano. La prostituta estaba encogida contra una fachada, tratando de protegerse de la inclemencia y con escasas esperanzas de conseguir otro cliente en aquella noche húmeda y fría. Shaeffer se acercó con cautela, enseñándole la placa desde unos tres metros de distancia.

– Señorita. Policía. Quiero preguntarle algo.

La mujer la miró y comenzó a alejarse.

– Eh, sólo quiero hacerle una pregunta.

La mujer siguió andando, a paso cada vez más ligero. Shaeffer fue tras ella.

– ¡Maldita sea, deténgase! ¡Policía!

La mujer paró y se volvió con una mirada de absoluta desconfianza.

– ¿Me está hablando a mí? ¿Qué quiere? Yo no he hecho nada.

– Sólo una pregunta. ¿Ha visto pasar a dos hombres corriendo por aquí hace unos quince o veinte o quizá treinta minutos? Uno es blanco, un policía. El otro negro, con una gabardina oscura. El poli perseguía al otro. ¿Los ha visto pasar por aquí?

– No. No he visto nada. ¿Ya está?

La mujer retrocedió, tratando de ganar distancias.

– No me ha escuchado -le dijo Shaeffer-. Dos hombres corriendo. Uno blanco y otro negro. El blanco perseguía al negro.

– No he visto nada, ya se lo he dicho.

Andrea sintió una oleada de rabia a punto de desbordarla.

– Oiga, señorita, ya basta de jueguecitos. Conmigo se puede meter en un buen lío. Ahora dígame si los ha visto. Dígame la verdad o la detengo ahora mismo.

– No he visto a ningún hombre corriendo. No he visto a ningún hombre en toda la noche.

– Tuvo que verlos -insistió Andrea-. Han tenido que pasar por aquí.

– Por aquí no ha pasado nadie. Ahora déjeme en paz. -La mujer se volvió, negando con la cabeza.

Shaeffer se dispuso a seguirla, pero la detuvo una voz a su espalda.

– ¿Por qué va por ahí molestando a la gente, señorita?

Andrea se volvió nerviosa. La pregunta la había hecho un hombretón que llevaba un largo abrigo negro y una gorra de béisbol de los Yankees. Las gotas de lluvia se le habían acumulado en el borde de la visera. Se encontraba a unos tres metros de distancia, y avanzaba hacia ella. Todo en él resultaba amenazador.

– Policía -dijo ella-. Manténgase alejado.

– Me da igual quién sea usted. Ha venido aquí a molestar a mi chica. ¿Por qué?

Shaeffer sacó la pistola y apuntó al hombre.

– No se mueva -dijo fríamente.

El hombre se detuvo.

– ¿Va a dispararme? No lo creo. -Abrió ligeramente las manos y esbozó una sonrisa socarrona-. Creo que está en el lugar equivocado, señorita policía. Creo que no tiene refuerzos, que está sola y se ha metido en un buen lío.

El hombre dio un paso adelante.

Shaeffer amartilló el arma.

– Estoy buscando a mi compañero -masculló-. Él iba persiguiendo a un sospechoso. Se lo preguntaré una sola vez: ¿ha visto a un policía blanco siguiendo a un hombre negro por aquí, hace unos treinta minutos? Conteste y no le volaré los huevos.

Bajó el ángulo del arma hasta apuntar a la entrepierna.

El gigantón titubeó.

– No -dijo tras una pausa-. Por aquí no ha pasado nadie.

– ¿Está seguro?

– Sí, estoy seguro.

– Está bien -respondió Shaeffer, y comenzó a moverse hacia el hombre-. Ahora me iré. ¿Lo ve? Ha sido muy sencillo.

Pasó junto a él, regresando por donde había venido. Él se dio la vuelta lentamente, observándola.

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