– No. Quédese. Yo tengo otros asuntos que atender.
– De acuerdo.
– ¿Alguna novedad?
– No, señor. Bueno, sí, una cosa, pero lo más seguro es que no fuera nada. Un Ford oscuro último modelo. Matrícula de otro estado. Pasó dos veces por aquí hace una hora. Muy despacio, como si me estuviera observando. Debería haber tomado nota de la matrícula, pero no me dio tiempo. Pensé en seguirle, pero no ha vuelto a pasar por aquí. Eso es todo. Nada serio.
– ¿Vio al conductor?
– No, señor. La primera vez no me llamó la atención. Sólo me fijé cuando pasó de nuevo. Probablemente no hay nada de raro en eso. Alguien que vino a ver a algún familiar y se perdió, seguro que fue algo así.
Tanny Brown miró al joven policía y asintió con la cabeza. No sentía miedo, sólo asumió con frialdad que tal vez la muerte había pasado lentamente por allí.
– Sí. Seguro que fue algo así. Pero esté alerta, ¿entendido?
– Sí, señor. Dentro de media hora vendrán a relevarme. Me aseguraré de informar acerca de ese Ford.
Tanny Brown regresó a su coche. Miró hacia su casa. Las luces estaban apagadas. «Mañana hay cole», pensó. Una oleada de responsabilidades domésticas se le vino encima. Su vida había quedado eclipsada desde que empezó a seguirle la pista a Ferguson. No se sentía culpable por ello; obsesionarse y desatender la normalidad cotidiana formaba parte del trabajo de policía. De pronto se sintió muy agradecido a su padre. Conseguir que las niñas acabasen los deberes, apagaran la maldita televisión sin protestar demasiado y se metiesen en la cama no era tarea fácil.
Por un momento, tuvo ganas de entrar para ver a sus hijas mientras dormían, incluso hablar un momento con el viejo, que probablemente estaría roncando en un sillón de la sala, con los sueños humedecidos en whisky. Su padre solía tomarse uno o dos whiskis cuando las niñas se iban a la cama; ayudaba a mitigar el dolor de la artritis. De vez cuando, Tanny lo acompañaba con una copa; había ocasiones en que él también necesitaba un consuelo para sus propios dolores. Por un instante imaginó que tenía a su difunta mujer a su lado en el coche y sintió ganas de hablar con ella.
«¿Qué le diría? -se preguntó-. Que no lo he hecho del todo mal, pero que ahora necesito arreglar las cosas. Volver a ponerlas en su sitio lo mejor que pueda. Lograr que todo vuelva a ser seguro como antes.»
Asintió con la cabeza y apartó el coche del bordillo. Se alejó atravesando calles conocidas, lugares que le traían recuerdos del pasado. Notaba la presencia de Ferguson como un mal olor que se hubiera quedado impregnado en la ciudad. Se sentía mejor moviéndose de un lado a otro, como si su vigilancia sirviera de protección. Ni siquiera le pasó por la cabeza irse a dormir; recorrió arriba y abajo las calles de su memoria, aguardando a que transcurriera la suficiente noche para ver con claridad y hacer lo que mejor conviniese.
27
DOS RECÁMARAS VACÍAS
Al principio, la luz del alba parecía reacia a abrirse camino entre las sombras. Desdibujaba las formas, convirtiendo el mundo en un lugar sereno e inquietante. Era todavía de noche cuando Brown pasó por el motel a recoger a Cowart y Shaeffer. Habían recorrido las calles desiertas, dejando atrás farolas y letreros de neón, una tenue iluminación que sólo contribuía a aumentar la inevitable sensación de soledad que acompaña a las primeras horas del día. Adelantaron a unos pocos coches y furgonetas. No se veía a nadie por las aceras. Sólo divisaron unas cuantas personas en la barra de una tienda de donuts; aquél fue el único indicio de que no estaban solos.
Brown conducía muy deprisa, saltándose los stop y un par de semáforos en rojo. Al cabo de pocos minutos ya habían atravesado la ciudad y se dirigían a las afueras. Era como si Pachoula hubiera tropezado y se hubiera quedado atrás; como si la tierra se hubiera ido expandiendo hasta rodearlos y arrastrarlos hacia la variada maraña de sauces llorones, grandes zarzamoras retorcidas y extensos pinares. Luces y sombras, verdes apagados, marrones y grises, todo se mezclaba con fluidez; tenían la sensación de adentrarse en un mar de bosque movedizo.
El teniente se desvió de la carretera principal y el coche comenzó a vibrar y dar sacudidas por el camino flanqueado de árboles que llevaba a la cabaña de la anciana Ferguson. A Cowart le suscitó miedo aquella familiaridad, como si hubiera algo terrible y al mismo tiempo tranquilizador en la idea de haber pasado antes por aquel camino.
Trató de imaginarse lo que ocurriría, pero su desasosiego fue aún mayor. Le vino a la cabeza la carta que había recibido muchos meses atrás: «… un crimen que no cometí.» Aferrando el reposabrazos, clavó la mirada al frente.
Desde el asiento trasero, Andrea Shaeffer rompió el mutismo que mantenían.
– Creía que había ido a organizar los refuerzos. No veo a nadie. ¿Qué está pasando aquí?
Brown respondió con tono cortante para evitar más preguntas.
– Pediremos ayuda si la necesitamos.
– ¿Y qué me dice de los uniformados? ¿No necesitaríamos unos uniformados?
– No se preocupe, todo irá bien.
– ¿Dónde están los refuerzos?
– Están esperando -masculló el teniente.
– ¿Dónde?
– Cerca.
– ¿Podría mostrarme dónde?
– Desde luego -respondió Brown, y sacó su revólver reglamentario de la pistolera que colgaba al hombro-. Aquí. ¿Satisfecha?
Aquello puso punto final a la conversación. A Shaeffer no la sorprendió que fueran a proceder solos. De hecho, cayó en la cuenta de que ella lo prefería así. Se permitiría el lujo de plantar cara a Ferguson cuando llegaran a la cabaña de la abuela. «Ese capullo creyó que me había asustado. Pensó que yo había salido corriendo -se dijo-. Pues aquí estoy. Y no soy ninguna chiquilla indefensa.» Bajó la mano hasta su pistola. Miró a Cowart, que iba con la mirada al frente completamente absorto, ajeno a todo.
Pensó que nunca volvería a acercarse tanto a la esencia de lo que significaba ser policía como en aquel momento y los que vendrían a continuación. La determinación de aquella búsqueda parecía haber sobrepasado con mucho las consideraciones profesionales, como los derechos y las pruebas, y haber entrado en un terreno completamente distinto. Se preguntó si la proximidad de la muerte siempre desembocaba en la locura, y se respondió: «Por supuesto.»
– Está bien -dijo tras una breve pausa; había empezado a subirle la adrenalina-. ¿Cuál es el plan?
El coche dio un tumbo al pasar por un bache.
– Caramba -exclamó agarrándose al asiento-. Este cabrón vive en el quinto pino.
– Hacia allá es todo pantano -respondió Cowart-. Y tierras pobres de labranza hacia este lado. -Wilcox se lo había enseñado a él-. ¿Cuál es el plan? -le preguntó a Brown.
El teniente se detuvo a un lado del camino y paró el coche. Bajó la ventanilla y el aire húmedo del rocío penetró en el interior. Señaló adelante, más allá de la amalgama de luces y sombras grisáceas.
– La casa de la abuela está a unos cuatrocientos metros en esa dirección -dijo-. Haremos el resto del trayecto a pie. Así no despertaremos a nadie innecesariamente. Usted, detective Shaeffer, rodeará la casa y vigilará la puerta de atrás. Tenga el arma preparada. Asegúrese de que no huya por ahí. Si lo intenta, deténgalo. ¿Entendido? Deténgalo…
– ¿Quiere decir que…?
– Digo que lo detenga. Estoy seguro de que ciertos procedimientos son los mismos en Monroe que aquí en Escambia. Ese cabrón es sospechoso de homicidio. De varios homicidios, incluida la desaparición de un agente de policía. Ése es suficiente motivo razonable para actuar. También es un criminal convicto. O al menos lo fue en su día… -Miró a Cowart, que no dijo nada-. Bien, detective, ya conoce las normas sobre el uso del arma. Deduzca lo que tiene que hacer.